«Vosotros defenderéis la vida en cada momento de su desarrollo terreno, os esforzaréis con toda vuestra energía para que esta tierra sea cada vez más habitable para todos. Queridos jóvenes del siglo que comienza, diciendo “sí” a Cristo, vosotros decís que “sí” a vuestro ideal más noble. Rezo para que Él reine en vuestros corazones y en la humanidad del nuevo siglo y milenio. No tengáis miedo de confiar en Él. Él os guiará, os dará la fuerza para seguirlo cada día y en cada situación».
Tor Vergata, año 2000: dos millones de jóvenes en torno a Juan Pablo II. Un oyente lejano, ya no tan joven, estaba a punto de vivir una transformación radical.
Era el año 2000, año del Jubileo del milenio, cuando San Juan Pablo II, durante la Jornada Mundial de la Juventud en Roma gritó a los jóvenes «¡Abrid las puertas a Cristo!». Piero Rossi, médico ginecólogo, entonces anticlerical y abortista convencido, trabajaba en la clínica Mangiagalli de Milán cuando oyó las palabras del santo. «A partir de ese momento mi vida cambió totalmente».
Rossi se había licenciado en 1984: «Me creía el dios de mi vida. Era un gran pecador que, entre otras cosas, practicaba las llamadas “interrupciones de embarazo”». Pero cuando su novia se queda embarazada el joven elige la vida y se casan en el Ayuntamiento. «No hubiera tomado otra decisión, pero estaba convencido de que cada uno era libre de hacer lo que quería».
El médico trabaja precisamente durante los años en los que la batalla italiana sobre el aborto tiene su epicentro en la clínica milanesa, que se convierte en el símbolo ideológico del feminismo: «Decía ser contrario al aborto, pero estaba convencido de que se trataba del mal menor necesario para salvar a la mujer del aborto clandestino». Rossi aplica al pie de la letra la ley 194 pensando que es una buena ley: «Intentaba evitar los abortos, pero si la mujer no cambiaba de idea seguía adelante, si bien desde el punto de vista psicológico era duro y me sentía mal cuando los realizaba».
Carteles provida en la verja de la clínica Mangiagalli, donde el doctor Rossi figuraba entre los médicos aborteros.
Los días en los que practicaba abortos Rossi se sentía siempre triste: «No eran para nada unos días felices, aunque no acababa de entender por qué me sentía mal». El médico describe su estado de confusión como «diabólico: me hacía creer que ser objetor de conciencia significaba abandonar a las mujeres».
Desde que le había dado la espalda a la Iglesia, con 17 años, «la confusión no hacía nada más que crecer: cada vez me hundía más, cometiendo pecados cada vez más graves; evitaba la droga sólo porque soy un timorato». El hastío hacia la religión empezó a causa de la muerte por neumonía de un coetáneo de la que «acusé a Dios. Empecé peleándome con mi padre para que quitara el crucifijo de la habitación, y llegué a odiar y juzgar a los sacerdotes, a los religiosos y a la propia Iglesia».
Hasta que el llamamiento del Pontífice a los jóvenes, reunidos en Tor Vergata, le sacude: «Sentí la llamada de Dios a través de un santo. Una llamada de misericordia precisamente en el año jubilar».
Rossi se confiesa en Loreto, pero a causa de su actividad abortista y del hecho de que no está casado por la Iglesia no obtiene el perdón: «Salí del confesionario humillado, pero no me alejé. Creo que tenía que ir así. Todo lo hacía el Señor».
El hombre, de hecho, admite su malestar ante una paciente suya de hace años. «Me introdujo en el Camino Neocatecumenal donde me dijeron que Jesús nos ama en la miseria en la que estamos y que no tenía que hacer nada, sólo dejarme amar por Él».
Tras un año de camino en la Iglesia, Rossi entiende que no puede seguir apoyando el holocausto silencioso que ha matado a más de seis millones de italianos. «Fui a ver al que era entonces el director de la clínica ginecológica, Giorgio Pardi, y le dije que ya no haría más abortos. Se quedó muy sorprendido y me dijo que aunque no entendía el porqué, estaba contento porque me veía sereno».
También para sus compañeros de trabajo fue un golpe, «una provocación para todos». El cambio no fue del todo repentino: «Dejé la actividad directa, pero seguí formando parte de la orientación en el ambulatorio. Pero un par de años más tarde también los interrumpí, porque entendí que no podía aceptar compromisos con el mal». Se necesitó tiempo para cambiar una mentalidad tan enraizada, «pero Dios es paciente, espera».
Ahora Rossi entiende dónde se esconde la mentira: «A la mujer no la ayudas privándola del don que se le hace, sino ayudándola a acogerlo. Cualquier otro camino es destructivo tanto para el niño como para la madre, por lo que intento que entiendan que la angustia que sienten está inducida por la situación y las presiones externas. Y las dirigo hacia quienes pueden ayudarlas, ofreciéndoles también mi apoyo».
Las oraciones ante los abortorios no son inútiles: muchas madres reciben la inspiración última para evitar el aborto, y también algunos médicos son tocados por Dios para dejar de matar niños.
El año en el que madura esta posición es el mismo en el que el ginecólogo decide casarse por la Iglesia con su esposa, con la que ha tenido tres hijos.
Hoy su vida ha cambiado totalmente, aunque sigo «siendo un pobrecillo como antes. La diferencia es que ahora reconozco la presencia del Señor en mis jornadas y reconozco también mi pecado. Me siento como el hijo pródigo, al que el padre acoge con una fiesta. Mientras que la comunidad en la que me ha metido es una ayuda porque veo en mis hermanos al Señor presente, que me convierte continuamente».
La historia de Rossi demuestra que en un instante se puede incluso dejar atrás una ideología y una rutina profundamente arraigadas. Pero, ¿dónde se encuentra el valor? «Descubrí que en esos años en los que practicaba abortos había quien rezaba por mí: estaba lejos de Dios y Él vino a cogerme. Y me ha traído hasta aquí. Después no he tenido que hacer nada, sólo dejarme salvar. No merecía todo esto, no merezco ser cristiano». De hecho, aunque el dolor del pecado y «de los tantísimos abortos que he practicado es grande, ahora tengo su amor».
Y ciertamente «creo que seré juzgado, pero no tengo miedo. Porque Dios es misericordioso y mirará también mi "sí" a Su llamada». Permanece el engaño de una ley que empuja a las madres y a otros médicos a matar a miles de niños cada día.
Publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Helena Faccia Serrano (diócesis de Alcalá de Henares).