Mi marido, Michael, y yo estamos casados desde hace 36 años, somos felices y aún estamos enamorados. Sorprendentemente, nos hemos convertido en una sola realidad, profundamente sintonizados con el espíritu del otro a pesar de tener personalidades opuestas. Nuestra tangible alegría no se puede explicar con ojos mundanos, porque vista desde fuera nuestra vida ha sido un duro viaje que incluye pobreza, nueve hijos, tareas abrumadoras en una pequeña granja familiar y una depresión clínica de larga duración.
La gracia disponible en el sacramento del matrimonio no es teología esotérica: es real y poderosa. Esta fuerza es la que nos ha mantenido a mi marido y a mí unidos en los años duros. Ambos entendimos, más allá de cualquier duda posible, que Dios nos había unido. Nunca hemos cuestionado esta llamada fundamental de Dios, nuestra vocación juntos, ni tan siquiera en los años más oscuros.
Siempre he conseguido mantener una perspectiva sobre nuestras dificultades a través del humor. Una de mis bromas versa sobre la promesa en el matrimonio concerniente a lo bueno y lo malo, la riqueza y la pobreza, la salud y la enfermedad: "Bien, hemos visto lo malo, la pobreza y la enfermedad; ahora estamos preparados para lo bueno, la riqueza y la salud". Y acabo riéndome a carcajadas. Michael suele mirarme alzando la ceja y sonriendo como pidiendo perdón a nuestros visitantes. Sin embargo, la verdad es que el humor funciona. Se ha demostrado que cuando las personas se ríen de sus manías y no se toman demasiado en serio, sus problemas de repente se reducen y, a su vez, ganan en perspectiva. Dramatizar excesivamente un conflicto es letal. Esto es simplemente un ejemplo de terapia cognitiva en acción: da un paso adelante separándote del conflicto y contempla toda la situación a través de los ojos de Dios.
Sorprendentemente, una de las claves que explican la longevidad de nuestro matrimonio es el sufrimiento. El sufrimiento ha sido un don que nos ha unido porque ha arrancado el falso orgullo y nos ha obligado a arrodillarnos para rezar. Una oración honesta nos ha llevado al conocimiento de nosotros mismos, a la humildad y a la compasión mutua.
Melanie echa la vista atrás y da gracias a Dios porque Él le enseñó la verdad sobre su matrimonio.
Cuando le pregunté a un sacerdote qué habría sido de mi vida si no hubiera sufrido, si me hubiera casado con un dentista rico, si hubiera tenido 1,25 hijos y hubiera vivido en una casa moderna y en la que todo funcionara, puso una expresión falsa y piadosa, unió sus manos en oración y dijo en voz alta y burlona: "Oh, hubieras sido una amable señora cristiana que alaba al Señor". Lo que quería decir con esa divertida actuación es que yo hubiera sido frívola, sin profundidad y fuerza. Pues bien, cuando veo los resultados de un poco de sufrimiento en nuestro matrimonio, digo que bienvenido sea el sufrimiento.
La única razón por la que mi marido y yo nos casamos y nos mantenemos casados es nuestra fe. Somos hermano y hermana en Cristo, hijos de Dios que desean cumplir Su voluntad juntos. Siempre hemos estado en la misma página, sintiendo el siguiente nivel de crecimiento en nuestro camino espiritual y cambiando al mismo ritmo.
Esto ha sido un puro don de Dios, que ha implicado madurar y crecer en mi fe, sanando nuestro matrimonio porque cuando abandoné exigiendo amor de mi marido, intentando controlarle, él fue libre de amarme en libertad y verdad, en el poder del Espíritu de Dios. Cuando me rendí a Dios, Él me bendijo con más de lo que yo hubiera podido esperar de nuestro matrimonio.
Muchas jóvenes esperan en secreto a su caballero de brillante armadura para que las arranque de sus vidas y así vivir felices para siempre; muchos jóvenes esperan a una mujer maravillosa que les haga abandonar una existencia sin sentido. A pesar de que nos reímos de estas ridículas fantasías como algo típico de adolescentes ingenuos y enfermos de amor, tenemos que enfrentarnos a la profunda tentación que yace en nuestro interior de buscar un compañero que satisfaga nuestras necesidades. Las películas románticas de Hollywood nos han lavado el cerebro.
La verdad es que en contra de lo que la sociedad mundana nos hace creer, sólo Dios puede satisfacer nuestra necesidad real de amor. Muchísimos matrimonios acaban en divorcio porque las personas han abrazado la loca idea de que el hombre o la mujer de sus sueños los satisfarán completamente. Esto es mentira.
Si te quieres casar, busca el rostro de Dios, confía en Él y Él hará que encuentres a alguien en tu camino, porque el matrimonio es vocación en la misma medida que lo es el sacramento del orden. Mi marido una vez le pidió a Dios que le diera una esposa y luego se olvidó de ello mientras vivió todo un año en la Casa de la Virgen en Combermere (Ontario, Canadá). Después pasó otro año en su parroquia, donde vivió en la casa parroquial con un sacerdote enfermo al que ayudaba en la iglesia. Al año siguiente, mientras viajaba por Canadá, paró para ver a un amigo que trabajaba en una parroquia, pero una nota en la puerta decía que Steve había llevado al grupo de jóvenes de picnic. Michael vino a mi casa para esperarle porque yo vivía con la novia de Steve. En cuanto Michael me vio, supo que yo era la persona adecuada para él. Michael mantiene todavía que la oración es el mejor método para encontrar esposa.
La sociedad no prepara a las personas para un matrimonio cristiano. Las parejas tienen que buscar activamente ayuda y consejo. Yo sugiero un montón de instrumentos que van desde libros hasta conferencias, retiros, la confesión, la oración, la dirección espiritual y el asesoramiento; instrumentos todos que pueden ayudar a las parejas a madurar y a crecer juntos como uno en Cristo.
Me hubiera gustado que cuando era una recién casada alguien me hubiera explicado que en el matrimonio los esposos se irritan mutuamente exponiendo lo malo del otro, sacando sus heridas a la superficie. Una vez que hube entendido esta dinámica espiritual, dejé de culpar a Michael y de señalar sus errores, y me centré en cambio en mi propia necesidad de arrepentimiento y crecimiento.
Pasé años sintiéndome como una lastimosa e inocente víctima, llorando sin parar sobre mi grave situación de estar casada con un hombre insensible, cuando en realidad eran mis propios pecados lo que impedían que el amor de Cristo manara sobre nosotros en nuestro matrimonio. Pero cuando entendí que era una cuestión más mía, de mi crecimiento, que de Michael, el Espíritu de Dios pudo por fin ocuparse de mi pecaminosidad y necesidad de sanación.
Si hubiera abandonado y me hubiera divorciado de Michael, un segundo matrimonio hubiera acabado exactamente del mismo modo. Mi pecaminosidad provocó la pecaminosidad de mi marido. Es así. Debía dejar de culpar y señalar los errores de Michael si quería un buen matrimonio. En lugar de señalar la paja en su ojo, debía permitir que Dios me mostrara la viga en el mío. Dios nos ha creado y sólo Su amor puede llenar el deseo desesperado de nuestro corazón. Una vez entendida esta verdad, pude permitir que un amor real, un amor respetuoso creciera entre Michael y yo sin exigir que el pobre hombre cumpliera con el papel de Dios en mi vida.
Leímos una homilía de Juan Pablo II cuya premisa principal era que dejar el control y confiar en Dios no era un principio abstracto, sino una llamada práctica diaria que incluía la entrega de nuestra fertilidad no usando anticonceptivos. A pesar de que no podíamos imaginarnos lo numerosa que sería nuestra familia, sus palabras siguen resonando en nosotros. La culpa nos abandonó y un sentido de finalidad tomó su lugar. Muchas pequeñas experiencias siguieron reforzando la verdad: Dios crea a cada uno de nuestros hijos con nuestra colaboración. A veces caíamos cegados, pero entonces un estallido de claridad iluminaba nuestra finalidad mientras llevábamos a cabo nuestra misión pro-vida.
Mirando hacia atrás a estos 36 años de matrimonio, puedo decir que estoy llena de la alegría del Señor y agradecida por un esposo paciente.
Publicado en Catholic Stand.
Traducción de Helena Faccia Serrano, diócesis de Alcalá de Henares.