Le habían invitado a conocer Betania, un grupo de mujeres católicas separadas que, con la ayuda del sacerdote Horacio Rivas, surgió en esta ciudad a raíz de la exhortación apostólica Familiaris Consortio de Juan Pablo II en 1982.
Llevaban cerca de diez años pidiéndole que creara una franquicia de Betania en España, pero ella siempre se había negado. “No creía que algo así pudiera funcionar en nuestro país; aquí las mujeres somos diferentes”, relata.
Pero ya no tenía escapatoria. Estaba en aquella ciudad para asistir a la ordenación como diácono de su hijo y no tuvo más opción que, al menos, ir a conocer el funcionamiento de este grupo.
Estaba ella inmersa en sus pensamientos cuando, de repente, una mujer de 40 años y madre de seis hijos, que había sido abandonada por su marido por una tercera persona, se puso de pie y empezó a hablar con fuerza.
“Soltó lo que no está escrito desde el dolor de no poder entender ese abandono, esa falta de amor y, como no podía echarle la culpa a su marido porque seguía enamorada de él, entonces se la echaba a Dios. No sé cómo el Espíritu Santo me empujó pero, durante tres cuartos de hora, estuve hablando con ella hasta que se sentó y dijo: ‘Ante tales argumentos, me rindo’”, relata.
Aquella intensa conversación con esa mujer sufriente ya no se le quitó de la cabeza a María Luisa y, en el viaje de vuelta a España, escuchaba en su corazón cómo Dios le decía repetidamente: “Dime ‘sí’ a Betania”.
Agotada por la insistencia del Señor, dijo ‘sí’, pero con dos condiciones: que si esto era realmente obra suya sería Él quien le debía enviar siempre a las mujeres (ella no pensaba promocionar Betania); y, en segundo lugar, (esto sí, más trivial) que, al día siguiente, estuviera descansada para poder ir a trabajar. Ambas condiciones se cumplieron y, pocos meses después, se creó el primer grupo de Betania en España.
En el origen de la historia de María Luisa Erhardt se halla, como en todos los casos de personas separadas, abandonadas o con matrimonios nulos, una terrible secuencia de sufrimiento y dolor.
María Luisa se separó cuando tenía 33 años y tres hijos pequeños. Era una mujer de fe y procedía de una familia católica, lo que le acarreó un profundo sentimiento de culpa.
“Cuando yo me separé, sentí que Dios me había abandonado. Me sentía culpable por todo, sentía que yo lo había hecho muy mal y mi autoestima estaba muy baja. Además, fui condenada, ni siquiera juzgada, a todos los niveles: familiar, social y también eclesial, puesto que la Iglesia la formamos todos”.
En esa situación de desolación, un amigo suyo –hoy sacerdote– le aconsejó que acudiera al santuario de Schoenstatt de Pozuelo de Alarcón.
Allí, en el último banco, totalmente sola, lloró y lloró durante dos o tres horas: “No recé porque no podía, estaba destrozada, no me funcionaban ni la mente ni el corazón”, relata. Sin embargo, una gran paz se fue adueñando de ella. “Me di cuenta de que tenía una Madre y, con una gran delicadeza, Ella me fue educando y me sigue educando hoy como madre y como hija: ahí empezó mi sanación interior; a partir de mi apertura a Dios a través de la Virgen”.
Desde ese momento, María Luisa Erhardt descubrió al “Dios de misericordia, al Dios que me ama como yo soy, no como Él quiere que yo sea, no como los demás querían que yo fuera, sino desde la gratuidad. Empecé a conocerme tal y como Dios me ha creado, con mis capacidades y mis limitaciones”.
Después de un largo proceso de ocho años en los tribunales eclesiásticos, el matrimonio de María Luisa fue declarado nulo. Para ella este proceso fue curativo y le ayudó a conocerse aún más y a ir a la verdad de su situación: “Me di cuenta de las cargas infantiles y de juventud que yo tenía y de hasta qué punto no fui libre para elegir a alguien para toda la vida. Buscaba que alguien me quisiera, pero el matrimonio es algo más serio”.
Tras el proceso de sanación que ella misma experimentó, María Luisa Erhardt pudo poner en marcha Betania, “un ministerio de sanación del corazón que consiste en acompañar y sostener en las heridas, en el dolor y en la fragilidad a estas mujeres”.
Desde 2006, cuando comenzó todo, hasta ahora, ya se han formado 10 grupos compuestos por 14 o 15 mujeres; se ha ayudado a más de 200 familias y este último año además se ha creado el primer grupo para hombres.
“Cuando se sana a una madre, se sana a los hijos; cuando se sana a los hijos, se sana a la familia; y cuando se sana a la familia, se sana a la sociedad”.
Una de las cosas que se aprenden en Betania es a no culpabilizar a terceros de la propia situación.
“Si una mujer niega su realidad y solo busca culpables fuera, no podemos ayudarla”, explica Erhardt.
Durante la etapa de sanación, que dura tres años, “trabajamos nuestra esencia, nuestras capacidades y limitaciones; nosotras no culpabilizamos ni responsabilizamos de nuestras cargas a nadie, pero sí las identificamos, ya que nadie es perfecto. En Betania buscamos abrir nuestro corazón a Dios para que Él repose en el nuestro y nosotras en el de Él. En este corazón de Jesús es donde va nuestro dolor, y ahí lo dejamos, Él lo sana, lo limpia y lo restaura”. Se trata, sin duda, de un auténtico camino de conversión.
Pero para que esto sea posible, se dan dos requisitos: “En Betania se debe guardar confidencialidad de todo lo que se dice, porque la historia de cada una es sagrada y santa, y, por otro lado, aquí no hay rumores, chismes, juicios, prejuicios, difamaciones”, explica tajante Erhardt.
“En Betania no se juzga ni se prejuzga, porque bastante condenadas hemos sido sin juzgar: cualquiera puede decir que un hecho es malo, pero la persona es hija de Dios, todos somos pecadores. Dios no busca a perfectos. Y por ello en Betania amamos al otro como es, no como nos gustaría que fuera”.
Para Carola Galbeño dar con Betania ha sido un punto de inflexión en su vida. Madre de dos hijos, llevaba cuatro años separada cuando le invitaron a asistir a este grupo: “Me dio muchísima pereza, no me sonaba nada bien; además, yo pensaba que ya tenía muy buena formación y no me encajaba para nada”.
Sin embargo, asistió y, con el tiempo, Dios la ha transformado por completo: “He aprendido a sentirme hija de Dios, he descubierto que soy amada y que he sido concebida así desde toda la eternidad, y eso es un regalo que no tiene precio. Esa seguridad que da saberte hija de Dios, infinitamente amada, rompe toda tu concepción de vida. Aprendí a perdonarme, a dejar de cargarme todas las culpas, a no culpabilizar y, sobre todo, a dejar de exigir, porque una persona que se siente tan insegura, al final, lo que hace es ir exigiendo cariño a los demás”.
Antes, “era una persona llena de miedos, insegura, sin ninguna autoestima, muy anclada en el cumplimiento de las normas, llena de culpabilidades… pero ahora, al conocerme, he descubierto que esas limitaciones me las ha regalado Dios como una oportunidad para crecer; como decía san Pablo, ‘donde está mi debilidad está mi fortaleza’, y eso es una liberación increíble”.
María Luisa Erhardt ve con esperanza la apertura que ahora se está dando en la Iglesia hacia el sufrimiento de las personas separadas. “Dios se manifiesta y da respuesta a estas situaciones, y está eligiendo y llamando a sacerdotes que han tenido familias separadas y han vivido ese sufrimiento para poder acompañar a padres y a hijos a encontrarse con Dios desde la realidad del dolor. El propio cardenal Schönborn, arzobispo de Viena, contó hace poco que era hijo de padres separados. A mí, desde luego, me supera que Dios haya elegido la vocación al sacerdocio de mi hijo en el seno de una familia separada como la nuestra”.
(Publicado originariamente en www.revistamision.com).
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