La historia del siguiente protagonista podría ser, perfectamente, la de una persona tocada, en esta vida, por la gracia de la inmortalidad. Pablo Delgado de la Serna tiene cuarenta y cinco años, es profesor de fisioterapia en la Universidad Francisco de Vitoria (Madrid), y durante toda su vida ha tenido una fiel compañera: la enfermedad. Tras 28 operaciones, tres transplantes de riñón, ocho años de diálisis, una pierna amputada y un tumor, se reconoce "un tipo con suerte".
En una entrevista para El Rosario de las 11 pm (ver abajo), Pablo ha contado cómo han sido sus años de enfermedad, y cuál es la fuerza que le ayuda a seguir luchando. "Un día, cuando tenía seis meses, mi madre le dijo a mi padre, que es médico, que me había tomado un biberón entero de agua. A él le pareció que algo no iba bien, y empezaron a hacerme pruebas. Un amigo de mi padre, compañero de carrera, le dijo que el niño se moriría antes de un año", comenta en su testimonio.
El niño que no podría vivir
El pronóstico de Pablo fue poco esperanzador, desde muy temprano. Había nacido con una mala colocación en el uréter, y ahora se debatía entre la vida y la muerte. "Mis padres consiguieron que me viera en Barcelona un médico muy conocido. Él dijo que el niño se moría, pero que haría todo lo posible para que saliera adelante. Algo hizo, porque aquí sigo", señala Pablo. El niño crecía con dificultades físicas de todo tipo, hasta que alcanzó la adolescencia y recibió su primer transplante.
"Lo difícil en la adolescencia es ser el raro, y ser enfermo, es ser el raro. Cuando tenía 16 años, entré por primera vez en diálisis, y las palabras del médico, que se cumplen hasta hoy, fueron: 'si no vienes a diálisis, en una semana o diez días te mueres'", relata. Para este padre de familia, aquellos años fueron los más duros. "En esas edades, en las que deberías pensar si quedas con una chica o te tomas unas cervezas, yo estaba pensado si me moría o no. Esto, incluso, te crea conflictos con Dios", explica Pablo.
Aquel primer transplante fue fallido, luego perdió otro y así hasta en tres ocasiones. En 2020, cuando empezó la pandemia, a Pablo se le quedó frío un dedo del pie, y los médicos descubrieron que tenía un problema vascular. Había que cortar la pierna y, en menos de dos años, podría perder la otra. Para Pablo, en cambio, aquellas pruebas le hacían más fuerte. "Cuando al hierro lo meten en la fragua, supongo que le dolerá mucho, y no le dan explicaciones. Ese sufrimiento, que no entiende, al final lo convierte en la reja más bonita del castillo", señala.
Sin embargo, todo aquel dolor acumulado tenía peajes que salían muy caros. "Hace poco les escribí una carta a mis hermanos, diciéndoles que les había robado el tiempo de la infancia. Mis hermanos mayores tuvieron que cuidar de un hermano que se iba a morir. Mi madre se tuvo que pasar seis meses en Barcelona, tuvieron un tiempo sin su madre con esas edades", comenta. Para el fisioterapeuta, hay, ademas, acciones de lo más cotidianas que, a día de hoy, son impensables para él.
"No me puedo ir de viaje tranquilamente con mi mujer, me tendría que llevar una máquina de 45 cm por 45 cm, que pesa 25 kilos, más un transformador de otros 25 kilos, más 30 litros de líquido por día. No puedo improvisar, hago diálisis en casa, cinco días a la semana, durante dos horas y media", explica. Una gran sufrimiento que, en medio de su enfermedad, le ha servido para valorar mejor lo que un día hicieron sus padres por él, y para comprender a su hija de tres años.
Lección de vida en un segundo
"Yo ahora soy padre, y se me rompe el alma cuando le pasa algo a mi hija. No quiero pensar como será que te digan que tu hijo se va a morir. Mis padres eran unos superhéroes, me di cuenta de que tenían un montón de fallos, con lo cual eran humanos, y que, en realidad, eran superhombres", confiesa. Para este superviviente, su hija Amelia le devuelve la vida cada día. "El día que me amputaron, estiré las dos piernas y le pregunté a mi hija que qué le parecía, y ella me dijo que papá no tenía pie y que ya no tenía pupa, después, se puso a aplaudir. En un segundo había asumido lo que yo tardé ocho meses en conseguir", reconoce.
Pero, si hay una persona importante en la vida de Pablo esa es Sara, su mujer. "Mis padres o mi hija no tuvieron opción de elegir, pero hay una persona que eligió antes de ser novios, y elige cada día, que es mi mujer. Ha tenido que hacer un curso para hacer hemodiálisis, aprender lo que es esterilidad o una bomba venosa, ver la sangre en directo todos los días. Mi hija, el primer día, se enfadó porque quería ayudarme ella, y le hemos dicho que tiene que hacer un curso", comenta.
Soportar tanto sufrimiento, durante tantos años, no sería posible sin la fe, así lo reconoce Pablo. "Antes tenía un concepto erróneo de Dios. A veces decimos que los sufrimientos los manda Él, pero Dios no manda nada, las cosas nos las trae la vida. Dios es el que nos da la gracia para sobrellevarlas. Como decía san Juan Pablo II, ese dolor nos hace parte del sufrimiento de Cristo en la cruz, completamos parte de su Pasión", explica. Y, sin embargo, uno puede rechazarlo. "Tengo la libertad de echar a Dios de mi vida y Él me va a respetar, como un padre. En cambio si yo decido que esté, me va a llevar en volandas", señala.
Para Pablo, la carga se vuelve más ligera cuando uno acepta lo que le ocurre en la vida. "Yo digo que la cruz abrazada pesa mucho menos que la arrastrada. Benedicto XVI dice que 'la locura de la cruz es hacer del sufrimiento un grito de amor a Dios'. Eso es maravilloso", confiesa. El profesor advierte del peligro de pensar en el futuro. "La enfermedad te obliga a prescindir de vivir el futuro, pero te condena a vivir el presente. El presente es real y yo puedo actuar en él. Después de 365 días he renunciado a un futuro que no conozco, pero he vivido 365 días reales", reconoce.
El profesor confiesa que poder contar su testimonio a la gente es de las cosas que más le ayudan en la vida. "Es un regalo poder decirle a la gente lo maravillosa que es la vida, lo afortunados que somos. Yo podría contar mi vida, diciendo lo desgraciado que he sido, o hablar de la suerte que he tenido. Soy un tipo con suerte", afirma Pablo. Para él, la clave de cómo superar el dolor es la confianza en Dios. "Si tuviéramos una confianza ciega en Dios, sabríamos que todo es para bien y que la vida es un don", concluye.