A través de una sentencia del Tribunal Constitucional, Italia ha legalizado de hecho el suicidio asistido. Como siempre en casos excepcionales que la experiencia de países como Bélgica, Holanda o Canadá demuestra que se amplían rápidamente hasta la desaparición de todo límite. En un artículo publicado en el Observatorio Internacional Cardenal Van Thuan sobre la Doctrina Social de la Iglesia, el doctor Stefano Martinolli, jefe de cirugía en el hospital Cattinara de Trieste y experto en bioética, pone de manifiesto todos los peligros que se abren ahora sobre los enfermos más ancianos, más graves o incluso, sin ser ancianos ni graves, los más predispuestos a perder la esperanza:
El doctor Stefano Martinolli, además de un prestigioso cirujano y experto en bioética, tiene una gran afición a la prestidigitación, que demuestra incluso en actos públicos.
El pasado 24 de septiembre, el Tribunal Constitucional italiano ratificó que la ayuda al suicidio, contemplada en el art. 580 del Código Penal, que prevé penas entre los 5 y los 12 años de cárcel, puede no ser objeto de castigo en "determinadas condiciones", en el caso de un "paciente con una enfermedad irreversible que le causa sufrimientos físicos o psicológicos intolerables, que es mantenido en vida mediante soporte vital, pero que está capacitado para tomar decisiones conscientemente".
Las reacciones a esta sentencia han sido numerosas y variadas, creando la habitual confrontación entre los favorables y los contrarios. En esta ocasión, sin embargo, la cuestión de la eutanasia y el final de la vida han ido un paso más "allá". Se ha observado como el Tribunal Constitucional ha vinculado la sentencia a la ley 219/2017 (Disposiciones anticipadas de tratamiento, el testamento vital), lo que confirma que ya entonces el planteamiento de ese texto era claramente pro-eutanasia, aunque "endulzado" por cuestiones distintas como el consentimiento informado, la autodeterminación del paciente, el hecho de compartir el recorrido de tratamientos, etc. Se ha querido proceder por etapas para introducir en Italia el "derecho a morir" mediante normas jurídicas que se presentaban como humanas, justas, solidarias y realmente cercanas a las personas que sufren. De hecho, la Consulta ha abierto la puerta a la cuestión de la legalización de la eutanasia.
También en este caso asistimos a definiciones que no son siempre precisas, con el fin de confundir los términos reales que hay que utilizar. Por ejemplo, la Asociación Europea de Médicos de Hospitales distingue eutanasia, momento en el que un médico administra una sustancia letal a petición del paciente, del suicidio asistido, que es cuando el médico ayuda al paciente a suicidarse, dejándole a él la responsabilidad del acto final. Por lo tanto, según estas definiciones, se trataría de una cuestión "técnica" en la que, en el segundo caso, el médico no tendría responsabilidad y sí sólo el deber de vigilar la modalidad del suicidio.
La Consulta ha utilizado los términos «sufrimientos físicos o psicológicos intolerables» como motivo para recurrir al suicidio, impulsando e hipertrofiando la autodeterminación del paciente que, así, podrá decidir acabar con su vida también sobre la base de una enfermedad psíquica, un estado de ánimo existencial negativo o la simple falta de un motivo para vivir. Basta recordar algunos ejemplos recientes: Noa Pothoven, fallecida el 2 de junio en Holanda por una depresión grave, o Alan Nichols, fallecido en Canadá por el mismo motivo, ambos utilizando el suicidio asistido.
Sin embargo, el punto en el que me gustaría detenerme es el de la «libertad de elección». El diputado Marco Cappato, después de la sentencia, se ha expresado con gran entusiasmo y énfasis, subrayando que "ahora por fin somos libres". Por otra parte, la objeción que se plantea cada vez que se aprueban estas leyes es la misma: se tiene que ser libre de elegir si suicidarse o no, si utilizar el testamento vital o no, si abortar o no. El Estado tiene que dejar la posibilidad de utilizar estos derechos. Además de la respuesta inmediata que nos recuerda que algunas leyes (la obligación del casco o del cinturón de seguridad, por ejemplo) han sido creadas limitando la libertad de elección por el bien de los individuos, hay otra que hace referencia a la "experiencia histórica" de otros países (como Holanda y Bélgica, por ejemplo), que han adoptado y utilizado la eutanasia y el suicidio asistido desde hace años, y que aportan datos muy interesantes.
No existe verdadera libertad de elección en un ambiente cultural que nos hace percibir constantemente y de manera muy negativa el sufrimiento, la enfermedad y la muerte, y en el que la dignidad de la vida es definida exclusivamente según criterios utilitaristas ("si estoy bien, estoy activo, funciono bien, me relaciono bien, entonces valgo como persona"). ¿Quién establece el nivel de dignidad (con qué escala de valores) por debajo del cual la vida ya no tiene sentido? ¿Cada uno se tiene que ocupar de sí mismo, desvinculándose de la realidad objetiva y de la sociedad, hecha de relaciones? Es evidente que con estas premisas el parámetro dignidad de la vida puede sufrir continuas e imprevisibles variaciones y cambios, que ni la jurisprudencia ni la medicina podrán enmarcar o medir.
Los defensores de estas leyes sostienen, además, que el enfermo es consciente y consiente. Pero las experiencias de los países citados más arriba ponen en evidencia un porcentaje no indiferente de malentendidos o incluso de falta de consentimiento, hasta el punto de suscitar reacciones o denuncias (a veces verdaderas investigaciones judiciales) por parte de los familiares o de las personas amadas del difunto, poniendo de manifiesto un sistema eutanásico que no desea ser cuestionado.
Los ejemplos de este planteamiento casi «coercitivo» son numerosos. Cito a Joseph Fletcher y Granville Williams que, en los años 50, en la región de habla inglesa, elaboraron el principio ético y jurídico del Right-to-Die [Derecho a morir] y defendieron incluso la acción -no solicitada- de matar, por motivos eugenésicos y humanitarios, a personas portadoras de graves disfunciones biológicas, sobre todo niños. Defendían este derecho contra la mentalidad religiosa, expresada sobre todo por la Iglesia católica.
Este tipo de elección puede esconder, además, motivos económicos. ¿Cómo no pensar en un proyecto a gran escala de reducción del gasto sanitario ante una población cada vez más anciana e improductiva?
¿Cómo tendrá que comportarse la Medicina, nacida para cuidar y sanar? ¿Tendrá que renegar de su esencia más profunda, su función originaria? Esta mentalidad eutanásica considera a los enfermos graves como "casos perdidos", no dignos de vivir y no merecedores de ulteriores esfuerzos terapéuticos, lo que lleva gradualmente a renunciar a esa "obstinada" búsqueda de nuevos tratamientos incluso en los casos más desesperados, eliminando el tradicional impulso médico hacia estudios cada vez más complejos y, es inevitable, más caros.
Por último, hay que recordar que los enfermos son personas frágiles y que se resienten del "clima cultural" que les rodea. Es como el fenómeno de los suicidios "en cadena" (estudiado en Psiquiatría): uno empieza, otros le siguen por un mecanismo de emulación. ¿Quién nos dice que, ahora que se ha abierto esta puerta, no pueda suceder lo mismo? Es evidente que los pacientes, en este clima de desaliento y desconfianza, serán "libres" de poder elegir únicamente la muerte, como para quitarse de en medio, para no molestar, ya que sentirán que su presencia es incómoda, convencidos además de que su decisión será libre y un bien para ellos y para la sociedad. Y, sobre todo, que es la única opción posible que tienen.
Para concluir, me parece que estas leyes tan inhumanas conllevan dos consecuencias: la pérdida de la esperanza y la soledad de los individuos. En el primer caso, los enfermos se sentirán inútiles, sentirán que su vida no tiene un objetivo, se sentirán privados de toda perspectiva y aspiración futura. En el segundo caso, la tan enfatizada autodeterminación, si se exaspera, puede llevar al individuo a sentirse cada vez más solo, privado de la experiencia de las relaciones y de poder compartir realmente la enfermedad y la muerte, consideradas como una experiencia personal encerrada en una privacidad rígida, dentro de una habitación sin puertas o ventanas comunicantes.
El Hecho Cristiano es el único que da sentido y respuesta a estos interrogantes: ¿quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? ¿Por qué sufro? ¿Por qué muero? Sólo Cristo es capaz de glorificar el sufrimiento y el dolor y de derrotar, una vez para siempre, a la Muerte.