El texto ha ganado el 26º concurso escolar europeo “Uno de nosotros”, organizado por el Movimiento para la Vida. Recoge la angustia que vivió al descubrir que estaba embarazada, la tentación de abortar, los «coloquios humillantes» con los médicos, los psicólogos y el juez, todos dispuestos a justificar su elección; al final, su rendición ante el amor, que le ha impedido matar «el don más bello de cada día».
»Recuerdo ese día de lluvia, el frío, la angustia; la mano me temblaba en el bolsillo, donde apretaba el test de embarazo, los ojos hinchados de llorar y el corazón lleno de miedo. Dentro, esa extraña sensación de sentir la barriga llena ya con “algo”, con alguien. Caminaba hacia casa de mi novio, ese 28 de diciembre de 2010, cuando descubrí que estaba embarazada.
»Un momento y todo se desplomó: cuerpo, mente, proyectos. Miradas incrédulas, piernas que temblaban, gritos y llantos infinitos. Todas las expectativas, los sueños, las mil preguntas se quedaron encerrados en un día entero pasado abrazados en la cama, mientras la racionalidad me llevaba a una decisión que preveía, responsabilidades que sentía que me aplastaban. Un peso enorme me acompañó esa tarde a casa, cuando decidí decírselo a mis padres. Ya sabía, dentro de mí, qué habrían respondido. Rápidamente me consolaron, diciendo que todo lo que es Vida ellos lo habrían aceptado y acogido como un don.
»El problema, entonces, fue otro: las convicciones que había tenido hasta ese día, las ideas, los valores de una vida se hicieron pedazos. Me impuse a mí misma no amar a ese pequeño ser, hacer ver que no era real, pensando así que habría sido más fácil para mí poner fin a su existencia; anulando corazón, mente y barriga también en la primera ecografía, cuando entendí que lo que yo no quería que fuera verdad tenía un corazoncito que latía y se movía; que era sólo un “granito de sangre”.
»Empezaron una serie de coloquios humillantes en las consultas de asistentes sociales y psicólogos, dispuestos a dar juicios sobre momentos de debilidad que me llevaron a pensar que si estaba allí, delante de ellos, es que no podría ser una “buena” madre, lo que era comprensible por mi edad.
»Llegué así, casi al final del segundo mes, a una sala de tribunal donde un juez escuchaba mi inadecuación para esta criatura, lo incómoda que era para mí, lo que le llevó a tomarse la responsabilidad de firmar una hoja que me permitía poner “fin” a esta pesadilla.
»Fui al hospital, dónde un médico buscaba frenéticamente un hueco, en ese libro enorme, para incluirme: un libro lleno de pasadas y futuras muertes de pequeños niños.
»Esperaba y mientras tanto no podía hacer otra cosa que recordar el primer beso con D.: recordar las miradas cómplices y felices, la alegría en las pocas palabras, que eran sólo nuestras, la alegría reflejada en sus ojos verdes… ¿Y si tenía los ojos verdes? ¿Esos mismos ojos que me habían hecho enamorar? ¿Quería de verdad hacer añicos tanta felicidad con el olor metálico y fastidioso de una sala de espera de hospital?
»Me dije que sí, también cuando me propusieron el 4 de febrero como fecha última para poner fin a todas mis preocupaciones. Después de una serie de ulteriores indicaciones, esperé a que llegara ese día, como conclusión de los tres meses más largos e inolvidables de mi vida. Y, en un abrir y cerrar de ojos, esa mañana llegó.
»No me levanté de la cama; me quedé allí, inmóvil, con las manos ancladas a mi barriga, en un nuevo sentido de protección hacia este niño que finalmente conseguía sentir como mío.
»Ahora sabía que no permitiría a nadie arrancármelo con hierros y tijeras, y tirarlo entre los desperdicios hospitalarios. ¡Era mío y lo quería!
»También ese día, como el primero, la cama fue una fortaleza de emociones, que compartí abrazada con quién estaba cambiando su vida junto a la mía, pero con una conciencia distinta, es decir, que nada habría ido mal porque, fuera como fuese, nuestro hijo vivía!
»Seis meses después, el 21 de agosto, nació nuestro hijo y desde ese momento, de tres personas pasamos a ser una. Ver sus ojitos, sus manitas, sus lágrimas, las primeras palabras junto a sus primeros pasos; el entusiasmo de verle correr hacia ti riendo fuerte sigue siendo, aún hoy, el don más bello que cada día nos regala.
»Yo tenía 15 años, D. 18, nuestra vida había cambiado totalmente, pero ¿qué puede cambiar por el simple hecho de que hay una personita más que te quiere? ¿Qué importancia puede tener si hay amor?
(Traducción de Helena Faccia Serrano)