Basta mirar, basta escuchar. Y toda la historia de Francesca Pedrazzini es para mirar, para escuchar: ella ha atravesado el mar de una enfermedad sin posibilidad de solución con la certeza de que Dios seguía estando a su lado. Viviendo así, hasta su último suspiro, ha dejado una huella imborrable en el corazón de muchas personas que la han acompañado en su calvario.
Tiene una familia hermosa. Es profesora de derecho en una escuela superior de Milán, está casada con Vincenzo, abogado, tienen tres hijos, es resuelta y apasionada de su trabajo y con los amigos, y sentía un amor especial por el mar de Grecia. Una vida constelada de superlativos absolutos.
Todo era “ísimo”: la pizza buenísima, la persona que había conocido era simpatiquísima y, a menudo, se convertía en amiguísima. Buscaba la felicidad en cualquier parte y si en algo percibía aunque fuera un destello, esa cosa se convertía en “ísima”.
Un día de febrero de 2011, al quitarse el jersey, nota un dolor en el seno. Una sospecha, después la visita ginecológica, las pruebas, el descubrimiento de un pequeño tumor, la operación quirúrgica, los médicos que la tranquilizan - «felicidades, se ha curado completamente, todo está bien».
En cambio, al cabo de unos meses, la enfermedad reaparece, los marcadores tumorales son elevados, «ha invadido todo, huesos e hígado también», se desahoga con una amiga. Francesca, con su marido, va a confiarse con el amigo Claudio, en el monasterio benedictino de la Cascinazza, a las afueras de Milán. Un dialogo esencial. «Rezamos por tu curación – le dice el monje – pero debes saber que si este milagro no sucede, habrá otro aún más grande».
Empieza un calvario: radioterapia, quimioterapia, los ingresos y los periodos transcurridos en casa entre la cama y el sofá, cortisona, hinchazones, complicaciones, los huesos que se convierten en cristal. Los amigos, muchísimos, la rodean, a ella y a su familia.
En un email escribe a Clara: «Estoy abrumada por la caridad que todos tienen hacia mí y, por tanto, del abrazo de Jesús. ¿Sabes que se envían un archivo en Excel con los turnos de mañana-mediodía-tarde-noche? Es increíble, sigue llamándome gente que quiere venir a verme».
«Abrumada». Lo dice también cuando sabe que el círculo de amigos se ha ampliado tanto que hay gente que reza y pide la gracia de su curación en América, Rusia, Líbano, Taiwán.
A Anna, otra amiga, le confía que «la misericordia de Dios es grande, porque no pasa un día en el que Él no me saque de la desesperación. Hay siempre una persona, una llamada telefónica, algo que leo que no permite que prevalezca la tristeza».
Su camino en el movimiento de Comunión y Liberación, que había conocido cuando era una chica joven y le había literalmente colmado la existencia, ayudándola a reconocer la presencia del Misterio en cada circunstancia, se hace más intenso, más verdadero.
Una frase de Julián Carrón, el sacerdote español que guía a Comunión y Liberación, y al cual le cuenta su enfermedad, se le queda impresa en el corazón: «Ves Francesca, todos nosotros somos enfermos crónicos. Pero tú tienes una ocasión más para tu crecimiento, que no puedes perder».
También cuando la enfermedad se vuelve más agresiva, Francesca quiere disfrutar de la vida hasta el fondo. A finales de julio de 2012, las últimas vacaciones en Cefalonia, en Grecia: «Quería contemplar el mar, tener delante la belleza – recuerda el marido –. La noche antes de volver la pasó despierta, en la terraza. Había una vista increíble, con la luna reflejada en el agua».
A los pocos días ingresa de nuevo en el hospital, en Milán, donde permanecerá hasta su muerte. El 22 de agosto no quiere visitas, quiere dedicar todo el día a sus hijos: Cecilia, de 9 años, Carlo de 6 y Sofía de 3. Charlas, bromas, adivinanzas, alguna lágrima.
A Cecilia, que se mete en su cama, le dice: «Voy a un lugar bellísimo, estoy contenta y tengo curiosidad. Te lo ruego, cuando vaya al Paraíso tenéis que hacer una bonita fiesta». Vincenzo, mirando hoy a sus hijos, comenta: «Están serenos, llenos de vida. La nostalgia está, pero no es un obstáculo. Mi mujer ha hecho por ellos ese día más de lo que una madre puede hacer en cincuenta años de amor y educación».
En el hospital están todos asombrados del espectáculo de tantos amigos alrededor de esa cama, hablando, riendo, llorando, rezando. Un médico le dice a la madre de Francesca: «No he visto nunca una fe como la de su hija. Me hubiera gustado conocerla un poco más. Dígale que cuando esté en el Paraíso se acuerde del último médico que la ha cuidado».
El 23 de agosto entra en coma, el tiempo se hace más breve. Vincenzo le da un beso y susurra en su oído: «No tengas miedo». Ella se despierta, abre los ojos y dice en voz alta: «No tengo miedo».
Son sus últimas palabras. Que se han convertido en el título de un libro escrito por Davide Perillo (Ediciones San Pablo), que recoge decenas de testimonios conmovedores y está vendiendo miles de copias.
La historia de Francesca ha marcado el corazón de muchas personas, ha favorecido el acercamiento a la fe de algunos, ha dejado con la boca abierta al taxista que acompañaba a una de sus amigas al funeral: «¡Qué aire de fiesta, pensaba que era una boda!».
Pequeños y grandes milagros cotidianos que siguen sucediendo. El monje benedictino que Francesca había ido a ver después de saber que tenía un tumor, le había dicho: «Rezamos por tu curación, pero debes saber que si este milagro no sucede, habrá otro aún más grande». Y así ha sido.
(Traducción de Helena Faccia Serrano)
Tiene una familia hermosa. Es profesora de derecho en una escuela superior de Milán, está casada con Vincenzo, abogado, tienen tres hijos, es resuelta y apasionada de su trabajo y con los amigos, y sentía un amor especial por el mar de Grecia. Una vida constelada de superlativos absolutos.
Todo era “ísimo”: la pizza buenísima, la persona que había conocido era simpatiquísima y, a menudo, se convertía en amiguísima. Buscaba la felicidad en cualquier parte y si en algo percibía aunque fuera un destello, esa cosa se convertía en “ísima”.
Un día de febrero de 2011, al quitarse el jersey, nota un dolor en el seno. Una sospecha, después la visita ginecológica, las pruebas, el descubrimiento de un pequeño tumor, la operación quirúrgica, los médicos que la tranquilizan - «felicidades, se ha curado completamente, todo está bien».
En cambio, al cabo de unos meses, la enfermedad reaparece, los marcadores tumorales son elevados, «ha invadido todo, huesos e hígado también», se desahoga con una amiga. Francesca, con su marido, va a confiarse con el amigo Claudio, en el monasterio benedictino de la Cascinazza, a las afueras de Milán. Un dialogo esencial. «Rezamos por tu curación – le dice el monje – pero debes saber que si este milagro no sucede, habrá otro aún más grande».
Empieza un calvario: radioterapia, quimioterapia, los ingresos y los periodos transcurridos en casa entre la cama y el sofá, cortisona, hinchazones, complicaciones, los huesos que se convierten en cristal. Los amigos, muchísimos, la rodean, a ella y a su familia.
En un email escribe a Clara: «Estoy abrumada por la caridad que todos tienen hacia mí y, por tanto, del abrazo de Jesús. ¿Sabes que se envían un archivo en Excel con los turnos de mañana-mediodía-tarde-noche? Es increíble, sigue llamándome gente que quiere venir a verme».
«Abrumada». Lo dice también cuando sabe que el círculo de amigos se ha ampliado tanto que hay gente que reza y pide la gracia de su curación en América, Rusia, Líbano, Taiwán.
A Anna, otra amiga, le confía que «la misericordia de Dios es grande, porque no pasa un día en el que Él no me saque de la desesperación. Hay siempre una persona, una llamada telefónica, algo que leo que no permite que prevalezca la tristeza».
Su camino en el movimiento de Comunión y Liberación, que había conocido cuando era una chica joven y le había literalmente colmado la existencia, ayudándola a reconocer la presencia del Misterio en cada circunstancia, se hace más intenso, más verdadero.
Una frase de Julián Carrón, el sacerdote español que guía a Comunión y Liberación, y al cual le cuenta su enfermedad, se le queda impresa en el corazón: «Ves Francesca, todos nosotros somos enfermos crónicos. Pero tú tienes una ocasión más para tu crecimiento, que no puedes perder».
También cuando la enfermedad se vuelve más agresiva, Francesca quiere disfrutar de la vida hasta el fondo. A finales de julio de 2012, las últimas vacaciones en Cefalonia, en Grecia: «Quería contemplar el mar, tener delante la belleza – recuerda el marido –. La noche antes de volver la pasó despierta, en la terraza. Había una vista increíble, con la luna reflejada en el agua».
A los pocos días ingresa de nuevo en el hospital, en Milán, donde permanecerá hasta su muerte. El 22 de agosto no quiere visitas, quiere dedicar todo el día a sus hijos: Cecilia, de 9 años, Carlo de 6 y Sofía de 3. Charlas, bromas, adivinanzas, alguna lágrima.
A Cecilia, que se mete en su cama, le dice: «Voy a un lugar bellísimo, estoy contenta y tengo curiosidad. Te lo ruego, cuando vaya al Paraíso tenéis que hacer una bonita fiesta». Vincenzo, mirando hoy a sus hijos, comenta: «Están serenos, llenos de vida. La nostalgia está, pero no es un obstáculo. Mi mujer ha hecho por ellos ese día más de lo que una madre puede hacer en cincuenta años de amor y educación».
En el hospital están todos asombrados del espectáculo de tantos amigos alrededor de esa cama, hablando, riendo, llorando, rezando. Un médico le dice a la madre de Francesca: «No he visto nunca una fe como la de su hija. Me hubiera gustado conocerla un poco más. Dígale que cuando esté en el Paraíso se acuerde del último médico que la ha cuidado».
El 23 de agosto entra en coma, el tiempo se hace más breve. Vincenzo le da un beso y susurra en su oído: «No tengas miedo». Ella se despierta, abre los ojos y dice en voz alta: «No tengo miedo».
Son sus últimas palabras. Que se han convertido en el título de un libro escrito por Davide Perillo (Ediciones San Pablo), que recoge decenas de testimonios conmovedores y está vendiendo miles de copias.
La historia de Francesca ha marcado el corazón de muchas personas, ha favorecido el acercamiento a la fe de algunos, ha dejado con la boca abierta al taxista que acompañaba a una de sus amigas al funeral: «¡Qué aire de fiesta, pensaba que era una boda!».
Pequeños y grandes milagros cotidianos que siguen sucediendo. El monje benedictino que Francesca había ido a ver después de saber que tenía un tumor, le había dicho: «Rezamos por tu curación, pero debes saber que si este milagro no sucede, habrá otro aún más grande». Y así ha sido.
(Traducción de Helena Faccia Serrano)