Delante del espejo, jugando con una pieza de jabón, Truman se dibuja un casco espacial y finge estar aterrizando en un planeta extraterrestre al que bautiza como Trumania. Antes de marcharse, le guiña un ojo a la cámara escondida frente a él, y dice: "Esta ha sido de regalo". Se trata de una de las escenas más conocidas de El show de Truman, una película genial que, conforme pasa el tiempo, desgraciadamente, se hace más actual.
Porque, mientras el mundo occidental avanza a pasos agigantados, sobretodo, en el plano tecnológico, van surgiendo todo tipo de dudas de carácter ético sobre si estos cambios son realmente beneficiosos o, por contra, a medio y largo plazo, podrían ser perjudiciales para toda la sociedad.
Una huella digital imborrable
En regiones como Madrid, por ejemplo, se acaba de anunciar IDentifica, un sistema de "identidad y firma digital" que permite depositar en una plataforma –como si de un vaciabolsillos de los que hay al llegar a casa se tratara– todos nuestros datos personales, desde tarjetas bancarias al DNI, pasando por los datos sanitarios, impuestos... o el abono transporte. Según sus ideólogos –las autoridades públicas–, nacería con el fin de ahorrarnos tiempo y de que abandonemos, a través del reconocimiento facial, ese sinfín de claves y contraseñas a las que estábamos acostumbrados hasta ahora.
Una herramienta que se suma al conocido como elDAS 2, una legislación de "identidad digital" que busca que cada persona física tenga su igual en el mundo digital. Un invento que promueve la Unión Europea, por ahora de forma voluntaria, que estará funcionando el próximo año. El "monedero" de identidad digital europea permitirá incluir muchos de lo que han denominado como atributos: historial médico, documentos de viaje, vacunas, documentación educativa, curriculum vitae digital o certificados de estudios. Un conjunto de información, tan personal y toda junta, que para algunos podría ser muy tentador tener.
Fue en el año 2021 cuando se presentó esta Identidad Digital Europea que habilita a los ciudadanos a realizar cualquier trámite, público o privado, con una presumible mayor seguridad y control de los datos. Sin embargo, según los expertos, este sistema tendría también graves fallas que podrían acarrear que toda la vida de una persona quedara conectada y con acceso a gobiernos, que tendrían capacidad, incluso, para interceptar sus comunicaciones.
Precisamente, uno de esos problemas está en el artículo 45 del reglamento, el que define los requisitos de los "certificados raíz", que serían aquellos que verifican que los usuarios de software y los sitios web son quienes dicen ser.
En la primera versión del eIDAS se interpretaba que tendríamos que tener navegadores donde las autoridades de certificación designadas por los Estados iban a venir preinstaladas. Pero no solo eso, sino que además los navegadores no podían implementar medidas de seguridad para comprobar la legitimidad de estos certificados. Y, además, el usuario no podría desinstalarlas del navegador sin la autorización del Estado.
Un serio peligro, ya que existen casos documentados donde la propia seguridad de algunas autoridades de certificación se ha visto comprometida. La autoridad controlada por el gobierno o cualquier proveedor de servicios podría entonces interceptar el tráfico web, no sólo de sus propios ciudadanos, sino de todos los ciudadanos de la UE, incluida información bancaria, información legalmente privilegiada, historiales médicos o fotos familiares.
Así, mientras este sistema digital permite combatir temas tan serios como el blanqueo de capitales o, algo más simple, como que nadie pueda cometer delitos virtuales suplantando nuestra identidad, por el otro, permite que hasta el último de nuestros movimientos quede registrado para las autoridades o, peor aún, para terceros que roben y utilicen esos datos tan sensibles, como pudieran ser empresas con fines comerciales.
La teoría de la identidad digital puede sonar bien para algunos, además, la tecnología avanza y no hay nadie, por ejemplo, que cuestione hoy avances como la imprenta, pero, lo que sí es cierto es que lanza muchas dudas. ¿Estarán seguros nuestros datos en manos de "algo" cuyo rostro, en verdad, no conocemos? ¿y si, aunque tuvieran realmente buenas intenciones, y solo quisieran hacernos la existencia más fácil –y no curiosear hasta el más mínimo detalle de nuestra vida–, ese sistema sufriera algún tipo de ataque indiscriminado y quedara todo en manos de los malos? ¿estaremos colaborando con algo poco ético?
Sin embargo, no queda ahí la cosa, a la identidad digital, que, presumiblemente, se irá extendiendo por el resto del mundo, se le ha unido, también, la intención de acabar con el dinero físico y su sustitución, en la práctica, por el llamado "euro digital", emitido por el Banco Central, y que, a diferencia de las transacciones virtuales que hacemos ahora, no podremos convertir nunca en efectivo. El dinero ya no será de papel o cobre, como lo conocimos hasta ahora, con todo lo que ello conlleva, sino que existirá únicamente una suerte de monedero virtual en el que estarían todos nuestros ahorros.
Y, bajo el mismo argumento de "hacernos la vida más fácil", a partir de su implementación, nos tocaría rezar para que no ocurrieran fallos técnicos, que no se fuera nunca la electricidad (como ocurrió en la DANA de Valencia), que a alguien no se le ocurriese hacer desaparecer el dinero "por arte de magia", o, incluso, como auguran los más retorcidos, que alguien hiciera "caducar" nuestros ingresos por no haber sido capaces de gastarlo "correctamente", por ejemplo, en comida ecológica o en un eficiente coche eléctrico. Por no hablar de la llegada de una guerra... donde los ahorros podrían ser directamente bloqueados o racionados en favor de lo que consideren oportuno las autoridades.
Por todo ello, en ReligiónEnLibertad nos hemos querido formular algunos de estos debates éticos que se abren para los católicos, a raíz de la llegada de todas estas nuevas tecnologías.
1-Pérdida de privacidad
Lo primero que hay que decir es que con un sistema en el que el dinero fuera totalmente digital, cada transacción quedaría debidamente registrada. Esto podría llevar a una falta de privacidad total y a la posibilidad de que las autoridades o empresas rastrearan hasta el último céntimo de los gastos de las personas o instituciones, incluidas las católicas.
Es más, en el caso de los católicos, a esta pérdida de privacidad, se le aumenta un componente ético nada desdeñable, ya que aquello de que "no sepa tu mano derecha lo que hace la izquierda" sería prácticamente imposible de practicar. Todas nuestras obras de caridad habrían recibido ya nuestro premio en esta tierra y no, como bien indica la Biblia, en el más allá... aunque también pudiera ser. De la caridad discreta se pasaría entonces a un cierto exhibicionismo filántropo con fines, en muchos casos, desgravatorios.
Por su parte, en el caso de la identidad digital que han puesto en marcha las autoridades europeas, las preguntas serían: ¿y si el sistema sufriera algún tipo de hackeo informático?, ¿a qué manos podrían ir a parar los datos de los fieles católicos? Por ejemplo, ¿y si determinada célula de hackers yihadista se hiciera con toda la información de un laico, sacerdote o religiosa? ¿qué suerte correría la vida de todas estas personas?
Pero, no solo eso, si un Papa, un obispo o un reconocido católico cuestionara determinados postulados que a las autoridades del momento –o a los que roben los datos que almacenan las autoridades–, no les convenga... ¿se podrían filtrar a terceros estos datos, extraídos de su propia identidad digital o fruto del rastro digital que se deja a causa del fin del dinero físico?
2. Acceso desigual
Otra problemática de estas nuevas tecnologías es que no todas las personas tienen el acceso necesario para participar en un sistema de dinero digital o para hacer uso de su identidad digital. Esto puede afectar a los más vulnerables, incluidos algunos miembros de la comunidad católica, muchas son personas sin recursos o de edades avanzadas que, en el caso del dinero digital, suelen depender del efectivo para hacer sus transacciones más cotidianas. Todo esta falta de acceso o dominio de las tecnologías incrementaría a la larga la desigualdad entre los católicos.
3. Control y manipulación
También se debe explicar que un sistema de dinero digital podría ser susceptible de abusos de poder, donde las instituciones pueden tener la capacidad de congelar cuentas o restringir el acceso a fondos, lo que podría afectar a la capacidad de las personas para ejercer su fe y realizar donaciones, y a la Iglesia a hacer obras de caridad.
Pensemos, por ejemplo, que se instaura un régimen profundamente anticlerical, algunos de esos "chantajes" a los católicos podrían ser, por ejemplo: si usted no acepta, o incluso no defiende, la ideología de género o el "derecho" al aborto libre, sus ahorros podrían ser retenidos o se le impediría hacer operaciones en determinado espacio de tiempo.
O, también, riesgos tan importantes para el ser mismo de la Iglesia como el no poder financiar determinados apostolados que se escapen de "lo conveniente" en un momento dado. Si usted intentase ayudar económicamente a una mujer para que no aborte, a una prostituta para salir de la calle, a un inmigrante irregular... o a una persona con adicciones –con gastos debidamente rastreados en alcohol o drogas, por ejemplo– su donativo podría ser bloqueado inmediatamente. Y, así, infinidad de casos.
4. Desconexión de la comunidad:
Este punto, en principio, sería solo aplicable al fin del dinero físico. Las donaciones y el apoyo a la comunidad hasta ahora siempre se han realizado en "efectivo", es decir, viéndole la cara a la persona necesitada, interesándose por su situación, dándole compañía, incluso aportando un poco de calor y afecto.
La transición a un sistema 100% digital podría cambiar la forma en que las personas, y los católicos en particular, se conectaran entre sí y apoyaran a su iglesia local o a sus comunidades.
5. Pérdida del valor del trabajo
El dinero físico tiene, también, un valor tangible, no son simples numeritos. Con su eliminación, se podría desvirtuar el valor del trabajo, de la economía familiar, del enorme esfuerzo de algunos por salir adelante o del compartir los bienes con nuestros hermanos. Ojos que no ven, corazón que no siente.
Además, las transacciones virtuales pueden ser más abstractas para muchas personas. No ver el dinero físico puede llevar a una desconexión del valor real del dinero, fomentando un comportamiento más impulsivo o irresponsable. Esto podría potenciar el consumismo o la búsqueda del placer inmediato, en contraposición a los valores cristianos.
Pero, no solo eso, si la moneda fuera solo el llamado "Euro digital", en una situación de crisis económica, a alguien se le podría ocurrir, también, que tus ingresos fueran "caducables" o "programables", con el consiguiente imperativo de que gastases sin sentido y así poder incentivar el consumo de un país.
Por ejemplo, los pagos de subvenciones en dinero digital podrían limitarse únicamente a la finalidad de la subvención (un subsidio educativo podría gastarse sólo en material escolar) o a determinados tipos de financiación. Sin embargo, tampoco hay nada que impida que esta programación controle las compras y vigile los movimientos de los poseedores de moneda digital. Esta programación podría usarse incluso para emitir la llamada "moneda fundible", es decir, con fecha de caducidad, tras la cual la moneda ya no se puede utilizar.
6. Ética y moralidad:
Por último, hay que decir que algunos católicos pueden tener preocupaciones lógicas sobre cómo se gestionan y utilizan sus datos en un sistema de identidad digital, especialmente si se utilizan para fines que no se alinean con sus valores y creencias.
Aunque, es cierto, que, en todos estos temas, muchos católicos, y personas en general, suelen acabar diciendo que, en realidad, "no son gente tan importante", o que, "si desean conocer sus vidas, que lo hagan", y que "el que nada oculta nada teme". También es verdad que la identidad digital o el fin del dinero físico nos podrían llevar a un futuro de auténtico Gran Hermano, a un Show de Truman donde solo habría cabida para practicar un bien o un mal que alguien ha definido previamente.