Miles de fieles han recibido al Santo Padre en la plaza de San Pedro, como cada miércoles por la mañana para la audiencia general. Banderas de multitud de países, pancartas con mensajes de cariño al Pontífice y pañoletas de colores de distintos grupos animaban el colorido mientras que las voces coreaban “¡Francisco, Francisco!” a su paso con el papamóvil. Como es habitual, el Santo Padre se detenía a besar a los niños más pequeños que le acercaban desde las primeras filas.

En la catequesis de esta semana, el Santo Padre ha proseguido con la reflexiones sobre la familia, hoy en concreto ha hablado sobre el don del perdón recíproco.

De este modo, el Papa ha indicado en el resumen que ha hecho en español: “Queridos hermanos y hermanas: la Asamblea del Sínodo de los Obispos ha terminado hace poco y me ha entregado un texto, que aún debo meditar. Pero, entretanto, la vida continúa, sobre todo la vida de las familias”.

El Papa ha asegurado que “no se puede vivir sin perdonarse, o al menos no se puede vivir bien, especialmente en familia”.

Todos los días -ha asegurado- nos hacemos daño de una u otra manera. Pero lo que se nos pide es curar inmediatamente las heridas que nos causamos y restaurar los vínculos que se han dañado. Por eso, el Pontífice ha explicado que “si esperamos demasiado, todo es más difícil. Y hay un remedio muy simple: no dejar que termine el día sin pedir disculpas, sin hacer las paces, de los padres entre sí y con los hijos, también entre los hermanos. Y para esto no hace falta una gran discurso, basta una palmada y ya está. De este modo el matrimonio y la familia se hacen una casa más sólida, resistente a nuestras pequeñas y grandes fechorías”.

Para concluir, ha precisado que “el Sínodo ha visto en la capacidad de perdonar y perdonarse no sólo una manera de evitar las divisiones en familia, sino también una aportación a la sociedad, para que sea menos malvada y cruel”.

Y ha añadido que “ciertamente, las familias cristianas pueden hacer mucho por la sociedad y por la Iglesia”. Por eso, ha manifestado su deseo de “que en el Jubileo Extraordinario de la Misericordia las familias descubran de nuevo el tesoro del perdón recíproco”.

A continuación, ha saludado a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Pidamos a la Virgen María -ha invitado- que nos ayude a vivir cada vez más la experiencia del perdón y de la reconciliación.

Tras el resumen de la catequesis en las distintas lenguas ha dirigido unas palabras a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. De este modo ha recordado que el martes se celebró la memoria de san Martín de Porres.

Por eso ha pedido que “su gran caridad sea ejemplo para vosotros, queridos jóvenes, para vivir la vida como donación”. Así como ha deseado que “su abandono en Cristo Salvador os sostenga a vosotros, queridos enfermos, en los momentos más difíciles del sufrimiento” y “que su vigor espiritual dé fuerza a vosotros, queridos recién casados, en vuestro camino conyugal”.



¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
La Asamblea del Sínodo de los Obispos, que ha terminado hace poco, ha reflexionado a fondo sobre la vocación y la misión de la familia en la vida de la Iglesia y de la sociedad contemporánea. Ha sido un evento de gracia.

Al final, los padres sinodales han entregado el texto de sus conclusiones. He querido que se publicara para que todos fueran partícipes del trabajo que nos ha ocupado durante dos años. Este no es el momento de examinar tales conclusiones, sobre las que yo mismo debo meditar.

Pero mientras tanto, la vida no se detiene, ¡en particular la vida de la familia no se detiene! Vosotras, queridas familias, estáis siempre en camino. Y continuamente escribís ya en las páginas de la vida concreta la belleza del Evangelio de la familia. En un mundo que a veces se hace árido de vida y de amor, vosotros cada día habláis del gran don que son el matrimonio y la familia.

Hoy quisiera subrayar este aspecto: que la familia es un gran gimnasio de entrenamiento para el don y el perdón recíproco, sin el cual ningún amor puede durar mucho. En la oración que Él mismo nos ha enseñado --el Padre Nuestro-- Jesús nos hace pedir al Padre: “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.

Y al final comenta: Si perdonan sus faltas a los demás, el Padre que está en el cielo también los perdonará a ustedes. Pero si no perdonan a los demás, tampoco el Padre los perdonará a ustedes” (Mt 6,12.1415). No se puede vivir sin perdonarse, o al menos no se puede vivir bien, especialmente en familia. Cada día nos hacemos daño los unos a los otros. Debemos tener en cuenta estos errores, que se deben a nuestra fragilidad y a nuestro egoísmo. Se nos pide que curemos las heridas que hacemos, tejer de inmediato los hilos que rompemos.

Si esperemos mucho, todo se hace más difícil. Y hay un secreto sencillo para sanar las heridas y para disolver las acusaciones. Y es este: no dejar que termine el día sin pedirse perdón, sin hacer la paz entre el marido y la mujer, entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas… ¡entre nuera y suegra! Si aprendemos a pedirnos inmediatamente perdón y a darnos el perdón recíproco, sanan las heridas, el matrimonio se robustece, y la familia se transforma en una casa más sólida, que resiste a los choques de nuestras pequeñas y grandes maldades.

Y para esto no es necesario hacer un gran discurso, sino que es suficiente una caricia, una caricia y ha terminado todo y se comienza de nuevo, pero no terminar el día en guerra, ¿entienden?

Si aprendemos a vivir así en familia, lo hacemos también fuera, allá donde estemos. Es fácil ser escépticos sobre esto. Muchos --también entre los cristianos-- piensan que es una exageración. Se dice: sí, son palabras bonitas, pero es imposible ponerlo en práctica. Pero gracias a Dios no es así. De hecho, es precisamente recibiendo el perdón de Dios que a la vez somos capaces de perdonar a los otros. Por esto Jesús nos hace repetir estas palabras cada vez que recitamos la oración del Padre Nuestro, es decir, cada día. Y es indispensable que, en una sociedad a veces despiadada, haya lugares, como la familia, donde aprender a perdonarse los unos a los otros.

El Sínodo ha revivido nuestra esperanza también en esto: la capacidad de perdonar y de perdonarse forma parte de la vocación y de la misión de la familia. La práctica del perdón no solo salva las familias de las divisiones, sino que las hace capaces de ayudar a la sociedad a ser menos malvada y menos cruel.

Sí, cada gesto de perdón repara la casa de las grietas y refuerza sus muros. La Iglesia, queridas familias, está siempre a su lado para ayudarlos a construir su casa sobre la roca de la cual ha hablado Jesús. Y no olvidemos estas palabras que preceden inmediatamente la parábola de la casa: «No son los que me dicen: “Señor, Señor”, los que entrarán en el Reino de los Cielos, sino los que cumplen la voluntad de mi Padre». Y añade: «Muchos me dirán en aquel día: “Señor, Señor, ¿acaso no profetizamos en tu Nombre? ¿No expulsamos a los demonios en tu Nombre?” Entonces yo les manifestaré: «Jamás los conocí» (cfr Mt 7,21-23). Es una palabra fuerte, no hay duda, que tiene por objetivo sacudirnos y llamarnos a la conversión.

Os aseguro, queridas familias cristianas, que si sois capaces de caminar cada vez más decididas sobre el camino de las bienaventuranzas, aprendiendo y enseñando a perdonarse recíprocamente, en toda la gran familia de la Iglesia crecerá la capacidad de dar testimonio a la fuerza renovadora del perdón de Dios.

Diversamente, haremos predicaciones también muy bonitas, y quizá expulsemos algún demonio, ¡pero al final el Señor no nos reconocerá como sus discípulos!

Realmente las familias cristianas pueden hacer mucho por la sociedad de hoy, y también por la Iglesia. Por eso deseo que en el Jubileo de la Misericordia las familias redescubran el tesoro del perdón recíproco. Recemos para que las familias sean cada vez más capaces de vivir y de construir caminos concretos de reconciliación, donde nadie se sienta abandonado al peso de sus ofensas.

Y con esta intención, decimos juntos: “Padre nuestro, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”. Digámoslo juntos: “Padre nuestro, perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a quienes nos ofenden”. Gracias.