Durante su recorrido en papamóvil por los pasillos de la plaza, los peregrinos se mostraban entusiasmados, y agitaban con alegría sus banderas y pancartas con mensajes de cariño y cercanía al Santo Padre.
Tras escuchar la lectura correspondiente, el Papa ha pronunciado su habitual catequesis. En el resumen hecho en español, ha indicado “queridos hermanos y hermanas: Reflexionamos hoy acerca de la fidelidad a la promesa de amor entre el hombre y la mujer sobre la cual está fundada la familia, y que lleva en sí el compromiso de acoger y educar a los hijos, cuidar de los padres ancianos y de los miembros más débiles de la familia, ayudándose mutuamente a desarrollar las propias cualidades y a aceptar las limitaciones”.
En la actualidad, ha asegurado el Santo Padre, “algunos factores como la búsqueda a toda costa de la propia satisfacción, o la exaltación innegociable de la libertad, han debilitado la fidelidad a esta promesa, deshonrando la fidelidad con el incumplimiento de las promesas o siendo muy indulgentes con la inobservancia de la palabra dada”.
Y así, ha proseguido recordando que “es necesario restituir el honor social a la fidelidad del amor, sabedores de que la fidelidad del hombre a la promesa depende siempre de la gracia y de la misericordia de Dios, y de que el vínculo que se crea por el amor o la amistad es bello y nunca destruye la libertad. Al contrario libertad y fidelidad se sostienen mutuamente tanto en las relaciones interpersonales como en las sociales”.
Para finalizar, el Pontífice ha afirmado que “la familia juega un papel muy importante en todo esto, pues, mediante el amor y la generación, se convierte en transmisora de esa sorprendente obra maestra de humanidad que es la fidelidad, vivida como una bendición perenne de Dios, y que expresa también de forma misteriosa la relación de Cristo con la Iglesia”.
A continuación, ha saludado a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. A ellos, les ha invitado a rezar por los Padres del Sínodo, “que el Señor bendiga su trabajo, desarrollado con fidelidad creativa y con la firme esperanza de que el Señor es el primero en ser fiel a sus promesas. Que Dios los bendiga”.
Tras los saludos en las distintas lenguas, el Santo Padre ha dirigido unas palabras en especial para los jóvenes, los enfermos y los recién casados. Recordando que este jueves se celebra la memoria litúrgica de san Juan Pablo II, ha pedido a los jóvenes que el testimonio de vida del Papa polaco “sea ejemplo para vuestro camino”. A lo enfermos les ha pedido llevar con alegría la cruz del sufrimiento como él nos ha enseñado”. Y finalmente ha invitado a los recién casados a que pidan su intercesión para que en “vuestra nueva familia no falte nunca el amor”.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la pasada meditación hemos reflexionado sobre las promesas importantes que los padres hacen a los niños, desde que ellos han sido pensados en el amor y concebidos en el vientre.
Podemos añadir que, mirándolo bien, toda la realidad familiar está fundada en la promesa: pensar bien esto, la identidad familiar está fundada en la promesa. Se puede decir que la familia vive de la promesa de amor y de fidelidad que el hombre y la mujer se hacen el uno al otro. Esta conlleva el compromiso de acoger y educar a los hijos; pero se lleva a cabo también en el cuidar a los padres ancianos, en el proteger y asistir a los miembros más débiles de la familia, en el ayudarse unos a otros para realizar las propias cualidades y aceptar los propios límites.
Y la promesa conyugal se extiende para compartir las alegrías y los sufrimientos de todos los padres, las madres y los niños, con generosa apertura en lo relacionado con la convivencia humana y el bien común. Una familia que se cierra en sí misma es como una contradicción, una mortificación de la promesa que la ha hecho nacer y la hace vivir. No olvidar nunca la identidad de la familia siempre es una promesa que se extiende y extiende a toda la familia y también a toda la humanidad.
En nuestros días, el honor de la fidelidad a la promesa de la vida familiar se presenta muy debilitada.
Por una parte, por una malentendido derecho de buscar la propia satisfacción, a toda costa y en cualquier relación, se exalta como un principio no negociable de la libertad. Por otro lado, porque se fían exclusivamente de las constricciones de la ley los vínculos de la vida de relación y del compromiso por el bien común.
Pero, en realidad, nadie quiere ser amado solo por los propios bienes o por obligación. El amor, como también la amistad, deben su fuerza y su belleza precisamente a este hecho: que generan una unión sin quitar la libertad. El amor es libre, la promesa de la familia es libre. Y esta es la belleza. Sin la libertad no hay amistad, sin libertad no hay amor, sin libertad no hay matrimonio. Por tanto, libertad y fidelidad no se oponen la una a la otra, es más, se sostienen la una a la otra, tanto en las relaciones personales, como en las sociales. De hecho, pensemos en los daños que producen, en la civilización de la comunicación global, la inflación de promesas mantenidas, en varios campos y la indulgencia por la infidelidad a la palabra dada y a los compromisos tomados.
Sí, queridos hermanos y hermanas, la fidelidad es una promesa de compromiso que se auto-cumple, creciendo en la libre obediencia a la palabra dada.
La fidelidad es una confianza que “quiere” ser realmente compartida, y una esperanza que “quiere” ser cultivada junta. Y hablando de fidelidad me viene a la mente lo que nuestros ancianos , nuestros abuelos cuentan ‘esos tiempos cuando se hacía un acuerdo, un apretón de manos era suficiente, porque había fidelidad a las promesas’.
Y esto que es un hecho social también tiene su origen en la familia, en el apretón de manos del hombre y la mujer para ir adelante juntos toda la vida. ¡La fidelidad a las promesas es una verdadera obra maestra de la humanidad!
Si miramos a su belleza audaz, estamos asustados, pero si despreciamos su valiente tenacidad, estamos perdidos. Ninguna relación de amor --ninguna amistad, ninguna forma de querer, ninguna felicidad del bien común-- alcanza a la altura de nuestro deseo y de nuestra esperanza, si no llega a habitar este milagro del alma.
Y digo “milagro”, porque la fuerza y la persuasión de la fidelidad, a pesar de todo, no termina de encantarnos y de sorprendernos. El honor a la palabra dada, la fidelidad a la promesa, no se pueden comprar y vender. No se pueden obligar con la fuerza, pero tampoco cuidar sin sacrificio.
Ninguna otra escuela puede enseñar la verdad del amor, si la familia no lo hace. Ninguna ley puede imponer la belleza y la herencia de este tesoro de la dignidad humana, si la unión personal entre amor y generación no la escribe en nuestra carne.
Hermanos y hermanas, es necesario restituir el honor social a la fidelidad del amor, restituir honor social a la fidelidad del amor.
Es necesario restar clandestinidad al milagro cotidiano de millones de hombres y mujeres que regeneran su fundamento familiar, del cuál vive cada sociedad, sin estar en grado de garantizarlo de ninguna manera. No es casualidad, este principio de fidelidad a la promesa del amor y de la generación está escrito en la creación de Dios como una bendición perenne, a la cual está confiada el mundo.
Si san Pablo puede afirmar que en la unión familiar está misteriosamente revelada una verdad decisiva también para la unión del Señor y de la Iglesia, quiere decir que la Iglesia misma encuentra aquí una bendición para cuidar y de la cual siempre se aprende, antes aún de enseñarla. Nuestra fidelidad a la promesa está siempre confiada a la gracia y la misericordia de Dios. El amor por la familia humana, en la buena y en la mala suerte, ¡es un punto de honor para la Iglesia! Dios nos conceda estar a la altura de esta promesa.
Y rezamos por los Padres del Sínodo: el Señor bendiga su trabajo, desempeñado con fidelidad creativa, en la confianza que Él el primero, el Señor, es fiel a sus promesas. Gracias