Francisco ofició la misa, que concelebró a su derecha el cardenal Dolan, en latín e inglés, haciéndose las preces en chino, francés e italiano y leyendo él su homilía en español. Todo el rito de comunión estuvo luego acompañado por canto gregoriano.
El Papa glosó el texto del día de Isaías: "El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz" (Is 9,1). Y lo hizo con un toque de humor que agradecieron los asistentes con una ovación, al referirse a esa luz capaz de vencer al smog, la célebre capa de contaminación que caracteriza las grandes ciudades, y en particular la populosa Gran Manzana.
"El pueblo de Dios es invitado en cada época histórica a contemplar esta luz, luz que quiere iluminar a las naciones y llegar a cada rincón de esta ciudad, a nuestros conciudadanos, a cada espacio de nuestra vida", dijo. Esa idea de "llegar" fue el leit motiv de la homilía, como expresión del mandato apostólico.
Porque si, por un lado, "las grandes ciudades son un recuerdo de la riqueza que esconde nuestro mundo" por cuanto "parecen presentar la pluralidad de maneras que los seres humanos hemos encontrado de responder al sentido de la vida en las circunstancias en las que nos encontrábamos", por otro lado "esconden el rostro de tantos que parecen no tener ciudadanía o ser ciudadanos de segunda categoría", rostros que quedan "silenciados por no tener derecho a ciudadanía, no tener derecho a ser parte de la ciudad, los extranjeros, sus hijos y no solo que no logran la escolarización, los privados de seguros médicos, los sin techo, los ancianos solos"...
Todo un elenco de grupos que, "en un anonimato ensordecedor, se convierten en parte de un paisaje humano que lentamente se va naturalizando ante nuestros ojos y, especialmente, en nuestro corazón".
Para todos ellos, Jesús es la esperanza, pues "saber que Jesús sigue caminando en nuestras calles mezclándose vitalmente con su pueblo, implicándose e implicando a las personas en una única historia de salvación, nos llena de esperanza, una esperanza que nos libera de esa fuerza que nos impulsa a asilarnos, a desentendernos de la vida de los demás, de la vida de nuestra ciudad".
Esa esperanza "no tiene miedo a involucrarse actuando como fermento en los lugares donde nos toque vivir y actuar". E invitó a "ver en medio del smog la presencia de Dios, que sigue caminando en la ciudad, porque Dios está en la ciudad".
Ese Jesús "vivo y actuante en nuestras ciudades pluriculturales" lo describe Isaías como "consejero maravilloso, Dios fuerte, padre para siempre y príncipe de la paz".
Cuando en el Evangelio muchos acuden a Nuestro Señor a preguntarle qué debemos hacer, "el primer movimiento que Jesús genera con su respuesta es proponer, motivar e incitar a sus discípulos a ir, a salir; los empuja a ir al encuentro de los otros, donde realmente están, y no donde nos gustaría que estuviesen".
Por eso reiteró: "Vayan una y otra vez, vayan sin miedo, vayan sin asco, vayan y anuncien esta alegría que es para todo el pueblo. En Jesús Dios se hizo el Emanuel, el Dios con nosotros, el Dios que camina a nuestro lado, que se mezcla en nuestras casas, en nuestras ollas como le gustaba decir a Santa Teresa de Jesús. Vayan y anuncien, vayan y vivan que Dios está en medio de ustedes como un Padre misericordioso que sale todas las mañanas y todas las tardes para ver si su hijo vuelve a casa y, apenas lo ve venir, corre a abrazarlo".
Hay que llevar esa "buena noticia a los pobres, alivio a los afligidos, libertad a los oprimidos, consuelo para los tristes": "El andar hacia los otros para compartir la buena nueva de que Dios es nuestro Padre que camina a nuestro lado y nos libera del anonimato de una vida sin rostros, una vida vacía, y nos introduce en la escuela del encuentro, nos libera de la guerra de la competencia, de la autorreferencialidad, para abrirnos al camino de la paz. Esa paz que nace del reconocimiento del otro, esa paz que surge en el corazón al mirar especialmente al más necesitado como a un hermano".
"Dios vive en nuestras ciudades", concluyó el Papa, donde la Iglesia "quiere ser fermento en la masa, mezclarse con todos acompañando a todos anunciando la maravilla de aquel que es consejero maravilloso, Dios fuerte, padre para siempre y príncipe de la paz".
Antes de la bendicion final, el cardenal Dolan dirigió unas palabras al Pontífice que empezaron así: "Papa Francesco [dijo en italiano], en cada misa, cada día, pedimos por, y en unión con, nuestro Papa Francisco... ¡y hoy está aquí!". A estas palabras siguió una ovación de casi dos minutos , tras lo cual el arzobispo de Nueva York puntualizó con alegría: "¡Está claro lo mucho que le damos la bienvenida, que le amamos, que le necesitamos, que le agradecemos la visita!".
Luego Dolan hizo un repaso de lo que el Papa había visto en los calurosos recibimientos del día, y nombró a todos los grupos de personas que ese día estaban allí, siendo interrumpido varias veces por los aplausos. Y concluyó: "La Iglesia es nuestra familia. Santo Padre, gracias por visitar a nuestra familia".
Tras lo cual el entusiasmo se desbordó mientras el purpurado neoyorquino hacía entrega al Pontífice de un cáliz como obsequio de la diócesis.
Cuando ya se había hecho el silencio en el Madison Square Garden y Francisco se disponía a impartir la bendición, una voz lo quebró de nuevo gritando en español un poderoso "¡Viva el Papa!" que fue respondido por todos con un "¡Viva!" y suscitó una nueva ovación.
Estamos en el Madison Square Garden, lugar emblemático de esta ciudad, sede de importantes encuentros deportivos, artísticos, musicales, que logra congregar a personas provenientes de distintas partes, y no solo de esta ciudad, sino del mundo entero. En este lugar que representa las distintas facetas de la vida de los ciudadanos que se congregan por intereses comunes, hemos escuchado: «El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz» (Is 9,1). El pueblo que caminaba, el pueblo en medio de sus actividades, de sus rutinas; el pueblo que caminaba cargando sobre sí sus aciertos y sus equivocaciones, sus miedos y sus oportunidades, ese pueblo ha visto una gran luz. El pueblo que caminaba con sus alegrías y esperanzas, con sus desilusiones y amarguras, ese pueblo ha visto una gran luz.
El Pueblo de Dios es invitado en cada época histórica a contemplar esta luz. Luz que quiere iluminar a las naciones. Así, lleno de júbilo, lo expresaba el anciano Simeón. Luz que quiere llegar a cada rincón de esta ciudad, a nuestros conciudadanos, a cada espacio de nuestra vida.
«El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz». Una de las particularidades del pueblo creyente pasa por su capacidad de ver, de contemplar en medio de sus «oscuridades» la luz que Cristo viene a traer. Ese pueblo creyente que sabe mirar, que saber discernir, que sabe contemplar la presencia viva de Dios en medio de su vida, en medio de su ciudad. Con el profeta hoy podemos decir: el pueblo que camina, respira, vive entre el «smog», ha visto una gran luz, ha experimentado un aire de vida.
Vivir en una ciudad es algo bastante complejo: contexto pluricultural con grandes desafíos no fáciles de resolver. Las grandes ciudades son recuerdo de la riqueza que esconde nuestro mundo: la diversidad de culturas, de tradiciones e de historias. La variedad de lenguas, de vestidos, de alimentos. Las grandes ciudades se vuelven polos que parecen presentar la pluralidad de maneras que los seres humanos hemos encontrado de responder al sentido de la vida en las circunstancias donde nos encontrábamos. A su vez, las grandes ciudades esconden el rostro de tantos que parecen no tener ciudadanía o ser ciudadanos de segunda categoría. En las grandes ciudades, bajo el ruido del tránsito, bajo «el ritmo del cambio», quedan silenciados tantos rostros por no tener «derecho» a ciudadanía, no tener derecho a ser parte de la ciudad –los extranjeros, sus hijos (y no solo) que no logran la escolarización, los privados de seguro médico, los sin techo, los ancianos solos–, quedando al borde de nuestras calles, en nuestras veredas, en un anonimato ensordecedor. Y se convierten en parte de un paisaje urbano que lentamente se va naturalizando ante nuestros ojos y especialmente en nuestro corazón.
Saber que Jesús sigue caminando en nuestras calles, mezclándose vitalmente con su pueblo, implicándose e implicando a las personas en una única historia de salvación, nos llena de esperanza, una esperanza que nos libera de esa fuerza que nos empuja a aislarnos, a desentendernos de la vida de los demás, de la vida de nuestra ciudad. Una esperanza que nos libra de «conexiones» vacías, de los análisis abstractos o de las rutinas sensacionalistas. Una esperanza que no tiene miedo a involucrarse actuando como fermento en los rincones donde nos toque vivir y actuar. Una esperanza que nos invita a ver en medio del «smog» la presencia de Dios que sigue caminando en nuestra ciudad, porque Dios está en la ciudad.
¿Cómo es esta luz que transita nuestras calles? ¿Cómo encontrar a Dios que vive con nosotros en medio del «smog» de nuestras ciudades? ¿Cómo encontrarnos con Jesús vivo y actuante en el hoy de nuestras ciudades pluriculturales?
El profeta Isaías nos hará de guía en este «aprender a mirar». Habló de la luz que es Jesús y ahora nos presenta a Jesús como «Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz» (9,5-6). De esta manera, nos introduce en la vida del Hijo para que también esa sea nuestra vida.
«Consejero maravilloso». Los Evangelios nos narran cómo muchos van a preguntarle: «Maestro, ¿qué debemos hacer?». El primer movimiento que Jesús genera con su respuesta es proponer, incitar, motivar. Propone siempre a sus discípulos ir, salir. Los empuja a ir al encuentro de los otros, donde realmente están y no donde nos gustarían que estuviesen. Vayan, una y otra vez, vayan sin miedo, vayan sin asco, vayan y anuncien esta alegría que es para todo el pueblo.
«Dios fuerte». En Jesús Dios se hizo el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, el Dios que camina a nuestro lado, que se ha mezclado en nuestras cosas, en nuestras casas, en nuestras «ollas», como le gustaba decir a santa Teresa de Jesús.
«Padre para siempre». Nada ni nadie podrá apartarnos de su Amor. Vayan y anuncien, vayan y vivan que Dios está en medio de ustedes como un Padre misericordioso que sale todas las mañanas y todas las tardes para ver si su hijo vuelve a casa, y apenas lo ve venir corre a abrazarlo. Esto es lindo. Un abrazo que busca asumir, busca purificar y elevar la dignidad de sus hijos. Padre que, en su abrazo, es «buena noticia a los pobres, alivio de los afligidos, libertad a los oprimidos, consuelo para los tristes» (Is 61,1).
«Príncipe de la paz». El andar hacia los otros para compartir la buena nueva que Dios es nuestro Padre, que camina a nuestro lado, nos libera del anonimato, de una vida sin rostros, una vida vacía y nos introduce en la escuela del encuentro. Nos libera de la guerra de la competencia, de la autorreferencialidad, para abrirnos al camino de la paz. Esa paz que nace del reconocimiento del otro, esa paz que surge en el corazón al mirar especialmente al más necesitado como a un hermano.
Dios vive en nuestras ciudades, la Iglesia vive en nuestras ciudades y Dios y la Iglesia que viven en nuestras ciudades quieren ser fermento en la masa, quieren mezclarse con todos, acompañando a todos, anunciando las maravillas de Aquel que es Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre para siempre, Príncipe de la paz.
«El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz» y nosotros, cristianos, somos testigos.