La mañana del miércoles 9 de septiembre, en la Puerta de Santa Ana del Vaticano, subí a un coche con el que un oficial de la Guardia Suiza, circulando por el laberinto de avenidas de los célebres jardines, me llevó al Monasterio llamado de Maria Mater Ecclesiae. Como saben, éste es el lugar elegido por el Papa emérito para vivir orando y estudiando después de su clamorosa renuncia. Una de las cuatro Memores Domini (la familia religiosa inspirada por don Luigi Giussani) que cuidan a Benedicto XVI me dio la bienvenida y me hizo pasar a un salón del primer piso desde el que se ve toda la Cúpula. Unos minutos más tarde, subí en ascensor y me encontré ante un Benedicto XVI solo, sonriente, esperándome en el umbral de su estudio.
Mi colaboración profesional primero y la posterior amistad con Joseph Ratzinger se remonta a principios de los años ochenta cuando, juntos, preparamos ese Informe sobre la fe que escandalizó a toda la Iglesia. A partir de entonces nos vimos bastante a menudo. Pero cuando fue elegido Papa respeté sus opresivos compromisos, no pedí audiencia y sólo le vi una vez cuando él mismo quiso verme después de la publicación de Por qué creo, el libro que acababa de escribir con Andrea Tornielli.
Luego respeté su retiro pero es obvio que la invitación, que me llegó a través de su secretario, para volvernos a ver y hablar entre nosotros, en confianza, me ha causado inmenso placer. Desde que me llegó esta invitación pensé que era mi deber no ponerle en una situación incómoda con preguntas de periodista indiscreto, como su relación con su sucesor o los "verdaderos" motivos de su renuncia. Por lo tanto, pido que se abstengan los habituales amantes de intrigas y conspiraciones que piensen que detrás de este encuentro haya "vete a saber qué motivo".
Mientras me inclinaba para besarle la mano (como requiere una tradición que respeto, sobre todo desde que se intenta reducir el papel y la figura del Supremo Pontífice), Su Santidad me puso una mano sobre la cabeza, otorgándome una bendición que acogí como un gran don. Con la otra mano se apoyaba en un andador con ruedas; ya no puede pasear con su secretario por los jardines. Su capacidad para moverse está tan limitada que para salir tiene que utilizar una silla de ruedas, mientras que en casa deambula sólo pocos metros apoyándose en el andador. Se puede adivinar la delgadez del cuerpo bajo la túnica blanca.
En cambio, el rostro no demuestra en absoluto sus casi 90 años: es el rostro de siempre, de eterno muchacho, al que le hace de contraste la corona de cabellos blancos y la vivacidad de sus ojos claros. En resumen, "hermoso", como siempre ha sido su rostro. Y hermosas son también su lucidez intelectual y la atención que presta al interlocutor. Spiritus promptus, caro infirma: la cita viene a la mente espontáneamente estando al lado de este "espíritu" prisionero de una "carne" que ya se fatiga llevándolo.
Hace un año, las fotos de Oggi revelaron que Benedicto XVI necesitaba un andador para caminar. Ahora incluso eso le es imposible fuera de casa.
Sentados en el borde de dos sillones cercanos -para obviar, acercándonos, una disminución de su oído-, hablamos durante más de una hora. Como he dicho antes, no he planteado preguntas evidentes y demasiado fáciles. En cambio, él planteó muchas. Me escuchó con atención cuando, por petición suya, intenté hacerle una síntesis de la situación eclesial tal como la veo yo. Al final dijo: "Yo únicamente puedo rezar".
Sin embargo, le pedí que nos haga un regalo: un De Senectute de ciceroniana memoria pero, obviamente, desde una perspectiva cristiana; es más, católica, en la que él mismo narre su experiencia de vejez, a menudo dolorosa, y la apertura al Más Allá, sobre la verdadera vida que nos espera a todos. Una ocasión preciosa para afrontar el tema de esos Novísimos que han sido eliminados por una Iglesia preocupada solamente en el bienestar para todos en esta vida, más que en la salvación eterna.
Sacudió la cabeza y me replicó: "Sería algo precioso; varias veces he denunciado este olvido de la muerte, esta eliminación del Más Allá con lo que nos espera ´después´. Pero Usted sabe que estoy acostumbrado a razonar como teólogo, a filtrar la realidad a través de las categorías filosóficas; por consiguiente, no podría escribir nada a no ser que lo hiciera de este modo. De todas formas, me faltan las fuerzas para realizar una tarea como esta". Y después: "Mi deber hacia la Iglesia y el mundo intento hacerlo con una oración que ocupa toda mi jornada". ¿Oración mental o verbal, Santidad? se me ocurrió, tal vez banalmente, preguntarle. Su respuesta fue inmediata: "Verbal sobre todo: el rosario completo, con sus tres coronas; después los salmos, las oraciones escritas por los santos y los pasajes bíblicos y las invocaciones del breviario". La oración mental se la proporcionan sus muchas lecturas de textos de espiritualidad, que se unen a los de teología y de exégesis bíblica.
Pero déjenme decirlo, desafiando la sospecha de vanidad por mi parte: quiso darme las gracias por un libro en particular, esa investigación sobre la pasión de Cristo –¿Padeció bajo Poncio Pilato?– que no sólo cita, sino que recomienda en sus dos primeros volúmenes sobre la trilogía dedicada a Jesús y publicada cuando ya era pontífice. Obviamente, como autor, me ha causado felicidad; no sólo por mí, sino también por esa apologética demonizada después del Concilio hasta el punto de borrar su nombre en los seminarios (“Teología fundamental” es el nombre que le ha dado lo clericalmente correcto), pero que es indispensable para eso sobre lo que Ratzinger ha insistido siempre, primero como teólogo y después como Papa, es decir, como custodio supremo de la fe, a saber: la posibilidad y la necesidad de no poner en contraste sino en mutua colaboración la razón y la fe, el intelecto y la devoción.
Hemos hablado de otros temas pero, respecto a estos, es necesaria una obligada discreción. Tengo que añadir -con una sonrisa ironica, dirigida a quienes siguen pensando en un encuentro turbio entro conjurados– que a pesar de que ya había llegado la hora de la comida, incluso se había pasado, no llegó ninguna invitación a comer. Me han dicho que Benedicto XVI come poquísimo ("como un gorrión") y solo, viendo de vez en cuando el telediario; es decir, raramente tiene comensales.
En resumen, lo que tengo que decir aquí ciertamente no es clamoroso. Si he pensado escribir sobre ello es para consolar a los lectores: justo al lado de la tumba de Pedro hay un anciano admirable que durante ocho años ha guiado la Iglesia y que ahora no tiene otra preocupación que rezar por ella. Con compromiso, pero sin angustia. Es decir, sin olvidarse jamás de que los Papas pasan pero la Iglesia se queda y que hasta el final de la historia resonará la exhortación de su verdadera Cabeza y Cuerpo a nosotros, pusilánimes: "No temáis, pequeño grey, esta barca no se hundirá y a pesar de las tempestades, permanecerá a flote hasta mi vuelta".
Artículo publicado en La Nuova Bussola Quotidiana.
Traducción de Helena Faccia Serrano.