El Santo Padre invitó a preguntarse: ¿Vivimos como hijos o como esclavos? ¿Vivimos como personas bautizadas en Cristo, ungidas por el Espíritu, rescatadas, libres? O ¿vivimos según la lógica mundana, corrupta, haciendo lo que el diablo nos hace creer que es nuestro interés?
Porque la esclavitud nos impide vivir plena y realmente el presente, porque lo vacía del pasado y lo cierra al futuro, a la eternidad. La esclavitud nos hace creer que no podemos soñar, volar, esperar, dijo.
Y añadió que es “necesaria una gran y cotidiana actitud de libertad cristiana para tener el coraje de proclamar, en nuestra Ciudad, que hay que defender a los pobres, y no defenderse de los pobres, que hay que servir a los débiles y no servirse de los débiles!”.
Le siguió una solemne adoración al Santísimo Sacramento, mientas el coro de la Capilla Sixtina entonaba el 'Bendito sea Dios', durante la cual el Papa incensó la sagrada forma puesta en una hermosa custodia.
Con el Coro Pontificio fue cantado el Te Deum y a la salida el Santo Padre se dirigió a la imagen de bronce de San Pedro ubicada en el lado derecho de la basílica, mientas el coro entonaba el Venite Adoremus.
En un vehículo utilitario el Papa se dirigió al pesebre situado en la plaza en donde está también el árbol navideño. Mientras el Santo Padre se acercaba al pesebre y rezaba, la banda de los guardias suizos interpretaba cantos navideños.
Concluida la visita al pesebre, el Pontífice se acercó para saludar al público allí presente, que se había reunido varias horas antes, a pesar del frío polar que hace en Roma.
Queridos hermanos y hermanas,
La Palabra de Dios nos introduce hoy, de forma especial, en el significado del tiempo, en el comprender que el tiempo no es una realidad extraña a Dios, simplemente por que Él ha querido revelarse y salvarnos en la historia, en el tiempo. El significado del tiempo, la temporalidad, es la atmósfera de la epifanía de Dios, es decir, de la manifestación del misterio de Dios y de su amor concreto. En efecto, el tiempo es el mensajero de Dios, como decía san Pedro Fabro.
La liturgia de hoy nos recuerda la frase del apóstol Juan: "Hijos míos, ha llegado la última hora" (1 Jn 2,18), y la de san Pablo, que nos habla de "la plenitud del tiempo" (Ga 4, 4). Por lo que el día de hoy nos manifiesta cómo el tiempo que ha sido -por decir así- "tocado" por Cristo, el Hijo de Dios y de María, y ha recibido de Él significados nuevos y sorprendentes: se ha convertido en "el tiempo salvífico", es decir, en el tiempo definitivo de salvación y de gracia.
Y todo esto nos invita a pensar en el final del camino de la vida, al final de nuestro camino. Hubo un comienzo y habrá un final, "un tiempo para nacer y un tiempo para morir", (Eclesiastés 3, 2). Con esta verdad, bastante simple y fundamental, así como descuidada y olvidada, la santa madre Iglesia nos enseña a concluir el año y también nuestros días con un examen de conciencia, a través del cual volvemos a recorrer lo que ha ocurrido; damos gracias al Señor por todo el bien que hemos recibido y que hemos podido cumplir y, al mismo tiempo, volvemos a pensar en nuestras faltas y en nuestros pecados. Agradecer y pedir perdón.
Es lo que hacemos también hoy al terminar el año. Alabamos al Señor con el himno del Te Deum y al mismo tiempo le pedimos perdón. La actitud de agradecer nos dispone a la humildad, a reconocer y a acoger los dones del Señor.
El apóstol Pablo resume, en la Lectura de estas Primeras Vísperas, el motivo fundamental de nuestro dar gracias a Dios: Él nos ha hecho hijos suyos, nos ha adoptado como hijos. ¡Este don inmerecido nos llena de una gratitud colmada de estupor! Alguien podría decir: "¿Pero no somos ya todos hijos suyos, por el hecho mismo de ser hombres?". Ciertamente, porque Dios es Padre de toda persona que viene al mundo. Pero sin olvidar que somos alejados por Él a causa del pecado original que nos ha separado de nuestro Padre: nuestra relación filial está profundamente herida. Por eso Dios ha enviado a su Hijo para rescatarnos con el precio de su sangre. Y si hay un rescate es porque hay una esclavitud. Nosotros éramos hijos, pero nos volvimos esclavos, siguiendo la voz del Maligno. Nadie nos rescata de aquella esclavitud substancial sino Jesús, que ha asumido nuestra carne de la Virgen María y ha muerto en la cruz para liberarnos, liberarnos de la esclavitud del pecado y devolvernos la condición filial perdida.
La liturgia de hoy recuerda también que "en el principio (antes del tiempo) era la Palabra... y la Palabra se hizo hombre" y por eso afirma san Ireneo: "Este es el motivo por el cual la Palabra se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre, entrando en comunión con la Palabra y recibiendo así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios" ( Adversus haereses, 3, 191: PG 7,939; cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 460).
Al mismo tiempo, el don mismo por el que agradecemos es también motivo de examen de conciencia, de revisión de la vida personal y comunitaria, de preguntarnos: ¿cómo es nuestra forma de vivir? ¿Vivimos como hijos o vivimos como esclavos? ¿Vivimos como personas bautizadas en Cristo, ungidas por el Espíritu, rescatadas, libres? O ¿vivimos según la lógica mundana, corrupta, haciendo lo que el diablo nos hace creer que es nuestro interés? Hay siempre en nuestro camino existencial una tendencia a resistirnos a la liberación; tenemos miedo de la libertad y, paradójicamente, preferimos más o menos inconscientemente la esclavitud. La libertad nos asusta porque nos pone ante el tiempo y ante nuestra responsabilidad de vivirlo bien. La esclavitud, en cambio, reduce el tiempo a un "momento" y así nos sentimos más seguros, es decir, nos hace vivir momentos desligados de su pasado y de nuestro futuro. En otras palabras, la esclavitud nos impide vivir plena y realmente el presente, porque lo vacía del pasado y lo cierra ante el futuro, frente a la eternidad. La esclavitud nos hace creer que no podemos soñar, volar, esperar.
Decía hace algunos días un gran artista italiano que para el Señor fue más fácil quitar a los israelitas de Egipto que a Egipto del corazón de los israelitas. Habían sido liberados ‘materialmente’ de la esclavitud, pero durante el camino en el desierto con varias dificultades y con hambre, comenzaron entonces a sentir nostalgia de Egipto cuando "comían... cebollas y ajo" (cfr. Num 11, 5); pero se olvidaban que comían en la mesa de la esclavitud. En nuestro corazón anida la nostalgia de la esclavitud, porque aparentemente nos da más seguridad, más que la libertad, que es muy arriesgada. ¡Cómo nos gusta estar enjaulados por tantos fuegos artificiales, aparentemente bellos, pero que en realidad duran sólo unos pocos instantes! ¡Y Éste es el reino del momento, esto es lo fascinante del momento!
De este examen de conciencia depende también, para nosotros los cristianos, la calidad de nuestro obrar, de nuestro vivir, de nuestra presencia en la ciudad, de nuestro servicio al bien común, de nuestra participación en las instituciones públicas y eclesiales.
Por este motivo, y siendo Obispo de Roma, quisiera detenerme sobre nuestro vivir en Roma, que representa un gran don, porque significa vivir en la ciudad eterna, significa para un cristiano, sobre todo, formar parte de la Iglesia fundada sobre el testimonio y sobre el martirio de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. Y por lo tanto, también por ello damos gracias al Señor. Pero, al mismo tiempo, representa una responsabilidad. Y Jesús ha dicho: "Al que se le confió mucho, se le reclamará mucho más" (Lc 12, 48). Por lo tanto, preguntémonos: en esta ciudad, en esta Comunidad eclesial, ¿somos libres o somos esclavos, somos sal y luz? ¿Somos levadura? O ¿estamos apagados, sosos, hostiles, desalentados, irrelevantes y cansados?
Sin duda, los graves hechos de corrupción, surgidos recientemente, requieren una seria y conciente conversión de los corazones, para un renacer espiritual y moral, así como un renovado compromiso para construir una ciudad más justa y solidaria, donde los pobres, los débiles y los marginados estén en el centro de nuestras preocupaciones y de nuestras acciones de cada día. ¡Es necesaria una gran y cotidiana actitud de libertad cristiana para tener la valentía de proclamar, en nuestra Ciudad, que hay que defender a los pobres, y no defenderse de los pobres, que hay que servir a los débiles y no servirse de los débiles!
La enseñanza de un simple diácono romano nos puede ayudar. Cuando le pidieron a san Lorenzo que llevara y mostrara los tesoros de la Iglesia, llevó simplemente a algunos pobres. Cuando en una ciudad se cuida, socorre y ayuda a los pobres y a los débiles a promoverse en la sociedad, ellos revelan el tesoro de la Iglesia y un tesoro en la sociedad.
Pero, cuando una sociedad ignora a los pobres, los persigue, los criminaliza, los obliga a "mafiarse", esa sociedad se empobrece hasta la miseria, pierde la libertad y prefiere "el ajo y las cebollas" de la esclavitud, de la esclavitud de su egoísmo, de la esclavitud de su pusilanimidad y esa sociedad deja de ser cristiana.
Queridos hermanos y hermanas, concluir el año es volver a afirmar que existe una "última hora" y que existe "la plenitud del tiempo". Al concluir este año, al dar gracias y al pedir perdón, nos hará bien pedir la gracia de poder caminar en libertad para poder reparar los tantos daños hechos y poder defendernos de la nostalgia de la esclavitud, defendernos de no "añorar" la esclavitud.
La Virgen Santa, la Santa Madre de Dios, que está en el corazón del templo de Dios, cuando la Palabra --que era en el principio-- se ha hecho uno de nosotros en el tiempo; Ella que ha dado al mundo al Salvador, nos ayude a acogerlo con el corazón abierto, para ser y vivir verdaderamente libres, como hijos de Dios. Así sea".
A Ti, oh Dios, te alabamos,
a Ti, Señor, te reconocemos.
A Ti, eterno Padre,
te venera toda la creación.
Los ángeles todos, los cielos
y todas las potestades te honran.
Los querubines y serafines
te cantan sin cesar:
Santo, Santo, Santo es el Señor,
Dios del universo.
Los cielos y la tierra
están llenos de la majestad de tu gloria.
A Ti te ensalza
el glorioso coro de los apóstoles,
la multitud admirable de los profetas,
el blanco ejército de los mártires.
A Ti la Iglesia santa,
extendida por toda la tierra,
te aclama:
Padre de inmensa majestad,
Hijo único y verdadero, digno de adoración,
Espíritu Santo, Defensor.
Tú eres el Rey de la gloria, Cristo.
Tú eres el Hijo único del Padre.
Tú, para liberar al hombre,
aceptaste la condición humana
sin desdeñar el seno de la Virgen.
Tú, rotas las cadenas de la muerte,
abriste a los creyentes el Reino de los Cielos.
Tú sentado a la derecha de Dios
en la gloria del Padre.
Creemos que un día
has de venir como juez.
Te rogamos, pues,
que vengas en ayuda de tus siervos,
a quienes redimiste con tu preciosa sangre.
Haz que en la Gloria eterna
nos asociemos a tus santos.
Salva a tu pueblo, Señor,
y bendice tu heredad.
Sé su pastor
y ensálzalo eternamente.
Día tras día te bendecimos
y alabamos tu nombre para siempre,
por eternidad de eternidades.
Dígnate, Señor, en este día
guardarnos del pecado.
Ten piedad de nosotros, Señor,
ten piedad de nosotros.
Que tu misericordia, Señor,
venga sobre nosotros,
como lo esperamos de Tí.
En Tí, Señor, confié,
no me veré defraudado para siempre.