La imagen de Francisco sentado en la cuarta fila, entre los demás curiales que están haciendo con él los ejercicios espirituales en Ariccia, es emblemática de este primer año de Pontificado. Y atestigua vivamente que para él la autoridad es, sobre todo, servicio. El cardenal Antonio Quarracino, que en 1992 lo quiso como “brazo derecho”, solía decir: «Sé siempre en dónde encontrar a mi auxiliar Bergoglio. En la última fila...».

E incluso después de haber sido creado cardenal, incluso durante sus visitas a las “villas miseria” de Buenos Aires, Bergoglio solía sentarse en las últimas filas. Por este motivo no le fue difícil renunciar a algunos símbolos que el papado ha heredado a lo largo de siglos de historia y de costumbres imperiales. Un estilo que es también substancia y que lo ha hecho más cercano y más accesible.

En la suite 201 de la Casa Santa Marta, la luz de la habitación del Papa (que tiene muebles de nogal), se enciende temprano, hacia las 4.30 de la madrugada. Durante dos horas Francisco permanece solo, en oración, meditando sobre las Lecturas del día y preparando la breve homilía que pronunciará. Poco antes de las siete, el Papa baja solo a la capilla, en donde le esperan unas 50 personas, algunos sacerdotes y los dos secretarios: Alfred Xuereb y Fabián Pedacchio. Los fieles llegan todos los días de una parroquia romana diferente: como no puede visitarlas todas, Bergoglio las invita a su casa. Las predicaciones de Santa Marta son la novedad más significativa del Pontificado: simples, comprensibles y profundas.

Al final de la Misa, el Papa se sienta en el fondo de la iglesia a rezar en silencio durante algunos minutos. Después sale y saluda a todos los presentes (uno por uno).

El desayuno, a las 8 de la mañana, es en el refertorio. Es allí en donde el Papa almuerza y cena (a las 13 y a las 20, respectivamente).

Por la noche, el servicio para los huéspedes de la residencia prevé solo un primer plato. Y luego, cada comensal, incluido el Papa, se levanta y escoge un segundo en el buffet. «Yo necesito vivir entre la gente. Si viviera aislado, no me haría bien», explicó. Una decisión, la de habitar en la Casa Santa Marta, que desestructuró en pocos meses la vieja corte pontificia.

El día del Papa prosigue con intensidad. Además de las audiencias, de los encuentros oficiales, de las visitas de los jefes de estado, de los informes y prácticas que llegan desde la Secretaría de Estado y desde las Congregaciones, Francisco encuentra el tiempo para leer personalmente todos los días unas cincuenta cartas de entre las miles que recibe de personas comunes. Algunas de ellas, después de haber permanecido algún tiempo sobre su escritorio, son la causa de las famosas llamadas telefónicas que el Papa hace sin intermediarios.

Con Francisco también cambió el papel de los secretarios particulares: ya no acompañan al Papa durante las audiencias ni durante los viajes; se han vuelto “invisibles”. Como sucedía en tiempos de Pío XII, que se servía de algunos padres jesuitas que permanecían en la sombra. Poco después de su elección, Francisco lo reveló a su amigo Jorge Milia: no quiere que sus colaboradores sean los que dirijan su agenda, los que establezcan a quién y a quién no puede recibir. Y, efectivamente, organiza personalmente muchos de sus encuentros.

Lo que sorprende entre los que están cerca de él es su «determinación», como contó el secretario Xuereb a la Radio Vaticana: «Trabaja infatigablemente, y cuando necesita tomarse un momento de pausa, se sienta y reza el Rosario. Creo que reza, por lo menos, tres al día. Me dijo: “Esto me ayuda a relajarme”».

Una atención especial y con mucha dedicación hacia los encuentros con los enfermos. Durante las audiencias de los miércoles se pasa horas abrazando a los enfermos. «Y esto porque –subrayó Xuereb– él ve en ellos el cuerpo del Cristo que sufre». Una tarea que deja en segundo plano incluso sus malestares.

«Durante los primeros meses de Pontificado –cuenta el secretario– tenía fuertes dolores de cabeza debido a la ciática. Los médicos le aconsejaron que no se agachara, pero él, ante los enfermos en sillas de ruedas o a los niños enfermos en sus carriolas se inclinaba sin importarle».