En la Misa presidida en la mañana del jueves en la residencia Santa Marta, el Papa Francisco reflexionó sobre el misterio de la muerte, invitando a pedir a Dios tres gracias:
-morir en la Iglesia,
-morir en la esperanza
-y morir dejando la herencia de un testimonio cristiano.
En su homilía, el Papa comentó la primera Lectura del día que relata la muerte de David, luego de una vida dedicada al servicio a su pueblo.
Francisco subrayó tres cosas: la primera es que David muere “en el regazo de su pueblo”. Vive hasta el final “su pertenencia al Pueblo de Dios.
Había pecado: él mismo se llama ‘pecador’, pero ¡jamás dejó el Pueblo de Dios!”:
“¡Pecador sí, traidor no! Y ésta es una gracia: permanecer hasta el final en el Pueblo de Dios. Tener la gracia de morir en el regazo de la Iglesia, en el regazo del Pueblo de Dios. Y éste es el primer punto que quisiera subrayar. Pedir también para nosotros la gracia de morir en casa. Morir en casa, en la Iglesia. ¡Ésta es una gracia! ¡Esto no se compra! Es un regalo de Dios y debemos pedirlo: ‘Señor, ¡hazme el regalo de morir en casa, en la Iglesia!’. Pecadores sí, ¡todos, todos lo somos! Pero traidores ¡no! Corruptos ¡no! ¡Siempre dentro! Y la Iglesia es tan madre que también nos quiere así, tantas veces sucios, pero la Iglesia nos limpia: ¡es madre!”.
Segunda reflexión: David muere “tranquilo, en paz, sereno” en la certidumbre de andar “al otro lado con sus” padres. “Ésta – afirmó el Santo Padre – es otra gracia: la gracia de morir en la esperanza, en la conciencia” que “en la otra parte nos esperan; al otro lado la casa continúa, continúa la familia”, no estaremos solos. “Y ésta es una gracia que debemos pedir – observó – porque en los últimos momentos de la vida sabemos que la vida es una lucha y el espíritu del mal quiere el botín”:
“Santa Teresita del Niño Jesús decía que, en sus últimos años, en su alma había una lucha y cuando ella pensaba al futuro, a aquello que le esperaba después de la muerte, en el cielo, sentía como una voz que decía: ‘Pero no, no seas tonta, te espera la oscuridad. ¡Te espera sólo la oscuridad de la nada!’. Así dice. Es la voz del diablo, del demonio, que no quería que ella se confiase en Dios. ¡Morir en la esperanza y morir confiándose en Dios! Y pedir esta gracia. Pero confiarse en Dios comienza ahora, en las pequeñas cosas de la vida, también en los grandes problemas: confiarse siempre en el Señor y así uno adquiere esta costumbre de confiarse en el Señor y crece la esperanza. Morir en casa, morir en la esperanza”.
La tercera reflexión del Pontífice fue sobre la herencia que deja David. Hay “tantos escándalos sobre la herencia” – recordó el Obispo de Roma – “escándalos en las familias, que dividen”.
David, en cambio, “deja la herencia de 40 años de gobierno” y “el pueblo consolidado, fuerte”.
“Un dicho popular - continuó - dice que todo hombre debe dejar en la vida un hijo, debe plantar un árbol y debe escribir un libro: ¡ésta es la mejor herencia!”. Por lo tanto invitó a preguntarse: “¿Qué herencia dejo yo a aquellos que vienen tras de mí? ¿Una herencia de vida? ¿He hecho tanto bien que la gente me quiere como padre o como madre? ¿He plantado un árbol? ¿He dado la vida, sabiduría? ¿He escrito un libro?”. David deja esta herencia a su hijo, diciéndole: “¡Tú sé fuerte y demuéstrate hombre. Observa la ley del Señor, tu Dios, avanzando por sus caminos y siguiendo sus leyes!”:
“Ésta es la herencia: nuestro testimonio de cristianos dejado a los demás. Y algunos de nosotros dejan una gran herencia: pensemos en los Santos que han vivido el Evangelio con tanta fuerza, que nos han dejado como herencia un camino de vida y un modo de vivir. Éstas son las tres cosas que me vienen al corazón con la lectura de este pasaje sobre la muerte de David: pedir la gracia de morir en casa, morir en la Iglesia; pedir la gracia de morir en la esperanza, con la esperanza; y pedir la gracia de dejar una bella herencia, una herencia humana, una herencia hecha con el testimonio de nuestra vida cristiana. ¡Que San David nos conceda a todos nosotros estas tres gracias!”.