En esta solemnidad de Pentecostés, contemplando y reviviendo «la efusión del Espíritu Santo, que Cristo resucitado derramó sobre la Iglesia», acontecimiento de gracia que desborda el cenáculo de Jerusalén para difundirse por todo el mundo y que «no es un hecho lejano, de hace dos mil años, sino que llega hasta nosotros», el Papa Francisco - presidiendo la celebración de la Santa Misa, en la Plaza de San Pedro - culminó la Jornada de los movimientos eclesiales de los cinco continentes, reunidos con el Obispo de Roma, que ya en la Vigilia de este sábado contó con la participación de unos doscientos mil fieles.

Novedad, armonía y misión fueron las tres palabras sobre las cuales el Papa quiso reflexionar en su homilía. Con la liturgia que, con la efusión del Espíritu Santo, sella el nacimiento de la Iglesia, preguntó ¿qué sucedió en aquel día tan lejano a nosotros, y sin embargo, tan cercano, que llega adentro de nuestro corazón?

En Jerusalén, donde están reunidos los Apóstoles, un estruendo de repente vino del cielo, «como de viento que sopla fuertemente», luego, las «lenguas como llamaradas», que se dividían y se posaban encima de cada uno de los Apóstoles. Signos claros y concretos que tocan a los Apóstoles, no sólo exteriormente, sino también en su interior: en su mente y en su corazón. Asistimos, entonces, a una situación totalmente sorprendente: una multitud se congrega y queda admirada porque cada uno oye hablar a los Apóstoles «de las grandezas de Dios».

Reflexionando sobre la novedad, que nos da siempre un poco de miedo, porque nos sentimos más seguros si tenemos todo bajo control en nuestra vida, el Obispo de Roma señaló que esto nos sucede también con Dios: con frecuencia lo seguimos, lo acogemos, pero hasta un cierto punto; nos resulta difícil abandonarnos a Él con total confianza, dejando que el Espíritu Santo anime, guíe nuestra vida, en todas las decisiones; tenemos miedo a que Dios nos lleve por caminos nuevos, nos saque de nuestros horizontes con frecuencia limitados, cerrados, egoístas, para abrirnos a los suyos. Pero, en toda la historia de la salvación, cuando Dios se revela, aparece su novedad, trasforma y pide confianza total en Él:

«No es la novedad por la novedad, la búsqueda de lo nuevo para salir del aburrimiento, como sucede con frecuencia en nuestro tiempo. La novedad que Dios trae a nuestra vida es lo que verdaderamente nos realiza, lo que nos da la verdadera alegría, la verdadera serenidad, porque Dios nos ama y siempre quiere nuestro bien. Preguntémonos: ¿Estamos abiertos a las “sorpresas de Dios”? ¿O nos encerramos, con miedo, a la novedad del Espíritu Santo? ¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido la capacidad de respuesta?

En su segunda reflexión sobre la armonía, señalando que «el Espíritu Santo, aparentemente, crea desorden en el Iglesia, porque produce diversidad de carismas, de dones» y que «sin embargo, bajo su acción, todo esto es una gran riqueza, porque el Espíritu Santo es el Espíritu de unidad, que no significa uniformidad, sino reconducir todo a la armonía», el Papa Francisco reiteró que «en la Iglesia, la armonía la hace el Espíritu Santo».

Sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división; y cuando somos nosotros los que queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación.
 
«Si, por el contrario, nos dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca provocan conflicto, porque Él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia. Caminar juntos en la Iglesia, guiados por los Pastores, que tienen un especial carisma y ministerio, es signo de la acción del Espíritu Santo; la eclesialidad es una característica fundamental para los cristianos, para cada comunidad, para todo movimiento. La Iglesia es quien me trae a Cristo y me lleva a Cristo; los caminos paralelos son peligrosos. Cuando nos aventuramos a ir más allá (proagon) de la doctrina y de la Comunidad eclesial, y no permanecemos en ellas, no estamos unidos al Dios de Jesucristo (cf. 2Jn 9). Así, pues, preguntémonos: ¿Estoy abierto a la armonía del Espíritu Santo, superando todo exclusivismo? ¿Me dejo guiar por Él viviendo en la Iglesia y con la Iglesia?»

En el último punto, dedicado a la misión, el Obispo de Roma hizo hincapié en que el Espíritu Santo nos introduce en el misterio del Dios vivo, y nos salvaguarda del peligro de una Iglesia gnóstica y de una Iglesia autorreferencial, cerrada en su recinto; nos impulsa a abrir las puertas para salir, para anunciar y dar testimonio de la bondad del Evangelio, para comunicar el gozo de la fe, del encuentro con Cristo:

«El Espíritu Santo es el alma de la misión. Lo que sucedió en Jerusalén hace casi dos mil años no es un hecho lejano, es algo que llega hasta nosotros, que cada uno de nosotros podemos experimentar. El Pentecostés del cenáculo de Jerusalén es el inicio, un inicio que se prolonga. El Espíritu Santo es el don por excelencia de Cristo resucitado a sus Apóstoles, pero Él quiere que llegue a todos. Jesús, como hemos escuchado en el Evangelio, dice: «Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16). Es el Espíritu Paráclito, el «Consolador», que da el valor para recorrer los caminos del mundo llevando el Evangelio. El Espíritu Santo nos muestra el horizonte y nos impulsa a las periferias existenciales para anunciar la vida de Jesucristo. Preguntémonos si tenemos la tendencia a cerrarnos en nosotros mismos, en nuestro grupo, o si dejamos que el Espíritu Santo nos conduzca a la misión».

El Obispo de Roma concluyó su homilía de Pentecostés alentando a invocar con María «Ven, Espíritu Santo»:
La liturgia de hoy es una gran oración, que la Iglesia con Jesús eleva al Padre, para que renueve la efusión del Espíritu Santo. Que cada uno de nosotros, cada grupo, cada movimiento, en la armonía de la Iglesia, se dirija al Padre para pedirle este don. También hoy, como en su nacimiento, junto con María, la Iglesia invoca: «Veni Sancte Spiritus! – Ven, Espíritu Santo, llena el corazón de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor». Amén.



Queridos hermanos y hermanas:
En este día, contemplamos y revivimos en la liturgia la efusión del Espíritu Santo que Cristo resucitado derramó sobre la Iglesia, un acontecimiento de gracia que ha desbordado el cenáculo de Jerusalén para difundirse por todo el mundo.

Pero, ¿qué sucedió en aquel día tan lejano a nosotros, y sin embargo, tan cercano, que llega adentro de nuestro corazón? San Lucas nos da la respuesta en el texto de los Hechos de los Apóstoles que hemos escuchado (2,1-11). El evangelista nos lleva hasta Jerusalén, al piso superior de la casa donde están reunidos los Apóstoles.

El primer elemento que nos llama la atención es el estruendo que de repente vino del cielo, «como de viento que sopla fuertemente», y llenó toda la casa; luego, las «lenguas como llamaradas», que se dividían y se posaban encima de cada uno de los Apóstoles. Estruendo y lenguas de fuego son signos claros y concretos que tocan a los Apóstoles, no sólo exteriormente, sino también en su interior: en su mente y en su corazón. Como consecuencia, «se llenaron todos de Espíritu Santo», que desencadenó su fuerza irresistible, con resultados llamativos: «Empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse». Asistimos, entonces, a una situación totalmente sorprendente: una multitud se congrega y queda admirada porque cada uno oye hablar a los Apóstoles en su propia lengua. Todos experimentan algo nuevo, que nunca había sucedido: «Los oímos hablar en nuestra lengua nativa».

¿Y de qué hablaban?

«De las grandezas de Dios».

A la luz de este texto de los Hechos de los Apóstoles, deseo reflexionar sobre tres palabras relacionadas con la acción del Espíritu: novedad, armonía, misión.

1. La novedad nos da siempre un poco de miedo, porque nos sentimos más seguros si tenemos todo bajo control, si somos nosotros los que construimos, programamos, planificamos nuestra vida, según nuestros esquemas, seguridades, gustos. Y esto nos sucede también con Dios. Con frecuencia lo seguimos, lo acogemos, pero hasta un cierto punto; nos resulta difícil abandonarnos a Él con total confianza, dejando que el Espíritu Santo anime, guíe nuestra vida, en todas las decisiones; tenemos miedo a que Dios nos lleve por caminos nuevos, nos saque de nuestros horizontes con frecuencia limitados, cerrados, egoístas, para abrirnos a los suyos.

Pero, en toda la historia de la salvación, cuando Dios se revela, aparece su novedad, trasforma y pide confianza total en Él: Noé, del que todos se ríen, construye un arca y se salva; Abrahán abandona su tierra, aferrado únicamente a una promesa; Moisés se enfrenta al poder del faraón y conduce al pueblo a la libertad; los Apóstoles, de temerosos y encerrados en el cenáculo, salen con valentía para anunciar el Evangelio. No es la novedad por la novedad, la búsqueda de lo nuevo para salir del aburrimiento, como sucede con frecuencia en nuestro tiempo. La novedad que Dios trae a nuestra vida es lo que verdaderamente nos realiza, lo que nos da la verdadera alegría, la verdadera serenidad, porque Dios nos ama y siempre quiere nuestro bien.

Preguntémonos: ¿Estamos abiertos a las “sorpresas de Dios”? ¿O nos encerramos, con miedo, a la novedad del Espíritu Santo? ¿Estamos decididos a recorrer los caminos nuevos que la novedad de Dios nos presenta o nos atrincheramos en estructuras caducas, que han perdido la capacidad de respuesta?

2. Una segunda idea: el Espíritu Santo, aparentemente, crea desorden en el Iglesia, porque produce diversidad de carismas, de dones; sin embargo, bajo su acción, todo esto es una gran riqueza, porque el Espíritu Santo es el Espíritu de unidad, que no significa uniformidad, sino reconducir todo a la armonía. En la Iglesia, la armonía la hace el Espíritu Santo. Un Padre de la Iglesia tiene una expresión que me gusta mucho: el Espíritu Santo “ipse harmonia est”.

Sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos, provocamos la división; y cuando somos nosotros los que queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por imponer la uniformidad, la homologación.

Si, por el contrario, nos dejamos guiar por el Espíritu, la riqueza, la variedad, la diversidad nunca provocan conflicto, porque Él nos impulsa a vivir la variedad en la comunión de la Iglesia. Caminar juntos en la Iglesia, guiados por los Pastores, que tienen un especial carisma y ministerio, es signo de la acción del Espíritu Santo; la eclesialidad es una característica fundamental para los cristianos, para cada comunidad, para todo movimiento. La Iglesia es quien me trae a Cristo y me lleva a Cristo; los caminos paralelos son peligrosos.

Cuando nos aventuramos a ir más allá (proagon) de la doctrina y de la Comunidad eclesial, y no permanecemos en ellas, no estamos unidos al Dios de Jesucristo (cf. 2Jn 9). Así, pues, preguntémonos: ¿Estoy abierto a la armonía del Espíritu Santo, superando todo exclusivismo? ¿Me dejo guiar por Él viviendo en la Iglesia y con la Iglesia?

3. El último punto. Los teólogos antiguos decían: el alma es una especie de barca de vela; el Espíritu Santo es el viento que sopla la vela para hacerla avanzar; la fuerza y el ímpetu del viento son los dones del Espíritu. Sin su fuerza, sin su gracia, no iríamos adelante. El Espíritu Santo nos introduce en el misterio del Dios vivo, y nos salvaguarda del peligro de una Iglesia gnóstica y de una Iglesia autorreferencial, cerrada en su recinto; nos impulsa a abrir las puertas para salir, para anunciar y dar testimonio de la bondad del Evangelio, para comunicar el gozo de la fe, del encuentro con Cristo. El Espíritu Santo es el alma de la misión.

Lo que sucedió en Jerusalén hace casi dos mil años no es un hecho lejano, es algo que llega hasta nosotros, que cada uno de nosotros podemos experimentar. El Pentecostés del cenáculo de Jerusalén es el inicio, un inicio que se prolonga. El Espíritu Santo es el don por excelencia de Cristo resucitado a sus Apóstoles, pero Él quiere que llegue a todos. Jesús, como hemos escuchado en el Evangelio, dice: «Yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros» (Jn 14,16).

Es el Espíritu Paráclito, el «Consolador», que da el valor para recorrer los caminos del mundo llevando el Evangelio. El Espíritu Santo nos muestra el horizonte y nos impulsa a las periferias existenciales para anunciar la vida de Jesucristo. Preguntémonos si tenemos la tendencia a cerrarnos en nosotros mismos, en nuestro grupo, o si dejamos que el Espíritu Santo nos conduzca a la misión.

La liturgia de hoy es una gran oración, que la Iglesia con Jesús eleva al Padre, para que renueve la efusión del Espíritu Santo. Que cada uno de nosotros, cada grupo, cada movimiento, en la armonía de la Iglesia, se dirija al Padre para pedirle este don. También hoy, como en su nacimiento, junto con María, la Iglesia invoca: «Veni Sancte Spiritus! – Ven, Espíritu Santo, llena el corazón de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor». Amén.


Santo Padre,
Gracias. En nombre de todos los movimientos, nuevas comunidades, asociaciones y agregaciones laicales el más sincero y sentido agradecimiento por estos dos días durante los cuales hemos experimentado la fuerza que viene desde lo "alto".

El Señor Jesús lo prometió a sus discípulos y todos nosotros en perenne continuidad con la fe de siempre, renovada por el agua del Bautismo que da la vida, experimentamos cada día su potencia y sus dones. Esta fuerza es capaz de transformar el corazón, de cambiarlo, de convertirlo y de hacerlo capaz de amar.

Un amor que va más allá de nosotros mismos porque, generado por el Crucificado Resucitado, y renovado por la presencia fecunda del Espíritu Santo, nos empuja hacia las periferias de la vida humana y a los confines del mundo.

Santo Padre, ayer por la tarde con tanta espontaneidad unida a la gran pasión evangélica usted ha querido indicar un camino para hacer más fecunda la misión de la variada constelación del laicado en el mundo.

Nos ha recordado colocar siempre a Cristo al centro, porque sólo así la Iglesia será ella misma sin encerrarse entre los bastiones de sus certezas que son síntomas de enfermedad y de asfixia. La misión de evangelizar con coraje y paciencia, al contrario, debe empujarla a crear una cultura del encuentro para permitir de ver y tocar con mano la carne de Cristo.

Hoy en esta Santa Eucaristía el Señor Resucitado ha renovado en todos nosotros la fuerza para volver a las respectivas comunidades en las cuales cada día se vive la fe. Reforzados por el Cuerpo de Cristo que es nuestro alimento, somos conscientes de la gran misión de la cual el Sucesor de Pedro nos ha investido: ser discípulos y misioneros del Señor Resucitado para que todos los hombres en Él, encuentren la vida.

Esta vida es un don. Es gracia. Consiste en conocer al Padre y vivir la comunión con él. Es ella que forma las comunidades cristianas y permite hacer experiencia de los frutos de la fe. Estos dos días, Santo Padre, han sido una ulterior etapa en el camino iniciado con el Vaticano II.

Todas estas realidades eclesiales sienten tener que empeñarse en la Nueva Evangelización dondequiera el Señor los llame. Cada uno de ellos sabe que la peculiaridad de la misión consiste en llevar el Evangelio allí, dónde sólo a través de ellos puede convertirse en sal y luz para los hombres.

Santo Padre, antes de dejarlos en espera de otra cita futura, diríjales las mismas palabras de Pablo a los cristianos de Éfeso: "Ahora los encomiendo al Señor y a la Palabra de su gracia, que tiene poder para construir el edificio y darles la parte de la herencia que les corresponde, con todos los que han sido santificados " (Hch. 20,32). El camino que les espera es difícil y fatigoso. Saben, sin embargo, que pueden contar con la oración y con el apoyo del Papa. Los acompañen en su misión los santos y los beatos que han hecho posible esta nueva aventura de la Iglesia, en particular el beato Juan XXIII, el beato Juan Pablo II y desde hace algunos días el beato don Luigi Novarese precursor en esta Iglesia de Roma del movimiento de los Voluntarios del sufrimiento.

Gracias, Santo Padre. El Señor lo colme de sus dones para confirmar a todos nosotros en la fe.

(Traducción del italiano de Griselda Mutual)