«Anunciar, testimoniar, adorar» son los tres verbos que el Papa propuso a los fieles al celebrar la misa a pocos metros de la tumba de San Pablo, «un humilde y gran apóstol del Señor, que lo anunció con la palabra, lo testimonió con el martirio y lo adoró con todo su corazón [...] El anuncio de Pedro y de los Apóstoles no está hecho solamente de palabras, sino la fidelidad a Cristo toca sus vidas, que cambian, reciben una nueva dirección, y es justamente con sus vidas que ellos ofrecieron el testimonio de la fe y del anuncio de Cristo».
Con algunos minutos de anticipación con respecto a lo programado y acogido por el cardenal arcipreste estadounidense James Harvey y el vicario de Roma, el Pontífice se dirigió esta tarde al Sepulcro de San Pablo para rezar. En la Basílica romana de San Pablo extramuros concelebraron con el Santo Padre el mismo Harvey y los arciprestes eméritos, Andrea Cordero Lanza de Montezemolo y Francesco Monterisi, y el abad de la Abadía de San Pablo dom Edmund Power. También estaba toda la comunidad benedictina recibió al Papa esta tarde.
El abad brasileño Edmund Power explicó: «Francisco llegó, como todos los Papas, al cuadróptico, en la parte de la fachada de la Basílica y, después de haber saludado a la comunidad, se vistió con los paramentos sacros». Después de la grande procesión de ingreso, presidió la misa desde el trono, en el ábside. Al final, un momento dedicado a la veneración del ícono de la Virgen, ante el que San Ignacio de Loyola, en el siglo XVI, pronunció su profesión religiosa.
Después de que el nuevo Pontifice hubiera ocupado la sede, el cardenal James Harvey le dirigió un breve saludo en el que también rindió homenaje a su «iluminado predecesor», Benedicto XVI.
«La incoherencia de los fieles y los Pastores entre lo que dicen y lo que hacen mina la credibilidad de la Iglesia», advirtió Bergoglio. Con palabras muy fuertes, pues, el Papa exhortó a los creyentes a interrogarse sobre los «ídolos» que a menudo ocupan nuestros corazones y el lugar que deberíamos «reservar para Dios».
La invitación del Papa argentino fue muy clara: «desnudarnos de tantos ídolos, pequeños o grandes, que tenemos y en los que nos refugiamos, en los que buscamos y muchas veces ponemos nuestra seguridad». Estos ídolos, explicó el Pontífice en la homilía, «son ídolos que, a menudo, tenemos bien escondidos. Pueden ser: la ambición, el carrierismo, el gusto por el éxito, ponerse a sí mismos en el centro, la tendencia a prevalecer sobre los demás, la pretensión de ser los únicos padrones de nuestra vida, algún pecado al que estamos vinculados, y muchos otros». Por ello, indicó el Papa Francisco, «esta tarde quisiera que una pregunta resonara en el corazón de cada uno de nosotros, y que respondiéramos con sinceridad: ¿he pensado en cuál ídolo escondido tengo yo en mi vida, que me impide adorar al Señor?».
Por segunda vez, como hizo en la Basílica de San Juan de Letrán, el Papa Francisco llevaba la cruz que usaron Pablo VI y Juan Pablo II (y Benedicto XVI durante los dos primeros años de su pontificado). Esta tarde, el Papa Francisco tomó posesión de la Cátedra de la Basílica de San Pablo extramuros, repitiendo el mismo gesto que llevó a cabo el domingo pasado en Letrán.
«La incoherencia de los fieles y los Pastores entre lo que dicen y lo que hacen mina la credibilidad de la Iglesia», subrayó el Papa durante la misa que celebró en la Basílica de San Pablo extramuros. «Pero, en muchas partes del mundo –continuó–, también hay muchos que sufren, como Pedro y los Apóstoles, a causa del Evangelio; hay quien entrega su vida para permanecer fiel a Cristo con un testimonio marcado por el precio de la sangre. Recordémoslo muy bien todos: no se puede anunciar el Evangelio de Jesús sin el testimonio concreto de la vida. Los que nos escuchan y nos ven deben poder leer en nuestras acciones lo que escucha de nuestra boca».
Al final de la ceremonia, el Papa se dirigirá a la Capilla del Crucifijo para venerar el ícono de la Virgen Theotokos Hodigitria (del siglo XIII), ante la que el 22 de abril de 1541 San Ingacio de Loyola y sus primeros compañeros hicieron su solemne profesión religiosa, evento con el que se fundaría la Compañía de Jesús, a la que también pertenece el Papa Bergoglio.
Queridos Hermanos y Hermanas:
Me alegra celebrar la Eucaristía con ustedes en esta Basílica. Saludo al Arcipreste, el Cardenal James Harvey, y le agradezco las palabras que me ha dirigido; junto a él, saludo y doy las gracias a las diversas instituciones que forman parte de esta Basílica, y a todos vosotros. Estamos sobre la tumba de san Pablo, un humilde y gran Apóstol del Señor, que lo ha anunciado con la palabra, ha dado testimonio de él con el martirio y lo ha adorado con todo el corazón. Estos son precisamente los tres verbos sobre los que quisiera reflexionar a la luz de la Palabra de Dios que hemos escuchado: anunciar, dar testimonio, adorar.
En la Primera Lectura llama la atención la fuerza de Pedro y los demás Apóstoles. Al mandato de permanecer en silencio, de no seguir enseñando en el nombre de Jesús, de no anunciar más su mensaje, ellos responden claramente: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Y no los detiene ni siquiera el ser azotados, ultrajados y encarcelados. Pedro y los Apóstoles anuncian con audacia, con parresia, aquello que han recibido, el Evangelio de Jesús. Y nosotros, ¿somos capaces de llevar la Palabra de Dios a nuestros ambientes de vida? ¿Sabemos hablar de Cristo, de lo que representa para nosotros, en familia, con los que forman parte de nuestra vida cotidiana? La fe nace de la escucha, y se refuerza con el anuncio.
Pero demos un paso más: el anuncio de Pedro y de los Apóstoles no consiste sólo en palabras, sino que la fidelidad a Cristo entra en su vida, que queda transformada, recibe una nueva dirección, y es precisamente con su vida con la que dan testimonio de la fe y del anuncio de Cristo. En el Evangelio, Jesús pide a Pedro por tres veces que apaciente su grey, y que la apaciente con su amor, y le anuncia: «Cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras» (Jn 21,18). Esta es una palabra dirigida a nosotros, los Pastores: no se puede apacentar el rebaño de Dios si no se acepta ser llevados por la voluntad de Dios incluso donde no queremos, si no hay disponibilidad para dar testimonio de Cristo con la entrega de nosotros mismos, sin reservas, sin cálculos, a veces a costa incluso de nuestra vida. Pero esto vale para todos: el Evangelio ha de ser anunciado y testimo niado. Cada uno debería preguntarse: ¿Cómo doy yo testimonio de Cristo con mi fe? ¿Tengo el valor de Pedro y los otros Apóstoles de pensar, decidir y vivir como cristiano, obedeciendo a Dios? Es verdad que el testimonio de la fe tiene muchas formas, como en un gran mural hay variedad de colores y de matices; pero todos son importantes, incluso los que no destacan. En el gran designio de Dios, cada detalle es importante, también el pequeño y humilde testimonio tuyo y mío, también ese escondido de quien vive con sencillez su fe en lo cotidiano de las relaciones de familia, de trabajo, de amistad. Hay santos del cada día, los santos «ocultos», una especie de «clase media de la santidad», como decía un escritor francés, esa «clase media de la santidad» de la que todos podemos formar parte. Pero en diversas partes del mundo hay también quien sufre, como Pedro y los Apóstoles, a causa del Evangelio; hay quien entrega la propia vida por permanecer fiel a Cristo, con un testimonio marcado con el precio de su sangre. Recordémoslo bien todos: no se puede anunciar el Evangelio de Jesús sin el testimonio concreto de la vida. Quien nos escucha y nos ve, debe poder leer en nuestros actos eso mismo que oye en nuestros labios, y dar gloria a Dios. Me viene ahora a la memoria un consejo que San Francisco de Asís daba a sus hermanos: predicad el Evangelio y, si fuese necesario, también con las palabras. Predicar con la vida: el testimonio. La incoherencia de los fieles y los Pastores entre lo que dicen y lo que hacen, entre la palabra y el modo de vivir, mina la credibilidad de la Iglesia.
Pero todo esto solamente es posible si reconocemos a Jesucristo, porque es él quien nos ha llamado, nos ha invitado a recorrer su camino, nos ha elegido. Anunciar y dar testimonio es posible únicamente si estamos junto a él, justamente como Pedro, Juan y los otros discípulos estaban en torno a Jesús resucitado, como dice el pasaje del Evangelio de hoy; hay una cercanía cotidiana con él, y ellos saben muy bien quién es, lo conocen. El Evangelista subraya que «ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor» (Jn 21,12). Y esto es un punto importante para nosotros: vivir una relación intensa con Jesús, una intimidad de diálogo y de vida, de tal manera que lo reconozcamos como «el Señor». ¡Adorarlo! El pasaje del Apocalipsis que hemos escuchado nos habla de la adoración: miríadas de ángeles, todas las criaturas, los vivientes, los ancianos, se postran en adoración ante el Trono de Dios y el Cordero inmolado, que es Cristo, a quien se debe alabanza, honor y gloria (cf. Ap 5,11-14). Quisiera que nos hiciéramos todos una pregunta: Tú, yo, ¿adoramos al Señor? ¿Acudimos a Dios sólo para pedir, para agradecer, o nos dirigimos a él también para adorarlo? Pero, entonces, ¿qué quiere decir adorar a Dios? Significa aprender a estar con él, a pararse a dialogar con él, sintiendo que su presencia es la más verdadera, la más buena, la más importante de todas. Cada uno de nosotros, en la propia vida, de manera consciente y tal vez a veces sin darse cuenta, tiene un orden muy preciso de las cosas consideradas más o menos importantes. Adorar al Señor quiere decir darle a él el lugar que le corresponde; adorar al Señor quiere decir afirmar, creer – pero no simple mente de palabra – que únicamente él guía verdaderamente nuestra vida; adorar al Señor quiere decir que estamos convencidos ante él de que es el único Dios, el Dios de nuestra vida, el Dios de nuestra historia.
Esto tiene una consecuencia en nuestra vida: despojarnos de tantos ídolos, pequeños o grandes, que tenemos, y en los cuales nos refugiamos, en los cuales buscamos y tantas veces ponemos nuestra seguridad. Son ídolos que a menudo mantenemos bien escondidos; pueden ser la ambición, el “carrerismo”, el gusto del éxito, el poner en el centro a uno mismo, la tendencia a estar por encima de los otros, la pretensión de ser los únicos amos de nuestra vida, algún pecado al que estamos apegados, y muchos otros. Esta tarde quisiera que resonase una pregunta en el corazón de cada uno, y que respondiéramos a ella con sinceridad: ¿He pensado en qué ídolo oculto tengo en mi vida que me impide adorar al Señor? Adorar es despojarse de nuestros ídolos, también de esos más recónditos, y escoger al Señor como centro, como vía maestra de nuestra vida.
Queridos hermanos y hermanas, el Señor nos llama cada día a seguirlo con valentía y fidelidad; nos ha concedido el gran don de elegirnos como discípulos suyos; nos invita a proclamarlo con gozo como el Resucitado, pero nos pide que lo hagamos con la palabra y el testimonio de nuestra vida en lo cotidiano. El Señor es el único, el único Dios de nuestra vida, y nos invita a despojarnos de tantos ídolos y a adorarle sólo a él. Anunciar, dar testimonio, adorar. Que la Santísima Virgen María y el Apóstol Pablo nos ayuden en este camino, e intercedan por nosotros. Así sea.