Antonio Montero, hoy arzobispo emérito de Mérida-Badajoz, participó como joven sacerdote y cronista en el Concilio Vaticano II, del que piensa que hizo mucho bien a la Iglesia.
–Es una herencia histórica enormemente positiva y única porque trató casi todos los temas de la fe de la Iglesia. También se dirigió a la sociedad y a casi todos sus ámbitos. La Iglesia se estudió a sí misma, compuesta de jerarquía pero sobre todo de pueblo, al que se invitaba a una renovación partiendo de la palabra. Fue un concilio de renovación interna de la Iglesia en todos sus estamentos: Papa, obispos, sacerdotes, religiosos, seglares... Además tuvo una importancia ecuménica mundial. Se abrió las manos a todo el mundo.
–La Constitución Pastoral «Gaudium et Spes» lo deja muy claro. En ella se habla de la Iglesia en el mundo actual. Trata temas como los derechos humanos, la justicia social, el matrimonio, de la guerra, de la paz o de la libertad religiosa. También, de otros asuntos como la enseñanza y la cultura, etc. Es una Constitución muy importante en cuanto a extensión y relevancia.
–Casi todo. Se empezó a celebrar los cultos en las lengua de la gente que asistía. El pueblo empezó a participar, dejó de asistir y comenzó a participar al máximo. El laico pasó a convertirse en apóstol, etc.
–Supone una responsabilidad y una llamada a la mejora y a la renovación. Una llamada a convertirse más al Evangelio, acercarse a la persona de Cristo. Una llamada a cultivar la propia fe y a acabar con la fe del carbonero. Es una llamada a ser evangelizadores. Empezar a hablar de una Iglesia evangelizada y evangelizadora. Movilizar a la Iglesia para que no vaya para atrás, sino que mantenga su jugo, su brío. Se quiere responder con honestidad a las necesidades del mundo de hoy.