La retahíla de mentiras del mayordomo del Papa ha durado seis largos años pero llega ahora a su punto final. Ni siquiera la última cortina de humo, las acusaciones de tortura lanzadas el martes durante su interrogatorio en el Tribunal Vaticano, esconden ya el cuadro completo de los hechos. La sentencia del 7 de octubre será, a todas luces, condenatoria. La única esperanza es un gesto de clemencia del Papa.

Paolo Gabriele robaba material reservado desde el año 2006. El registro de su casa, el pasado 23 de mayo, llevó a descubrir más de un millar de documentos entre fotocopias y originales: diez veces más de los publicados en un libro que había salido a la calle cuatro días antes. Entre ellos hay muchos documentos personales, referentes a la vida estrictamente privada del Papa y de su familia.

Al final de la escapada, la autodestrucción de Paoletto es casi total. Incluso la espectacular acusación de torturas de la Gendarmería Vaticana durante su prisión preventiva ha revelado que le trataron con guante blanco, más bien con favoritismo, y que tanto él como sus abogados lo agradecieron en numerosas ocasiones.

Su abogada, Cristiana Arrú, dio las gracias a la Gendarmería por el excelente tratamiento a su defendido en una entrevista radiofónica emitida hace unos meses. Cuando los periodistas se lo recordaron, su rostro se volvió rojizo. Ahora se comprende por qué el principal abogado defensor, Carlo Fusco, se retiró discretamente a finales de agosto por «desacuerdo con la estrategia defensiva» escogida por su amigo del colegio, a quien había intentado ayudar.

Las cuatro personas que Paoletto acusó como «instigadoras» de su traición –los cardenales Ángelo Comastri y Paolo Sardi, el obispo Francesco Cavina y la traductora y supervisora de los libros del Papa, Ingrid Stampa- han terminado por convertirse en testigos en su contra. Ninguno le animó jamás a filtrar nada a la prensa: se lo hubieran impedido de saber que lo hacía.

La primera audiencia del juicio, el sábado 29 de septiembre, dejó ya claro que el papel del segundo imputado, el técnico informático de la secretaría de Estado Claudio Sciarpelletti, era absolutamente marginal. Se había limitado a transportar o conservar sobres cuyo contenido no era ni siquiera clasificado. El juez-presidente, Giuseppe Dalla Torre, ordenó ese mismo día separar el caso de Sciarpelletti a un segundo juicio que se celebrará, si acaso, posteriormente al del mayordomo.

En su delirio, Paoletto había declarado al juez instructor que fotocopiaba y divulgaba los documentos «inspirado por el Espíritu Santo» para salvar una Iglesia aquejada de «mal y corrupción por todas partes», y para defender a un Papa «no correctamente informado». Consideraba urgente lanzar una operación de rescate a través de «un shock mediático que podría traer de nuevo la Iglesia al carril justo». No cobró por entregar los papeles reservados pues el periodista le dijo que «no se solía pagar por documentos».

El 2 de octubre, en la segunda sesión del juicio, declaró haber «llegado a la conclusión de que es fácil manipular a la persona que tiene en mano el poder decisorio». Jueces y público se quedaron con la boca abierta. Es la primera vez que alguien califica de «manipulable» a Joseph Ratzinger, el Panzerkardinal, acusado sistemáticamente de rigidez férrea y de frialdad durante los últimos cuarenta años.

Para mayor sorpresa, Paoletto concluyó declarándose «inocente» del único delito por el que se le juzga: el «robo con agravantes» de los documentos que admite haber sustraído personalmente y entregado en mano al periodista italiano. Es un delito que conlleva cuatro años de cárcel. Se reconoce, en cambio, «culpable de haber traicionado la confianza que había puesto en mí el Santo Padre, a quien amo como un hijo».

El sentimiento de tomadura de pelo empezaba a dar paso al de lástima. Está cada vez más claro que sufre un grave problema. El profesor Roberto Tatarelli, uno de los dos psiquiatras consultados por el juez instructor, detectó anomalías serias, pero no tanto como para eximirle del proceso penal. El profesor Tonino Cantelmi, en cambio, se manifestó contrario al enjuiciamiento ya que «la deformación en el proceso mental de Gabriele ha abolido la conciencia y la libertad de los propios actos». La sentencia de envío a juicio, emitida por el juez instructor, Piero Antonio Bonnet, el pasado 13 de agosto incluye ambos dictámenes contradictorios y también un diagnóstico del psicólogo clínico Paolo Roma, según el cual «el señor Gabriele se caracteriza por un inteligencia simple en una personalidad frágil con deriva paranoide».

Paolo Gabriele, de 46 años, llevaba una vida tranquila, repartida serenamente entre el servicio al Papa por las mañanas y la dedicación a su esposa y a sus tres hijos el resto del día. Los cuatro vivían felices en una casa dentro del Estado del Vaticano, a solo cinco minutos a pie del apartamento papal. Y a solo veinte metros del cuartel de la Gendarmería Vaticana, en cuyas celdas pasaría casi dos meses de detención preventiva desde el 23 de mayo hasta la concesión del arresto domiciliario el 21 de julio.

Paoletto había comenzado a trabajar en el Vaticano como empleado de limpieza, y un anciano sacerdote amigo suyo recuerda todavía «cuando pasaba por la tarde, con una bata negra, para limpiar las oficinas y los suelos de la secretaría de Estado». Era una persona discreta y eficaz, hasta el punto que alguien lo propuso como candidato para trabajar en el apartamento del Papa, donde fue adquiriendo responsabilidad cada vez mayor a medida que envejecía su predecesor, el mítico mayordomo Ángelo Gugel.

Nadie podía imaginar que había comenzado a sustraer documentos reservados -en su mayoría fotocopias, pero también originales- ya en el año 2006, y que había aumentado poco a poco el ritmo, hasta convertirse en «fotocopiador compulsivo» en el 2011 y 2012, prácticamente hasta la víspera de su arresto el pasado 23 de mayo. Tenía una mesa en el despacho de los dos secretarios del Papa, y utilizaba normalmente la fotocopiadora para su trabajo sin que, naturalmente, nadie le vigilase.


La fase de paroxismo de Paoletto comenzó el pasado mes de enero cuando empezó a pasar a un periodista italiano documentos «explosivos» como la carta confidencial en la que el arzobispo Carlo Maria Viganó, vicegobernador del Estado del Vaticano, denunciaba al Papa corrupción en los contratos de suministro.

Como está gobernado por clérigos italianos –igual que el resto de los organismos económicos de la Santa Sede-, el Estado del Vaticano funciona «a la italiana». La carta-denuncia salió a la luz el 25 de enero en un programa televisivo de escasa audiencia, pero su eco mundial fue inmediato, entre otros motivos porque el autor había sido «ascendido» a toda prisa a nuncio en los Estados Unidos para que dejase de molestar.

El 22 de febrero, el misterioso «topo» del Vaticano salta a la fama en una entrevista televisiva a rostro cubierto y con la voz deformada electrónicamente. Es un laico que afirma llevar trabajando en el Vaticano «unos veinte años» y se declara escandalizado por misterios como el secuestro de Emanuela Orlandi, hija de un conserje del Vaticano, en 1983, o el asesinato del comandante de la Guardia Suiza, Alois Estermann, y su esposa en 1998.


En realidad, el Vaticano era claramente la víctima de ambas operaciones criminales, pero algunos medios de comunicación anticatólicos las han utilizado durante años para «despellejar» a la Santa Sede presentándola como una organización siniestra que devora a sus propios miembros.

Esos mismos medios están presentando ya a Paoletto como una nueva víctima del Vaticano, al término de un juicio que no ha aclarado nada y ha escondido todo. Como el Vaticano es opaco y comunica mal, el consiguiente déficit de credibilidad favorece siempre a sus denigradores.

La entrevista televisiva dejaba claro, que el «topo» no sabía distinguir la realidad de la pura fantasía periodística en torno a los casos Emanuela Orlandi y Alois Estermann. Pasado el verano, cuando la emisora publica de nuevo la entrevista con la voz original de Paoletto, escuchar el tono y la inflexión de sus palabras revela que su enfado es sincero, pero debido a tomar por hechos reales complots de pura ficción.

A lo largo de la primavera, las «filtraciones» a diarios de baja tirada y emisoras de mínima audiencia se hacen cada vez más frecuentes hasta convertirse en un “diluvio” el 19 de mayo cuando sale a la calle el libro con un centenar de documentos confidenciales del Vaticano y del Papa. Era la pleamar del Vatileaks.

La selección de documentos sacaba a la luz anomalías objetivas de gobierno apuntadas como cañones para pulverizar tres altos cargos: el cardenal secretario de Estado, Tarcisio Bertone; el comandante de la Gendarmería Vaticana, Domenico Giani; y el secretario personal del Papa, Georg Gaenswein.

Benedicto XVI, en cambio, sale muy bien parado. Los documentos revelan un gobierno más eficaz de lo que parecía, con una atención estrecha a gran cantidad de temas que el Papa seguía de cerca pero sin comentarlo en público.

Resultaba evidente que la gran mayoría de los documentos eran confidenciales, y que publicar cartas enviadas al Papa es un abuso grave contra la privacidad no sólo del destinatario sino también de los autores, quienes se dirigían, en privado, a un líder religioso. La mayor parte de la prensa internacional evita, por ese motivo, describir sus contenidos.

El efecto de la fuga de documentos es devastador. Supone un auténtico shock para el Papa y su entorno, pero también para el resto de la Curia vaticana, donde todo el mundo pasa a tener miedo de las próximas entregas, de tener el teléfono “pinchado”, el correo electrónico intervenido, etc. Pero el bombazo no consigue su objetivo de romper el frente. Once días más tarde, en la audiencia general del 30 de mayo, Benedicto XVI confirma en público su confianza “a mis más estrechos colaboradores”. Todos siguieron en sus puestos.

Con la publicación del libro, el secretario personal del Papa, Georg Gaenswein, había descubierto entre sus páginas una carta de un periodista italiano y otra de un banquero milanés dirigidas a él, que había entregado a Gabriele para que preparase una respuesta. Y también un correo electrónico que, igual que las cartas, nunca salió de su despacho. El sacerdote alemán convoca el 21 de mayo una reunión de todas las personas que trabajan en torno al Papa: las cuatro mujeres que cuidan el apartamento, el segundo secretario Alfred Xuereb, el mayordomo y la hermana Birgit Wansing, especialista en descifrar la minúscula caligrafía del Papa y responsable de su archivo privado. Gaenswein se encara con Paoletto, quien niega airadamente la acusación.

Casi un mes antes, el 25 de abril, el Vaticano había anunciado que Benedicto XVI había encargado a una comisión de tres cardenales, presididos por el español Julián Herranz, investigar la gravísima fuga de documentos. Informada de la acusación y la negativa de Paoletto, la comisión cardenalicia ordena la suspensión preventiva del mayordomo y Gaenswein vuelve a reunir a toda la Familia Pontificia para comunicárselo en público el 23 de mayo.

Por la tarde, cuando Paoletto llega a su casa, cuatro agentes de la Gendarmería Vaticana le están esperando con una orden de registro. Según declararon en el juicio, descubren enseguida armarios y armarios con «cientos de miles» de papeles de todo tipo entre recortes de periódicos, documentos descargados de internet y material variopinto. Por el medio, en un «desorden no desordenado», empiezan a aparecer fotocopias de documentos confidenciales del Papa e incluso documentos originales.

Paoletto se muestra cortés, ofrece café a los agentes e incluso bromea con ellos: «Siento mucho que hoy vayáis a terminar tarde. Ya veis cuánto me gusta leer y escribir». Entre los voluminosos dossiers sobre la masonería, el caso Orlandi, el caso Calvi, el IOR, los servicios secretos, el modo de esconder documentos digitales, el modo de grabar ocultamente fotos y video con un teléfono móvil, el yoga, el budismo, etc. afloran, una y otra vez, documentos del Papa, evidentemente escondidos entre una selva de otros papeles. Está claro que sería necesario expurgar todo muy despacio.

Los agentes llenan 82 cajas, las sellan y, a las once de la noche, se las llevan al cuartel junto con «gran cantidad de memorias USB», dos discos duros, un ordenador de mesa, dos o tres ordenadores portátiles, un iPad, tarjetas de memoria, una PlayStation…

El examen de los papeles y de las memorias digitales saca a la luz «más de un millar» de documentos confidenciales, es decir, diez veces mas de los publicados en el libro. Entre ellos hay, según los gendarmes, «documentos referentes a la privacidad absoluta y la vida familiar de Benedicto XVI», así como mensajes cifrados entre el Vaticano y las nunciaturas.

Algunos documentos del Papa y algunos informes reservadísimos dirigidos al Santo Padre llevan una marca escrita en alemán: «Destruir». Era una orden clara. El mayordomo la desobedecía sistemáticamente. A esas alturas había destruido ya su propia honradez y su propio futuro.