Santos Abril y Castelló, de 76 años, creado cardenal en el consistorio del pasado 18 de febrero, acumula una amplia experiencia diplomática, sobre todo en destinos de gran dificultad como han sido los países balcánicos, en los que ha pasado quince años. Fue, de hecho, el último representante de la Santa Sede en Yugoslavia antes de su desaparición como Estado.

Este domingo detalla en una entrevista a L´Osservatore Romano algunos momentos vividos en esa zona, sobre todo durante la guerra de Kosovo. Durante toda la crisis quedó en evidencia la importancia que la comunidad internacional concede al papel diplomático del Papa, por ejemplo en la decisión, por acuerdo y no por tradición, de que fuese el nuncio quien hiciese de portavoz y representante del resto de embajadores.

"En Belgrado", explica, "el nuncio apostólico no era el decano del cuerpo diplomático, pero visto que el decano estaba casi siempre ausente, los embajadores quisieron elegir un coordinador y un portavoz que defendiese las misiones diplomáticas. Me eligieron por unanimidad. No fue una tarea fácil de desempeñar. Tuve que tomar decisiones nada sencillas y proponer al gobierno cambios radicales para hacer respetar las misiones diplomáticas". Por ejemplo, cuando fue bombardeada por la OTAN la embajada china.

El cardenal Abril cuenta asimismo por qué y cómo se convirtió en profesor de español de Juan Pablo II, quien ya conocía esa lengua desde que preparó su tesis doctoral sobre San Juan de la Cruz: "En 1978, cuando fue elegido Juan Pablo II, yo era jefe de la sección de lengua española de la Secretaría de Estado. En la audiencia general de los miércoles yo leía la lista de los grupos españoles presentes. Un día, después de la audiencia, Juan Pablo II me preguntó cuántas personas en el mundo hablaban español. Y cuando le dije que eran casi la mitad de la Iglesia, exclamó: «Entonces un Papa no puede no saber hablar español»".

"En ese momento no pude imaginar", continúa, "que poco después me pediría que le enseñase mi lengua. Me sorprendió mucho, casi me incomodó. Sin embargo, el Papa me puso enseguida las pilas. Le daba clase todos los días en cuanto tenía un poco de tiempo, porque se estaba preparando para el viaje a México [que tuvo lugar en enero de 1979, n.n.] y quería aprender a toda prisa. Fue una experiencia muy hermosa y conservo bellos recuerdos de su extraordinaria capacidad para aprender y de su sentido del humor".