Primera predicación de Cuaresma 2020
Raniero Cantalamessa, OFCap
El hacha en la raíz
Como en los últimos años, dedicamos esta primera meditación a una introducción general a la Cuaresma, esperando el regreso del Santo Padre y de los miembros de la Curia que participan en la tanda de ejercicios espirituales, antes de entrar en el tema principal de esta Cuaresma.
La tentación mesiánica
El evangelio del primer domingo de Cuaresma es, por tradición antiquísima, el episodio de las tentaciones de Jesús en el desierto. El Evangelio de Mateo, que la Iglesia nos hace escuchar en este año litúrgico, comienza así el relato: "Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto, para ser tentado por el diablo. Después de haber ayunado durante cuarenta días y cuarenta noches, al final tuvo hambre. El tentador se le acercó y le dijo: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan»" (Mt 4,1-3).
Alguien podría asombrarse del hecho de que también Jesús fue tentado. ¿No era Él el Hijo de Dios? Claro que lo era, pero también era hombre, y como hombre quiso «ser probado en todo, como nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4,15). Y esto es un gran consuelo para nosotros.
Primera tentación: «Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en pan». Segunda tentación: «Entonces el diablo le llevó a la ciudad santa, lo puso en el punto más alto del templo y le dijo: "Si eres Hijo de Dios, arrójate abajo". Tercera tentación: «De nuevo el diablo lo llevó sobre un monte altísimo y le mostró todos los reinos del mundo y su gloria y le dijo: "Todas estas cosas te daré si te arrojándote a mis pies, me adoras"».
Por debajo de estas tres tentaciones, hay una única tentación en tres formas distintas: la llamada «tentación mesiánica». Consiste en la propuesta de imponerse a los hombres con potencia y milagros, de ser, en otras palabras, el Mesías que todos esperaban. Jesús rechaza esta vía, en favor de otra que siente como querida por el Padre celestial. La puesta en juego es decisiva. Rechazar la cruz significaría salvar la gloria de la divinidad, según la idea que de ella se han hecho siempre los hombres. Aceptar la debilidad, la humildad y, finalmente, la ignominia de la cruz, significa, por el contrario, introducir en el mundo una novedad absoluta sobre Dios y el Mesías que, sin embargo, defraudará todas las expectativas y pondrá a Jesús en conflicto con el medio ambiente religioso. Jesús elige, sin vacilación, la vía que el Padre le ha trazado. Orienta su vida hacia la Pascua y hacia la obediencia hasta la muerte.
El episodio de las tentaciones no solo es importante por lo que nos dice sobre Jesús, sino también por lo que dice sobre nosotros. El evangelio presenta el episodio de las tentaciones como ejemplar para la Iglesia: «El diablo —se lee en Lucas— se apartó de él para volver en el tiempo fijado» (Lc 4,13). El «tiempo fijado» es, ante todo, el tiempo de la pasión de Jesús. El desafío: «Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz» (Lc 23,35.39) parece evocar la última propuesta del tentador. Pero «el tiempo fijado» se prolonga en el tiempo de la Iglesia. Satanás, después de haber tentado en vano al Jefe, vuelve a la carga contra su cuerpo. El Apocalipsis describe esta situación: el dragón insidia al niño, pero su ataque fracasa, porque él —Jesús— es arrebatado al cielo; entonces se dedica a acechar a la mujer que lo ha dado a luz —la Iglesia— persiguiéndola en el desierto, donde esta se ha refugiado en el tiempo de su exilio (cf. Ap 12,1-18).
La Iglesia, pues, vive todavía en el desierto, en régimen de tentación y de lucha; por esto, su Maestro la enseñó a orar: «No nos dejes caer [o no nos abandones] en la tentación, mas líbranos del mal». La Cuaresma es algo más que un tiempo del año litúrgico como los demás: es una figura y un símbolo de la condición presente en la que se encuentra la Iglesia en su camino hacia la Pascua eterna. Las tentaciones de Jesús continúan, bajo otras formas, en las tentaciones de los discípulos, y es importante por eso profundizar su contenido y su sentido.
Tres tentaciones siempre en curso
Si es cierto que por debajo de las tres tentaciones subyace la única tentación propia del Mesías, también es cierto que cada una de ellas encierra un significado muy concreto y de alcance universal. En otras palabras, en las tres tentaciones de Jesús se preanuncian todas nuestras tentaciones. Dostoievski decía que si no se encontraran en los evangelios y fuera preciso inventarlas y se pusiesen a la obra, con este objetivo, todos los sabios de la tierra, no conseguirían idear algo comparable, por fuerza y profundidad, a las tres preguntas del tentador. «En ellas está, como resumida en bloque y profetizada, toda la futura historia humana»[1].
Con esta convicción, tratemos de releer las tres tentaciones de Jesús. «Di que estas piedras se conviertan en pan». Según el filósofo Kierkegaard la agudeza sobrehumana de la tentación de Cristo reside en esto: él tiene hambre, tiene la posibilidad de hacer un milagro para procurarse el alimento, pero debe abstenerse de utilizar su poder, porque no es así como el Padre celestial quiere que sea utilizado[2]. En esto, el rechazo de Cristo resulta ejemplar para nosotros hoy. Por ejemplo, recuerda a la ciencia que, por el simple hecho de que «puede», es decir, es capaz de hacer una cierta cosa, no quiere decir que «puede» hacerla (es decir que sea lícito). Por el hecho de que puede realizar la bomba atómica, no quiere decir que «pueda», que sea lícito, utilizarla. Por el hecho de que es capaz de reproducir un ser humano por clonación u operar otras manipulaciones genéticas, no quiere decir que le sea lícito hacerlo. Son tentaciones tremendas, a las cuales esperamos que los responsables del destino humano sepan resistir, evitando caer en un delirio de omnipotencia que podría resultar fatal para todos.
Segunda tentación: «Si eres Hijo de Dios, tírate abajo». La tentación de la espectacularidad, de llamar la atención a cualquier precio. Es lo que impulsa hoy a muchas personas (a menudo adolescentes) a hacer cosas extrañas, inútiles e incluso aberrantes, con tal de hacer hablar de sí en los periódicos o en lo social; la apariencia es más importante que el ser. Tenía razón Pascal: «Hay gente dispuesta a hacer ganancias incluso de la vida, siempre que alguien hable de ello»[3].
Tercera tentación: «Te daré poder y gloria, si postrado me adorarás». La tentación de adquirir poderes extraordinarios y éxito, incluso a costa, como se dice, de «vender el alma al diablo». ¿No es lo que sucede en la magia, ocultismo, espiritismo, ritos satánicos y cosas de este tipo que invaden nuestro mundo y seducen a tanta gente?
Pero no sólo existen estas tentaciones universales. También están las tentaciones personales y cotidianas a las cuales estamos expuestos todos y de ellas debemos ocuparnos ante todo en esta sede. Tratemos de excavar un poco más en profundidad en la dinámica de la tentación, de cualquier tentación, para saber cómo afrontarla.
¿Qué es la tentación? En la acepción ordinaria, es la atracción que ejercita sobre nosotros lo que percibimos como mal, o incluso la instigación y el empuje a cometerlo que viene del demonio, por nuestras concupiscencias y por el mundo que nos rodea.
Hay que distinguir inmediatamente la tentación del pecado. Es esencial para que se tenga una verdadera tentación que ésta sea percibida como tal, es decir, como impulso al mal. De lo contrario, se tratará de ilusión, de error de valoración moral (que pueden ser tan perjudiciales y a veces también culpables), pero no de tentación. Esta consiste en comprender, al menos vagamente, que una cierta cosa está equivocada, que su resultado final será negativo y, sin embargo, elegirla por la satisfacción inmediata que promete. Es preferir lo inmediato a lo justo.
Pocas cosas se prestan a ejemplificar la dinámica de la tentación como la droga. El joven no puede no saber, con todo lo que tiene a su vista, que la droga lleva a la autodestrucción y a la muerte. Y, sin embargo, se deja seducir por la promesa de una satisfacción inmediata. Quiere experimentar. Quizás prometiéndose que se detendrá a continuación, cuando lo decida. Sin saber que el primer efecto de la droga será, precisamente, el de quitarles esta capacidad de querer y de decidir cualquier cosa y hacerlo esclavo, «tóxico-dependiente» precisamente. Se repite la tentación de la serpiente: «No vais a morir en absoluto... más aún, se abrirán vuestros ojos» (cf. Gén 3,4.5). Pero no fue así. Es la más grande tragedia de los jóvenes de hoy, y no solo de los jóvenes.
Forma parte de la lucha contra las tentaciones huir de «las ocasiones próximas de pecado». No hacerlo significa exponerse voluntariamente a la tentación. «La ocasión —se dice—, hace al ladrón». Y es cierto, pero también hace al adúltero, al goloso, al lujurioso... La ocasión actúa como ciertas bestias salvajes que encantan e hipnotizan a la presa, para poderla luego devorar, sin que se pueda mover un centímetro. Hace saltar en el hombre extraños mecanismos psicológicos; logra «encantar» la voluntad con este simple pensamiento: «Si no aprovechas la oportunidad ya no la encontrarás nunca; es de tontos no aprovechar la ocasión…». La ocasión hace caer en pecado a quien no la evita, como el vértigo hace caer en un precipicio a quien lo bordea.
Los medios de la lucha: ayuno
El Evangelio de las tentaciones no se limita, por fortuna, a recordarnos que en esta vida estamos expuestos a la tentación; nos sugiere también cómo hacer para vencer la tentación: imitando al Maestro. Jesús venció su tentación principalmente con dos armas: el ayuno («no comió nada en esos días») y el recurso a la Palabra de Dios («está escrito»). Profundicemos estos dos temas tan importantes para plantear bien nuestra Cuaresma. Empecemos con el ayuno.
En el prefacio de la liturgia del Miércoles de Ceniza, se encuentra este elogio del ayuno: «Con el ayuno cuaresmal, tú vences nuestras pasiones, elevas el espíritu, infundes la fuerza y das el premio». ¿Qué ayuno puede conseguir efectos tan extraordinarios y profundos? No ciertamente el simple ayuno corporal, el que consiste en abstenerse de alimentos, en plegar «como junco la propia cabeza» y usar «saco y ceniza como lecho». Tanto más si a él se acompaña, como sucede a menudo, la presunción de haber hecho con esto algo grande que da derecho a una contrapartida: «¿Por qué ayunar, si tú no lo ves, mortificarse, si tú no lo sabes?» (Is 58,3).
De este ayuno «hipócrita» (cf. Mt 6,16) que permite simultáneamente «oprimir a los propios obreros y discutir golpeando con puños injustos», Dios no sabe qué hacer y dice al respecto: «¿Es quizás el ayuno que deseo?» (Is 58,5).
Naturalmente, no todo ayuno corporal es así; hay también un ayuno bueno, conocido y apreciado por toda la tradición bíblica y cristiana y que ha contribuido a hacer santos. Hay situaciones de las que no se sale —dice Jesús— si no «con la oración y el ayuno» (Mc 9,29).
Hoy, a este ayuno de alimentos, hay que agregar (o incluso sustituir) otro ayuno, el de las imágenes. Está escrito que Satanás «mostró» a Jesús todos los reinos: se los hizo ver en una especie de visión intelectual. La imagen, una vez introducida en nuestra imaginación, se anida en ella creando un impulso urgente para que se traduzca en realidad y en acción. También la caída de Eva comenzó por los ojos: «Vio que el árbol era bueno, agradable a los ojos y deseable» (Gén 3,6).
La puerta ordinaria por la que se introduce la tentación y la representación. Ahora nosotros vivimos en una civilización dominada por la imagen. Somos bombardeados de la mañana a la noche: televisión, revistas, películas, Internet... Si Jesús, en aquellos cuarenta días, practicó el ayuno de alimentos, hoy tenemos que añadirle el ayuno de las imágenes. No todas las imágenes, por supuesto, sino aquellas imágenes que sabemos que son perjudiciales para nosotros. No son sólo las imágenes de desnudos y sexo, sino también las de vestidos costosos, escaparates relucientes y objetos de lujo, o de platos suculentos y licores, para quien es propenso a exagerar en comer y beber.
Las dos formas de ayuno que he recordado, sin embargo, y otras que se podrían añadir (¡por ejemplo, ayuno de malas palabras!) son ayunos preparatorios; no ponen todavía «el hacha en la raíz». El ayuno verdadero, radical, el que ningún profeta ha sospechado, nos lo revela Jesús y es: ¡ayunar de nosotros mismos! «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo» (Lc 9,23). «Si mismo»: esta es la raíz a la cual hay que introducir el hacha, si se quiere obrar en serio con Dios y con el Evangelio.
Me viene a la mente un recuerdo de niño. Iba con mi padre a la orilla del río a sacar las cepas de los chopos recién cortados; se descubría el terreno de alrededor, se cortaban, a medida que afloraban, todas las raíces laterales y superficiales, después de lo cual yo, inexperto, empezaba a empujar la cepa como si tuviera que salir con un simple empujón; en cambio, ¡no se desplazaba ni un centímetro! El álamo, como otros muchos árboles, tiene la raíz primaria, es decir, una raíz-madre que baja perpendicularmente en el terreno y es irremovible; mientras no se rompe esta, el árbol no cae.
Así nos sucede también a nosotros: se pueden cortar muchos lazos y muchas necesidades: de comida, de cosas, de los demás; pero mientras no se introduce el hacha en nuestro «yo» viejo, tenaz y egoísta, no se avanza ni un centímetro en el camino del Evangelio. Permanecemos en el lado de acá de una verdadera conversión. ¡Es nuestra raíz-madre la que alimenta y hace crecer a todas las demás! Se puede dar el caso de un asceta macerado en el cuerpo, despojado de todo, reducido a piel y huesos por la penitencia, pero lleno de sí mismo y de su ascesis: este sería un hombre que todavía debe convertirse. Cada año, en Cuaresma, al llamarnos a la conversión, la palabra de Dios nos llama, pues, a esta difícil operación.
Pero, ¿es justo poner el hacha en esa precisa raíz? ¿Por qué hay que entrar en conflicto con uno mismo? El motivo es que ese lugar es de Cristo y ¡dos juntos no caben! Nuestro yo lo ocupa como usurpador. De ese lugar depende sobre quién estamos fundados y arraigados, quién es el apoyo y la «roca de nuestra vida», sobre quiénes estamos centrados: si sobre Dios o sobre nosotros mismos. ¡Pablo dice que debemos estar «arraigados y fundados» en Cristo Jesús (cf. Col 2,7)!
Bajemos a lo concreto: ¿cuando sorbemos savia y nos alimentamos de la raíz venenosa del propio egoísmo? Lo hacemos cuando dejamos que sea el «yo» viejo y pecador quien hable en nosotros, exprese libremente sus juicios, sus condenas, destile resentimientos y rencores; cuando cedemos a iras, celos, autocompasiones. A veces, en casos de este tipo, se tiene la impresión física de succión de esa raíz amarga. El Espíritu se nubla, se encierra, se respira aire de muerte dentro de nosotros.
Cuando nos sorprendemos en este estado, debemos truncar enseguida ese hilo de pensamientos, desaprobarlos, oponerles pensamientos contrarios de amor, de perdón, de pureza, de misericordia. ¿No darnos la razón! Es así como se introduce «el hacha en la raíz»: «Si con la ayuda del Espíritu hacéis morir las obras del cuerpo, viviréis» (Rom 8,13).
Este es el verdadero ayuno espiritual, el ayuno de uno mismo; sus frutos son la paz, la alegría, la concordia, la comunión; en una palabra, «la vida nueva». A él alude otro prefacio cuaresmal cuando dice dirigido a Dios: «Tú has establecido, para tus hijos, un tiempo de renovación espiritual para que, libres de los fermentos del pecado, vivan las vicisitudes de este mundo siempre orientados hacia los bienes eternos». .
El hacha es la palabra de Dios
Me doy cuenta de que he hablado hasta aquí de la «raíz», pero todavía no del «hacha». ¿Qué es el hacha que nos debe servir para hacer en nosotros esta limpieza? ¡Es la Palabra de Dios! Jesús opuso a cada tentación, una palabra de la Escritura. La Palabra de Dios es una «espada afilada de doble filo» (Heb 4,12), «espada del Espíritu» (Ef 6,17) que sale de la boca del Hijo del hombre (Ap 1,16). Y con razón, porque la palabra de Dios penetra, hace sitio e ilumina como un machete en la selva. La Palabra de Dios es el gran recurso en el camino de santificación; hace caer cosas y deseos inútiles, corta las raíces del hombre viejo; en un palabra, como dice Jesús «limpia»: «Vosotros estáis limpios por la palabra que les he anunciado» (Jn 15,3).
La Palabra de Dios ha vuelto a ser, afortunadamente, un componente esencial de nuestra Cuaresma. Se verifica cada vez la promesa de Dios que habla de una hambre y una sed en el país, pero no hambre de pan, ni sed de agua, sino de escuchar la palabra del Señor (cf. Am 8,11). Es necesario que nos enamoremos de ella, que la recogemos con avidez. Pablo escribe: «Cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón» (Rom 10,8), y es verdad: «La palabra de Dios —escribe san Ambrosio— es la sustancia vital de nuestra alma; la alimenta, la cuida y la gobierna y no hay otra cosa, a excepción de la palabra de Dios, que pueda hacer vivir el alma del hombre»[4].
Cuando se escucha la palabra de Dios en la asamblea litúrgica o se lee en casa, es bueno centrarse en aquella frase que nos impacta más, o que nos ha impactado una vez, porque este es el signo de que está destinada a nosotros de manera especial. Hay que dejarse juzgar libremente por la palabra de Dios, no hacerla estéril aplicándola inmediatamente a los demás. Hay que pasar enseguida de la escucha a la aplicación práctica; preguntarse: ¿cómo puedo hoy mismo traducir esta palabra en hechos y gestos concretos? Por ejemplo, la palabra de Jesús al tentador: «No sólo de pan vive el hombre». Puede aplicarse sin esfuerzo a otras cosas: no sólo de trabajo vive el hombre, no sólo de dinero vive el hombre, no sólo de «fútbol» vive el hombre…
Dios normalmente responde con puntualidad desconcertante cuando le pedimos sinceramente que nos muestre su voluntad. No hay que ser de los que Santiago llama oyentes apresurados (cf. Stg 1,22-24): los que pasan ante el espejo sin detenerse y sin permitir, pues, que el espejo revele sus manchas. Nosotros, los ministros de Dios y laicos comprometidos debemos estar atentos a ser oyentes y no solo distribuidores de la palabra de Dios. ¡La medicina cura a quien la toma, no a quien la prepara o la distribuye a otros!
¡Ayuno de nosotros mismos y Palabra de Dios, he aquí un buen programa para la Cuaresma! Un programa austero, pero no tétrico, sino bello y fascinante. La Cuaresma no es un regalo que hacemos a Dios, sino un regalo (¡y qué regalo!) que Dios nos hace a nosotros. Por eso «cuando ayunéis —nos amonesta Jesús— no tengáis un aire melancólico»" (Mt 6,16). Hoy está de moda hablar de «fitness»; los grandes hoteles tienen todos los centros de «spa» o de bienestar. La Cuaresma, si queremos, puede ser un tiempo de fitness del espíritu, mucho más importante y necesario que el del cuerpo.
El evangelio de Marcos termina su breve relato de las tentaciones con esta noticia: «Estaba con las bestias salvajes y los ángeles le servían» (Mc 1,13). Es una forma velada de decir que, con su victoria sobre el demonio, Jesús ha derrocado la derrota de Adán y Eva frente a la tentación de la serpiente. Él es el nuevo Adán que reabre el acceso a la paz que reinaba en el primer paraíso entre el hombre, los ángeles y las fieras salvajes.
Jesús en el desierto se libró de Satanás para luego liberar de Satanás. También nosotros, liberémonos del demonio, para ayudar a los hermanos a liberarse del demonio y sus seducciones.
¡Buena y santa Cuaresma siguiendo las huellas de Jesús!
Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
[1] Los hermanos Karamazov, Leyenda del Gran Inquisidor.
[2] Søren Kierkegaard, Diario, X4A 181.
[3] Blaise Pascal, Pensamientos, 147 (ed. Brunschvicg)
[4] San Ambrosio, Exp. Ps 118, 11, 29.