Cuarta Predicación de Cuaresma 2021 (texto completo)
Cardenal Raniero Cantalamessa, OFMCap
Jesús de Nazaret: una persona
Los Hechos de los Apóstoles narran el siguiente episodio. A la llegada del rey Agripa a Cesarea, el gobernador Festo le presenta el caso de Pablo custodiado por él, a la espera de juicio. Resume el caso al rey con estas palabras: «Los que lo culparon... tenían contra él algunas cuestiones relacionadas con su religión y con un tal Jesús, muerto, que Pablo sostenía que está vivo» (Hch 25,18-19). En este detalle, aparentemente tan secundario, se resume la historia de los veinte siglos que siguieron a ese momento. Todo sigue girando en torno a «un cierto Jesús» que el mundo considera que está muerto y la Iglesia proclama que está vivo.
¡Esto es lo que nos proponemos profundizar en esta última meditación, es decir, que Jesús de Nazaret está vivo! No es un recuerdo del pasado; no es sólo un personaje, sino una persona. Vive «según el Espíritu», ciertamente, pero esta es una forma de vivir más fuerte que «según la carne» porque le permite vivir dentro de nosotros, no fuera, o al lado.
En nuestro reexamen del dogma, hemos llegado al nudo que une las dos cabezas. Jesús «verdadero hombre» y Jesús «verdadero Dios» —dije al principio— son como los dos lados de un triángulo, cuyo vértice es Jesús «una persona». Recordemos sintéticamente cómo se formó el dogma de la unidad de persona de Cristo. La fórmula «una persona», aplicada a Cristo, se remonta a Tertuliano[1], pero se necesitaron más de dos siglos de reflexión para entender lo que significaba de hecho y cómo se podía conciliar con la afirmación de que Jesús era verdadero hombre y verdadero Dios, es decir, «de dos naturalezas».
Una etapa fundamental fue el Concilio de Éfeso en 431, en el que se definió el título de María Theotokos, Madre de Dios. Si María puede ser llamada «Madre de Dios», aunque sólo ha dado a luz a la naturaleza humana de Jesús, significa que en él humanidad y divinidad forman una sola persona. Sin embargo, el objetivo final sólo se logró en el Concilio de Calcedonia en 451, con la fórmula de la cual retomamos la parte relativa a la unidad de Cristo: "Siguiendo, pues, a los Santos Padres, todos a una voz enseñamos que ha de confesarse a uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, conservando, más bien, cada naturaleza su propiedad y concurriendo en una sola persona y en una sola hipóstasis"[2].
Si para la recepción completa de la definición de Nicea se necesitó un siglo, para la recepción completa de esta otra definición hicieron falta todos los siglos siguientes, hasta nuestros días. En efecto, solo gracias al reciente clima de diálogo ecuménico, se ha podido restablecer la comunión entre la Iglesia ortodoxa y las llamadas Iglesias Nestorianas y Monofisitas del Oriente Cristiano. Se ha tomado nota de que, en la mayoría de los casos, se trataba de una diversidad de terminología, no de doctrina. Todo dependía del significado diferente que se daba a los dos términos de «naturaleza» y de «persona» o «hipóstasis».
Del adjetivo «una» al sustantivo «persona»
Asegurado su contenido ontológico y objetivo, también aquí, para revitalizar el dogma, debemos destacar ahora su dimensión subjetiva y existencial. San Gregorio Magno decía que la Escritura «crece con los que la leen» (cum legentibus crescit) [3]. Tenemos que decir lo mismo sobre el dogma. Es «una estructura abierta»: crece y se enriquece, en la medida en que la Iglesia, guiada por el Espíritu Santo, se encuentra viviendo nuevas problemáticas y en nuevas culturas.
San Ireneo lo dijo con singular predicción hacia finales del siglo II. La verdad revelada, escribía el santo, es «como un licor precioso contenido en una vasija valiosa. Por obra del Espíritu Santo, [la verdad] siempre rejuvenece y rejuvenece incluso al jarrón que la contiene»[4]. La Iglesia es capaz de leer la Escritura y el dogma de una manera siempre nueva, ¡porque ella misma es hecha nueva por el Espíritu Santo! Aquí está el gran y simplicísimo secreto que explica la perenne juventud de la Tradición y, por tanto, de los dogmas que son su máxima expresión.
El dogma de la única persona de Cristo es también una «estructura abierta», es decir, capaz de hablarnos hoy, de responder a las nuevas necesidades de la fe, que no son las mismas que en el siglo V. Hoy nadie niega que Cristo sea «una persona». Hay algunos —hemos visto con anterioridad— que niegan que sea una persona «divina», prefiriendo decir que es una persona «humana» en la que Dios habita, o trabaja, de una manera única y excelente. Pero la unidad misma de la persona de Cristo, repito, no es contestada por nadie.
Lo más importante hoy en día, sobre el dogma de Cristo «una persona», no es tanto el adjetivo «una», cuanto el sustantivo «persona». No tanto el hecho de que sea «uno e idéntico a sí mismo» (unus et idem), cuanto que sea una «persona». Esto significa descubrir y proclamar que Jesucristo no es una idea, un problema histórico y ni siquiera solo un personaje, sino una persona ¡y una persona viva! Esto es, de hecho, de lo que carecemos y de lo que necesitamos mucho para no dejar que el cristianismo se reduzca a la ideología, o simplemente a teología.
Nos hemos propuesto revitalizar el dogma, partiendo de su base bíblica. Por ello, nos volvemos inmediatamente a la Escritura. Comencemos por la página del Nuevo Testamento que nos habla del más célebre «encuentro personal» con el Resucitado que jamás haya sucedido sobre la faz de la tierra: el del apóstol Pablo. «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» «¿Quién eres?» «¡Yo soy Jesús el Nazareno!» (cf. Hch 9,4-5). ¡Qué fulguración! Después de veinte siglos, esa luz todavía ilumina a la Iglesia y al mundo. Pero escuchemos cómo él mismo describe este encuentro: «Sin embargo, todo eso que para mí era ganancia, lo consideré pérdida a causa de Cristo. Más aún: todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en él, no con una justicia mía, la de la ley, sino con la que viene de la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios y se apoya en la fe. Todo para conocerlo a él» (Flp 3, 7-10).
Casi con enrojecimiento me atrevo a combinar la iluminadora experiencia de Pablo con mi pequeñísima experiencia. Pero es precisamente Pablo quien, con su relato, nos anima a hacer lo mismo, es decir, a dar testimonio de la gracia de Dios. Estudiando y enseñando la cristología, yo había realizado varias investigaciones sobre el origen del concepto de «persona» en teología, sobre sus definiciones y diferentes interpretaciones. Había conocido las interminables discusiones en torno a la única persona o hipostasis de Cristo en el período bizantino, los desarrollos modernos sobre la dimensión psicológica de la persona, con el consiguiente problema del «Yo» de Cristo, tan debatido cuando estudiaba teología. En cierto modo, yo sabía todo acerca de la persona de Jesús, ¡pero no conocía a Jesús en persona!
Fue precisamente aquella palabra de Pablo lo que me ayudó a entender la diferencia. Sobre todo la frase: «Para que yo lo conozca». Me parecía que ese simple pronombre «él» (auton) contenía más verdad sobre Jesús que tratados enteros de cristología. «Él», significa Jesucristo «en carne y hueso». Era como conocer a una persona en vivo, habiendo conocido su fotografía durante años. Me di cuenta de que conocía libros sobre Jesús, doctrinas, herejías sobre Jesús, conceptos sobre Jesús, pero no lo conocía, como persona viva y presente. Al menos no lo conocía así cuando me acerqué a él a través del estudio de la historia y de la teología. Yo tenía hasta entonces un conocimiento impersonal de la persona de Cristo. Una contradicción y una paradoja, pero por desgracia, ¡qué frecuente!
La persona es ser-en-relación
Reflexionando sobre el concepto de persona en el ámbito de la Trinidad, San Agustín[5], y después de él Santo Tomás de Aquino, llegaron a la conclusión de que «persona», en Dios, significa relación. El Padre es tal por su relación al Hijo: todo su ser consiste en esta relación, como el Hijo es tal para su relación al Padre. El pensamiento moderno confirmó esta intuición. «La verdadera personalidad —escribió el filósofo Hegel— consiste en recuperarse uno mismo sumergiéndose en el otro»[6]. La persona es persona en el acto en que se abre a un «tú» y en esta confrontación adquiere conciencia de sí. Ser persona es «ser-en-relación».
Esto vale de modo eminente dicho de las personas divinas de la Trinidad, que son «relaciones puras», o como se dice en teología, «relaciones subsistentes»; pero vale también de toda persona en el ámbito creado. La persona no se conoce en su realidad, si no es entrando en «relación» con ella. Por eso no se puede conocer a Jesús como persona, si no es entrando en una relación personal, de yo a tu, con él. «La fe no termina en los enunciados, sino en las cosas», dijo Santo Tomás Aquino[7]. No podemos contentarnos con creer en la fórmula «una persona»; debemos llegar a la persona misma y, a través de la fe y la oración, «tocarla».
Debemos plantearnos seriamente una pregunta: ¿es Jesús para mí una persona, o sólo un personaje? Hay una gran diferencia entre las dos cosas. El personaje —como Julio César, Leonardo da Vinci, Napoleón— es uno del que se puede hablar y escribir todo lo que se quiera, pero al cual y con el cual es imposible hablar. Desgraciadamente, para la gran mayoría de los cristianos Jesús es un personaje, no una persona. Es objeto de un conjunto de dogmas, doctrinas o herejías; uno cuya memoria celebramos en la liturgia, que creemos que está verdaderamente presente en la Eucaristía, todo lo que se quiera. Pero si permanecemos en el nivel de la fe objetiva, sin desarrollar una relación existencial con él, él permanece externo a nosotros, toca nuestra mente, pero no calienta el corazón. Sigue estando, a pesar de todo, en el pasado; entre nosotros y él se interponen, inconscientemente, veinte siglos de distancia. En el trasfondo de todo esto, se comprende el sentido y la importancia de esa invitación que el Papa Francisco planteó al comienzo de su exhortación apostólica Evangelii gaudium: «Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón para que alguien piense que esta invitación no es para él» (EG, 3).
En la vida de la mayoría de las personas hay un acontecimiento que divide la vida en dos partes, creando un antes y un después. Para los casados, es el matrimonio y dividen sus vidas así: «antes de casarme» y «después de casado»; para los obispos y sacerdotes es la consagración episcopal o la ordenación sacerdotal; para las personas consagradas es la profesión religiosa. Desde un punto de vista espiritual, sólo hay un acontecimiento que realmente crea un antes y un después para todos. La vida de cada persona se divide exactamente como se divide la historia universal: «antes de Cristo» y «después de Cristo», antes del encuentro personal con Cristo y después de él.
Podemos vislumbrar este encuentro, escuchar hablar de él, desearlo, pero para experimentarlo sólo hay un medio. No es algo que de pueda lograr leyendo libros o escuchando un sermón. ¡Sólo por la obra del Espíritu Santo! Por eso, sabemos a quién tenemos que pedirlo y sabemos que no espera más que se lo pidamos... Per te sciamus da Patrem, noscamus atque Filium: «Que a través de ti conozcamos al Padre y también conozcamos al Hijo». Que lo conozcamos con este conocimiento íntimo y personal que cambia la vida.
Cristo, persona «divina»
Pero tenemos que ir un paso más allá. Si nos detuviéramos aquí, perderíamos la revelación más consoladora encerrada en el dogma de Cristo «persona» y persona «divina». Nunca seremos lo suficientemente agradecidos a la antigua Iglesia por haber luchado, a veces literalmente hasta casi la sangre, para mantener la verdad de que Cristo es «una sola persona» y que esta persona no es otra que el Hijo eterno de Dios, una de las tres personas de la Trinidad. Tratemos de entender por qué.
La contribución más fructífera y duradera de San Agustín a la teología es haber fundado el dogma de la Trinidad en la afirmación joánica «Dios es amor» (1 Jn 4,8). Todo amor implica un amante, un amado y un amor que los une y así es como él define a las tres personas divinas: el Padre es el que ama, el Hijo el amado y el Espíritu Santo, el amor que los une[8].
No hay amor que no sea amor de alguien o de algo, igual que no se da conocimiento que no sea de algo. No existe un amor «vacío», sin objeto. Así que nos preguntamos: ¿quién ama a Dios, para ser definido amor? ¿El hombre? Pero entonces es un amor solo desde hace unos cientos de millones de años. ¿El universo? Pero entonces es amor solo desde hace unas pocas decenas de miles de millones de años. ¿Y antes quién amaba a Dios para ser el amor? Esta es la respuesta de la revelación bíblica, explicitada por la Iglesia. Dios es amor siempre desde siempre, ab aeterno, porque incluso antes de que hubiera un objeto fuera de sí mismo al que amar, tenía en sí mismo al Verbo, al Hijo al que amaba con amor infinito, es decir, «en el Espíritu Santo».
Esto no explica «cómo» la unidad pueda ser al mismo tiempo trinidad (este es un misterio incognoscible para nosotros porque sucede sólo en Dios), pero es suficiente al menos para intuir «por qué», en Dios, la pluralidad no contradice la unidad. ¡Es porque «Dios es amor»! Un Dios que fuera puro conocimiento o pura ley, o puro poder, ciertamente no necesitaría ser trino (más aún, esto complicaría las cosas); pero sí un Dios que es ante todo amor, porque entre menos dos, no puede haber amor.
El misterio más grande y más inaccesible para la mente humana no es, en mi opinión, que Dios sea uno y trino, sino que Dios es amor. «Es necesario —escribió De Lubac— que el mundo lo sepa: la revelación de Dios como amor desconcierta todo lo que se había concebido previamente de la divinidad»[9]. Es muy cierto, pero lamentablemente todavía estamos muy lejos de haber sacado todas las consecuencias de esta revolución. Lo demuestra el hecho de que la imagen de Dios que domina en el inconsciente humano es la del ser absoluto, no la del amor absoluto; un Dios que es esencialmente omnisciente, omnipotente y, sobre todo, justo. El amor y la misericordia son vistos como un correctivo que modera la justicia. Son el exponente, no la base.
Nosotros modernos proclamamos que la persona es el valor supremo que debe respetarse en todos los campos, el fundamento último de la dignidad humana. Sin embargo, de dónde proviene este concepto moderno de persona, solo se entiende a partir de la Trinidad. Lo puso bien de relieve el teólogo ortodoxo Johannes Zizioulas, mostrando la fecundidad y el enriquecimiento mutuo que se obtiene en el diálogo entre la teología latina y la teología griega sobre la Trinidad. Demuestra, en varios de sus escritos, cómo el concepto moderno de la persona es hijo directo de la doctrina de la trinidad y explica en qué sentido.
«El amor es una categoría ontológica que consiste en dar espacio a la otra persona para que exista como otro y adquiera la existencia en y a través del otro. Es una actitud kenótica, un darse a sí mismo [...]. Esto es lo que sucede en la Trinidad, donde el Padre ama dándose del todo al Hijo y haciéndolo existir como Hijo. [...] Esto, pues, es lo que significa ser una persona humana a la luz de la teología trinitaria. Significa una forma de ser en la que adquirimos nuestras identidades no al distanciarnos de los demás, sino en comunión con ellos en y a través de un amor que "no busca su propio interés" (1 Cor 13,5), sino que está dispuesto a sacrificar su verdadero ser para permitir que el otro sea y sea otro. Es exactamente la forma de ser que se encuentra en la Cruz de Cristo donde el amor divino se revela plenamente en nuestra existencia histórica»[10].
Cristo, siendo una persona divina y trinitaria, tiene, pues, con nosotros, una relación de amor que cimienta nuestra libertad (Cf. Gál 5,1). «Me amó y se entregó por mí» (Gál 2,20): se podrían pasar horas enteras repitiendo esta palabra dentro de uno mismo, sin terminar de asombrarse nunca. ¡Él, Dios, me amó, criatura de la nada y desagradecida! Se entregó a sí mismo —su vida, su sangre— por mí. ¡Individualmente por mí! Es un abismo en el que uno se pierde.
Por lo tanto, nuestra «relación personal» con Cristo es esencialmente una relación de amor. Consiste en ser amado por Cristo y amar a Cristo. Esto vale para todos, pero asume un significado particular para los pastores de la Iglesia. A menudo se repite (partiendo del mismísimo San Agustín) que la roca sobre la que Jesús promete fundar su Iglesia es la fe de Pedro, al haberlo proclamado «Mesías e Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16). Se pasa por alto, me parece, lo que Jesús dice en el momento de la concesión de facto del primado de Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?... ¡Apacienta mis ovejas!» (cf. Jn 21,15-16). El oficio del pastor saca su fuerza secreta del amor a Cristo. El amor, no menos que la fe, lo hace uno con la Roca que es Cristo.
«¿Quién nos separará del amor de Cristo?»
Terminaré destacando la consecuencia de todo esto para nuestra vida, en un momento de gran tribulación para toda la humanidad como es el presente. Dejamos que nos lo explique, una vez más, el apóstol Pablo. En su carta a los Romanos escribe: ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación, la angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada? (Rom 8,35)
No se trata de una enumeración abstracta y genérica. Los peligros y tribulaciones que él enumera son las cosas que, de hecho, experimentó en su vida. Los describe detalladamente en la Segunda Carta a los Corintios, donde, a las pruebas aquí enumeradas, añade la que más le hacía sufrir, es decir, la obstinada oposición por parte de algunos de los suyos (cf. 2 Cor 11,23ss). En otras palabras, el Apóstol repasa en su mente todas las pruebas que ha pasado, señala que ninguna de ellas es tan fuerte como para soportar la confrontación con el pensamiento del amor de Cristo, y, por ello, concluye triunfalmente: «En todo esto vencemos de sobra gracias a aquel que nos ha amado» (Rom 8,37).
El Apóstol nos invita tácitamente a cada uno de nosotros a hacer lo mismo. Nos sugiere un método de curación interior basado en el amor. Nos invita a sacar a la superficie las angustias que acechan en nuestro corazón, las tristezas, los miedos, los complejos, ese defecto físico o moral que no hace que aceptemos serenamente, ese recuerdo doloroso y humillante, ese mal sufrido, la oposición sorda por parte de alguien... Exponer todo esto a la luz del pensamiento de que Dios me ama, y truncar cualquier pensamiento negativo, diciéndonos a nosotros mismos, como el Apóstol: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rom 8,31).
Desde su vida personal, el Apóstol levanta, inmediatamente después, su mirada sobre el mundo que le rodea y sobre la existencia humana en general: "Ni muerte ni vida, ni ángeles, ni principados; ni presente ni futuro, ni poderes, ni altura ni profundidad, ni ninguna otra criatura podrá separarnos nunca del amor de Dios, en Cristo Jesús, nuestro Señor" (Rom 8,38-39).
Tampoco aquí se trata de una lista abstracta. Observa «su» mundo, con los poderes que lo hacían amenazante: la muerte con su misterio, la vida presente con su incertidumbre, los poderes astrales o infernales que infundían tanto terror en el hombre antiguo. Estamos invitados, una vez más, a hacer lo mismo: mirar con ojos de fe al mundo que nos rodea y que nos da aún más miedo ahora que el hombre ha adquirido el poder de desestabilizarlo con sus armas y sus manipulaciones. Lo que Pablo llama «altura» y «profundidad», son para nosotros —en el acrecentado conocimiento del tamaño del cosmos— lo infinitamente grande por encima de nosotros y lo infinitamente pequeño por debajo de nosotros. En este momento, ese infinitamente pequeño que es el coronavirus que desde hace un año mantiene de rodillas a toda la humanidad.
Dentro de una semana será Viernes Santo e inmediatamente después el Domingo de resurrección. Al resucitar, Jesús no regresó a la vida de antes como Lázaro, sino a una vida mejor, libre de toda inquietud. Esperemos que este sea el caso también para nosotros. Que del sepulcro en el que la pandemia nos ha tenido encerrados durante un año, el mundo —como el Santo Padre nos repite constantemente— salga mejor, no el mismo que antes.
©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
[1] Tertuliano, Adversus Praxean, 27, 11.
[2] Denzinger-Schönmetzer, Enchiridion Sombolorum, 301-302.
[3] San Gregorio Magno, Moralia en Job, XX, 1.
[4] San Ireneo, Adversus Haereses, III, 24,1.
[5] San Agustín, De Trinitate, V,5,6.
[6] F. Hegel, Lecciones de filosofía de la religión.
[7] Santo Tomás Aquino, S.Th., II-II, q.1, a.2, ad 2.
[8] San Agustín, De Trinitate, VI, 5, 7; IX, 22.
[9] H. de Lubac, Histoire et Esprit (Aubier, París 1950) cap. 5.
[10] J. Zizioulas, L'idea di persona umana deriva dalla Trinità: conferencia pronunciada en Milán en 2015.