Santa Hildegarda de Bingen, abadesa y Doctora de la Iglesia. 17 de septiembre.
Infancia y vida religiosa.
Nació Hildegarda en Bermesheim, cerca de Maguncia, Alemania, en el año 1098. Fue la última hija de una familia de la baja nobleza conformada por Hildeberto y Matilde. Al ser la hija número diez sus padres consideraron ofrecerla al servicio religioso, como una especie de pago o diezmo a la Iglesia, esto según la mentalidad piadosa de la época. En su biografía se refiere que la santa desde pequeña veía cosas que el común no podía, pues “Aún no podía pronunciar palabra cuando logré que mis familiares comprendieran, por medio de sonidos y gestos, que podía ver luces e imágenes provenientes del cielo”. Ese precoz don profético la acompañaría toda su vida, y a la tierna edad de cinco años ya podía ver los acontecimientos futuros, como cuando exclamó ante su nodriza: “¡Mira qué hermoso ternero hay dentro de esa vaca! Es blanco, con manchas en la frente, las patas y el lomo. Cuando el ternero nació, resultó ser como la niña lo había descrito”.
Cuando tenía ocho años, su padre la envió al monasterio benedictino de Disobodenberg, para que ahí comenzará su educación. Fue recibida por la hija del conde de Sponheim, Santa Jutta (22 de enero y 22 de noviembre), la cual le enseñó a cantar los salmos y a leer en latín. Hildegarda y una compañera llamada igualmente Jutta vivieron en una casita anexa al monasterio, y más tarde ingresaron en él como novicias. El monasterio pasó a ser entonces dúplex, es decir, que era masculino pero que aceptó recibirlas en una celda apartada de las habitaciones de varones. La fama de virtuosas de maestra y alumna traspasó los muros monásticos y algunos nobles se animaron a llevar a sus hijas para que ahí fueran educadas, y entonces fue preciso ampliar ese espacio por el número cada vez más creciente de vocaciones.
La pequeña y enfermiza Hildegarda siguió percibiendo visiones y cuando ella comentaba si todos las podían ver, al recibir negativas, se asustaba, por lo cual, finalmente optó por no volver a mencionarlas (al menos en ese momento). También informó de ellas a su maestra y ésta al monje Volmar, también benedictino, quien más tarde se convertiría en el secretario de Hildegarda, y luego su copista hasta la muerte. A los quince años Hildegarda profesó los votos según la regla de San Benito (11 de marzo y 11 de julio). La vida de toda monja estaba marcada por las horas canónicas, en donde la oración, los trabajos en comunidad, el silencio y la meditación eran las labores del día a día. Jutta murió en 1136 y la comunidad de religiosas (que ya había crecido) eligió a Hildegarda como su nueva abadesa. Ella tenía 38 años y desconocía que su destino como profetisa apenas iba a iniciarse.
Hildegarda, la profetisa del Rhin.
En 1141 Santa Hildegarda contaba con casi 43 años y sus visiones se incrementaron en profundidad, frecuencia y cantidad. Ella misma refiere que recibió por orden divina la obligación de escribirlas. La voz que venía del cielo le ordenó: "Oh podredumbre de podredumbre, di y escribe lo que ves y oyes (…) y esto no a tu manera, ni a la manera de otro hombre, sino según la voluntad de aquel que sabe, ve y dispone todas las cosas en el secreto de sus misterios".
Y también: "En el año mil ciento cuarenta y uno de la Encarnación de Jesucristo, Hijo de Dios, cuando yo tenía cuarenta y dos años y siete meses. Una luz de fuego, de brillo extremo, que venía del cielo abierto, se fundió sobre mi cerebro todo entero, y sobre todo mi cuerpo, y todo mi pecho, como una llama que sin embargo, no quemaba, sino que más bien por su calor inflamaba, en el modo en el que el sol calienta lo que toca con sus rayos".
Lo que percibió en esa ocasión le pareció más misterioso y sublime (que las visiones que tuvo cuando era joven) y por tanto, habló de ello al monje Godfrey, su confesor, quién lo reveló a su abad (de Disibodenberg), y éste a su vez consideró anunciarlo al arzobispo de Maguncia. El arzobispo, rodeado de un séquito de estudiosos y expertos en teología, examinó las visiones y finalmente dictaminó que eran de inspiración divina. Como era de esperarse, la fama de la Visionaria se disparó inmediatamente.
En ese mismo año Santa Hildegarda comenzó a escribir su principal obra, el "Scivias" (Scire vías Domini ó vías lucís, o sea "Conoce los Caminos"), escrito que tardó diez años en terminar. Como ella todavía dudaba si era correcto o no escribir lo que veía, recurrió al consejo de San Bernardo de Clavaral (20 de agosto), quién lo aprobó sin dudar de la fuente de la que provenía, y se convirtió en su amigo y consejero epistolar durante mucho tiempo. Cuando el papa Beato Eugenio III (8 de julio), cisterciense como Bernardo, visitó el arzobispado con motivo del Sínodo de Tréveris en 11471148, el arzobispo a instancias del abad de Disibondenberg presentó al Papa una parte del Scivias. El Papa designó una comisión de teólogos para examinarlos, y después de recibir el informe favorable de la comisión, dio su aprobación y él mismo llegó a leer partes del Scivias ante su concurrencia. El Papa señaló que su obra era al estilo de los profetas, la invitó a seguir escribiendo y autorizó la publicación de sus obras.
Ese don profético fue algo que la santa entendió desde sus inicios. Se concebía a sí misma como un simple instrumento de Dios, como un medio a través del cual se manifestaba sus grandezas. No se preocupaba tanto por interpretar lo que veía, sino que su labor se reducía a la simplicidad de comunicarlas. Santa Hildegarda nos dice que sus visiones nos las veía en sueños, ni en éxtasis, ni con los ojos corporales o los oídos humanos: “Sino que las veo con mis ojos y mis oídos humanos interiormente, cuando estoy despierta. Simplemente en espíritu, y las he recibido en lugares descubiertos según la voluntad de Dios”. Es decir, las percibió a través de los sentidos corporales, pero la inspiración venía del interior, del alma (o si se quiere de la mente), como una cosa infunsa desde lo Alto. Comenzó entonces a escribir entusiasta, ayudada por Volmar, su secretario y copista, y por Richardis de Stade, una monja de su comunidad por la que llegó a sentir un gran cariño.
Hildegarda fundadora.
En 1148, Santa Hildegarda dió inicio a un plan para fundar un convento en Ruperstberg. Desde algún tiempo atrás ya se había hecho evidente que la comunidad de religiosas se encontraba demasiado ceñida en el pequeño claustro que se les había destinado en Disibodenberg, así que la abadesa comenzó las gestiones para un nuevo establecimiento. Ante esto, los monjes se opusieron al traslado pues veían disminuir sus donativos y las visitas al lugar (que atraía a hombres piadosos con aras de conocer a la abadesa). La tenacidad de Hildegarda se sobrepuso y en 1150 el arzobispo consagró el nuevo monasterio dedicado a San Ruperto de Bingen (15 de mayo). Es de reconocerle esta labor pues en aquella época los monasterios benedictinos femeninos no tenían un gobierno propio y sus monasterios siempre dependían de uno masculino. Ella rompió con esa barrera y se puede decir que su convento fue el primer establecimiento femenino occidental que no estaba adosado a uno masculino. Las visiones se siguieron manifestando y darían como fruto numerosos tratados que le dieron la fama de escritora.
Hildegarda, la escritora.
Hasta aquí hemos hablado de dos de los rasgos que toda doctora de la Iglesia debía cumplir y que en el caso de Santa Hildegarda se manifestaron al pie de la letra: una vida santa y virtuosa, y el haber profesado una doctrina ortodoxa según los preceptos cristianos. El siguiente requisito era haber dejado un tratado que defendiera o profundizara una o varias verdades de la fe. Santa Hildegarda fue una elocuente defensora del la fe católica que se refleja a través de sus escritos, sus cartas, sus consejos, predicas y obras. Como visionaria, manifestó lo que ocurría en el plano celeste: reveló la naturaleza de Dios, la disposición de las estrellas, señaló el papel que tiene el hombre en la creación y el plan de salvación que se le tiene destinado, puntualizó la manera en cómo se agrupaban las diferentes jerarquías angélicas en torno al Creador, habló sobre el sacrificio de Cristo y la Iglesia, y muchas otras verdades o dogmas. También combatió a los cátaros a través de sus escritos y sermones.
Sus dos obras teológicas son el "Scivias" y "Liber Divinorum Operum" (Libro de las Obras Divinas).
Scivias la dividió en tres partes: la primera la dedicó a Dios Padre y a los ángeles, en la siguiente aborda el estudio de la Trinidad, la Iglesia, la Confirmación y el ángel caído. En la última parte hay varios simbolismos relacionados con la plenitud de los tiempos y el Juicio final. En Liber Divinorum, señala la complejidad de la Creación y reconoce en ella la gloria y la omnipotencia de Dios. Tomemos, por ejemplo, la descripción que hace de Él en Liber Divinorum y en la cual describe lo que ve y seguidamente señala el significado de la misma:
Esa imagen le explicó ser Él mismo “La energía suprema y abrasadora. Yo soy quien ha encendido la chispa en todos los seres vivientes, nada mortal mana de Mí, y juzgo todas las cosas”. Es decir, se trata de una visión trinitaria de Dios donde se presenta a sí mismo como un hombre con dos cabezas (el Padre y el Espíritu Santo) mientras que en los brazos lleva un Cordero (el Hijo). La cualidad celeste se acentúa por el doble par de alas que tiene. Hildegarda explica que la figura representa al Amor, que los reflejos del espejo son los ángeles y el monstruo y la serpiente representan las injusticias y las dudas (es decir el pecado). En todos sus tratados, la santa describe lo que ve y después señala lo que la voz interior explica de ellas. Algunas ediciones de sus libros están bellamente decoradas con grabados que la muestran en actitud contemplativa, sentada en banquillo de respaldo alto, con la vista puesta hacia lo alto, mientras que una luz resplandeciente cae sobre su frente, como señalando que recibe la visión. A veces la escena ocupa todo el cuadro, y en una esquina, aparece una pequeña representación de la abadesa.
Es autora de otras obras, donde aborda temas tanto de índole científico como artístico. En 1150 comenzó su obra musical, El "Symphonia armoniae celestium revelationum" (Sinfonía de la Armonía de Revelaciones Divinas) que contiene letra y música y donde destacan tres poemas: el himno al Espíritu Santo, el himno a Santa María y la Secuencia de San Maximino. También tiene un auto sacramental titulado "Ordo Virtutum" (Orden de las Virtudes), en el cual hace una serie de diálogos entre el alma, las virtudes que adornan a esta y las tentaciones del maligno.
Entre 1151 y 1158 escribió el “Liber subtilitatum diversarum naturarum creaturarum” (Libro sobre las propiedades naturales de las cosas creadas) en donde hacia importantes anotaciones respecto a la medicina de su tiempo y de la plantas medicinales. Entre 1158 y 1163 escribió el "Liber Vitae Meritorum" (Libro de los Méritos de la Vida) en donde narra la historia de la Salvación, donde virtudes y vicios se enfrentan entre sí y finalmente la divinidad sale victoriosa.
Otra de sus obras es la "Lingua Ignota" (1150?) formada por unas 900 palabras y un alfabeto de veintitrés letras. Se cree que este es un lenguaje secreto o desconocido, tal vez una nueva codificación a través de la cual la divinidad deseaba comunicarse con su sierva. Fue consultada como un oráculo, muestra de ello son las más de 300 cartas en las que se comunicó y aconsejó a Papas, cardenales, obispos, reyes y emperadores, como Conrado III y Federico I Barbarroja, religiosos y hombres de todas clases y condiciones.
Todo esto es reflejo de lo trascendental que llegó a ser esta monja benedictina en su tiempo. Casi en el ocaso de su vida realizó cuatro viajes en su labor predicativa: a Tréveris en 1160, donde se cree predicó un sermón en la suntuosa catedral, luego fue a Colonia entre 1163 o 1164, el tercero a Maguncia por invitación de su arzobispo, y el cuarto a Suabia en 1170.
A la vida. Glorificación.
Hildegarda murió el 17 de septiembre de 1179, a la edad de 92 años y fue sepultada en la iglesia del convento de Rupertsberg. En la leyenda de su vida nuevamente se confunde lo maravilloso con lo histórico, pues señala que con motivo de su muerte en el cielo apareció un gran círculo y dentro de éste una cruz resplandeciente, primero pequeña, pero después se agrandó hasta ocupar un lugar prominente hacia el Oriente. Sus reliquias permanecieron allí hasta que el convento fue destruido y sus restos fueron trasladados al convento cercano de Eibingen, que también fue obra suya. Con merecimiento se le otorgó el título de la "Sibila del Rin", (en clara alusión a su actividad visionaria) y también es llamada la Profetisa Teutónica.
Es patrona de los lingüistas y de las novicias benedictinas, de los farmacéuticos, y contra la calvicie. Sus atributos son el hábito benedictino (en ocasiones con el cisterciense), la paloma del Espíritu Santo; frascos y hierbas, que recuerdan su labor como farmacéutica; una lira, pues fue compositora; la cruz pectoral, una pluma y un libro, un conventillo que recuerda que fue fundadora, y a veces lleva un báculo en reconocimiento de abadesa. Y, claro, como no, el birrete doctoral a partir de su nombramiento.
Santa Hildegarda de Bingen, la cuarta doctora de la Iglesia, llegó más allá de lo que se le permitió a una monja común de su tiempo: fue abadesa, logró independizarse de la comunidad masculina a la cual estaba sujeta, a través de sus visiones señaló lo que Dios quería que se supiera y se realizará, trabó amistad con papas y obispos, con reyes y emperadores, y fue un pilar importante contra la herejía cátara. A pesar de que siempre fue una mujer de salud frágil, logró sacar fuerzas de su flaqueza para cumplir con su destino, se levantó del lecho cuando el asunto reclamó su presencia y cultivó prácticamente todas las artes, todo esto en nombre de la Luz Viviente, que era la voz suprema que le dio la autoridad necesaria para hablar de tal manera a sus contemporáneos.
Escrito por José Alejandro Valadez Fernández para https://preguntasantoral.blogspot.com
A 17 de septiembre además se celebra la
Impresión de las Llagas de San Francisco.
San Alberto de Jerusalén, obispo.