Santa Pelagia, virgen y mártir. 9 de junio.
Sobre ella tenemos un testimonio de primera mano y fuera de toda duda, y es un sermón de San Juan Crisóstomo (27 de enero, traslación de las reliquias a Constantinopla; 30 de enero, Synaxis de los Tres patriarcas: Juan, Gregorio y Basilio; 13 de septiembre, muerte; 13 de noviembre, Iglesia oriental; 15 de diciembre consagración episcopal). Pelagia alcanzó la gloria imperando Diocleciano, cuando, huyendo de los que la querían apresar, se lanzó por una ventana alta para no ser violada, y halló la muerte. Su persona al parecer era conocida cuando el Crisóstomo predica sobre ella. Y como él es un grande, me limitaré a transcribir dicho sermón, para conocer a la santa. Otras cosas podría añadir sobre leyendas posteriores que la asimilan con la leyenda de Santa Pelagia (8 de octubre), la pecadora y penitente, pero sería echar a perder las palabras del ilustre Boca de Oro:
Hasta entonces los hombres aún no habían dado ejemplo de un temor tan delicado: presentábanse todos en los tribunales y allí afectaban dar señales de un valor extraordinario. Y así fueron las mujeres, a quienes la flaqueza, y la timidez natural del sexo exponen más a las injurias, y a las afrentas, las que inventaron este género de muerte, anticipándose a las sentencias. Este fue el motivo que obligó a Pelagia a escogerle: que si yendo a recibir la palma del martirio, hubiese estado segura de conservar el precioso lirio de la virginidad, no hubiera tenido la menor dificultad en comparecer ante los Jueces, pero incierta de lo que podía suceder, la pareció que sería imprudencia el exponerse a perder una corona. Este fue, pues, el partido que tomó. Así evitó llegar a ser un espectáculo peligroso, dando con su presencia materia a un fuego impuro, profanando su hermosura, y dando inocentemente un placer delincuente: en una palabra, exponía un cuerpo virgen a todos los ímpetus de un brutal instinto. Y así el extremo deseo que tenía de comparecer pura a los ojos dé Jesucristo, la resolvió a no dejar la habitación de las mujeres sino para pasar inmediatamente al cielo.
Sin duda hay una grandeza de alma en un mártir en arrostrar, sin inmutarse, a los verdugos que le rodean; y verlos, sin conmoverse, ojear, digámoslo así, sus entrañas con garfios, y uñas de hierro. Pero aún es mucho más de admirar la acción de Pelagia: el sentimiento se debilita por la duración o por la violencia, o también por la diversidad de tormentos. O si conserva alguna vivacidad, la muerte no parece entonces más terrible, sino más deseable: viene a ser un remedio necesario a los grandes males que se padecen, y en fin, libra al alma de la tiranía insoportable de los suplicios. Pero sucede aquí lo mismo. Pelagia todavía no había sufrido cosa alguna: su cuerpo está en todo su vigor: tiene toda la salud de una juventud floreciente y así necesita de una fuerza de espíritu extraordinaria para dejar la vida por una muerte violenta. Y si la paciencia de un mártir es digna de vuestra consideración, ¿qué sentimientos no debéis tener por la generosa resolución de esta doncella?
Detengámonos un poco, y consideremos de espacio todas las circunstancias, que hacen esta acción digna de la admiración de todos los siglos. ¿Quién no se quedará pasmado de ver semejante presencia de espíritu en una virgen joven, sin experiencia, que jamás ha salido de su casa, ni aun de su habitación, que no conoce al mal, sencilla, y sin artificio, resolverse en un momento, y tomando un partido tan contrario a la naturaleza? Hállase de repente a la puerta de su aposento una tropa de soldados: llaman a ella con furia: la citan a que comparezca ante el Juez, y se ven casi precisados a llevarla a pesar de su resistencia. No estaban entonces con ella ni padre, ni madre, ni ama, ni criada, ni amigo, ni vecino, ni algún otro que la aconsejase. Toma ella misma el consejo. ¿Y cómo se atreve ella a responder a los soldados? ¿Cómo tiene valor para mirar a estos hombres terribles? ¿Cómo puede articular una sola palabra? ¿Cómo puede respirar? Pero aun hace ella más: concibe este pasmoso proyecto: acaba de formarle, lo aprueba y lo ejecuta. Y esto en un solo momento.
Ved aquí de qué manera: Al ruido que los soldados hicieron a su puerta , bajó de su cuarto, y los abrió; pero sabido el motivo que los traía, les pide su permiso para volver a subir y mudarse de vestido. Le fue concedida esta gracia. ¿Pero qué uso hizo de ella? Mudó en efecto de vestido y en lugar de una vestidura expuesta a ser rota o manchada, toma una que no puede ser ni comida de gusanos, ni gastada con el tiempo. Ved aquí aún para mí otro nuevo motivo de pasmo, y confieso que no puedo dejar de admirar bastantemente, así la facilidad que los soldados tuvieron en concederle lo que les pidió, y la poca desconfianza que mostraron, debiéndoseles hacer sospechoso todo a tales gentes; y en fin, la poca precaución que tuvieron para impedir que se saliese con su intento. Ni se me diga que el caso era tan extraordinario, que no había que admirar que los soldados no lo hubiesen ni previsto, ni impedido. Porque no es la primera que se haya dado la muerte: ya se han visto algunas que se han arrojado en la corriente de un río [tal vez se refiere el santo a Santa Domnina e hijas], otras se han atravesado el pecho, otras se han puesto un dogal al cuello. Pero esto fue que en efecto cegó Dios de tal suerte a los soldados, que ni se les ocurrió la trampa que Pelagia les armaba. Escapóse, pues, de sus manos, como una inocente tortolilla se escapa de las redes de un pajarero; y como una cierva, que se ha salido de los lazos que los cazadores le tenían puestos, no se detiene hasta que se haya salvado en algún bosque o sobre algún peñasco escarpado, inaccesible a los tiros de los monteros, e ignorada de su ojeo; del mismo modo, habiendo caído Pelagia en manos de los soldados, y hallándose encerrada en su propio aposento, como entre redes , se desprende felizmente, toma su carrera: se retira y gana, no un peñasco elevado, sino lo más alto del cielo, desde donde mira con placer, y en una entera seguridad, los lazos que acaba de evitar; y se ríe de los cazadores, que se retiran llenos de confusión y vergüenza.
Imaginémonos al Gobernador sentado gravemente en su tribunal, rodeado de sus ministros, prontos todos los instrumentos para atormentar a la niña Pelagia, y un tropel de pueblo, que la curiosidad junta alrededor de él. Hagámonos cargo por otra parte, cuando ve volver a sus soldados, a quienes aguardaba con tanta impaciencia, y creyendo desde luego que traen a la virgen, que se apodera de estos idólatras una tonta alegría, y devoran ya con anticipación la presa que se figuran no estar muy lejos. ¡Qué susto, qué tristeza, qué desesperación, cuando ve llegar a estos emisarios del tirano con las manos vacías, bajando los ojos de vergüenza, y sin acertar a referir su extraña ventura! Cuando el casto Josef se vio instado de su ama s satisfacer una vergonzosa pasión que le tenía, dejó entre las manos de esta Egipcia la capa, de donde le había agarrado, y se ausentó: pero Pelagia, no habiendo querido ni aun siquiera sufrir que las manos impuras de los soldados la tocasen, quiso por sí misma despojarse de su cuerpo, habiendo tomado su vuelo hacia el cielo. Verdad es que les dejó este cuerpo, pero en un estado, que les daba más confusión que alegría, como que les sería inútil, no pudiendo ser ya ni de su crueldad, ni de su brutalidad el objeto. iDe este modo dispone Dios todas las cosas para el fin que se ha propuesto, muchas veces contra las leyes ordinarias de la naturaleza, o de la prudencia humana! Muchas veces gusta cumplir los designios de sus siervos cuando se creen desesperanzados; y tiene el placer de desbaratar los proyectos de sus enemigos en el momento en que todas las cosas parecen prometerles un favorable suceso.
¡En qué pena, en qué embarazo no se halló nuestra joven mártir! ¡Qué facilidad, al contrario, no tienen los soldados para ejecutar su comisión! Hiciéronse dueños de su casa: tiénenla presa en su poder: está sola y es una niña, y con todo eso la pierden. Por otra parte Pelagia, sin socorro, sin defensa, sin fuerza, acometida de una tropa de bestias feroces prontos a echarse sobre ella, se escapa de sus dientes homicidas, se salva, y hace vanos y sin efecto alguno los esfuerzos que hacen contra ella soldados, jueces y gobernadores de Provincia. Reconozcamos aquí el brazo de Dios, y adoremos su poder, y su bondad. Él es quien saca a Pelagia de un paso tan peligroso: lo que no se puede negar por poco que se examine, el modo de que muere porque en fin, ya se han visto muchas personas caer de muy alto, o no herirse sino ligeramente, o haber quedado un brazo roto, o un pie quebrado, y vivir todavía muchos años después. Pero Dios no permite que Pelagia conserve una vida que quiere ella perder: manda a su alma deje al punto su cuerpo, y contento con esta primera salida que acaba de hacer contra su enemigo, la retira del combate, y la corona, como si hubiese acabado de vencer. Porque no penséis que esta muerte sucede según el curso ordinario de la naturaleza: es un orden particular de Dios, que determina a su movimiento.
Por lo demás, se dejaba ver este cuerpo, no sobre una cama de respeto, sino sobre la desnuda tierra. Pero, ¿pero se ha de creer por eso, que hallándose en este estado, fue privado de los honores sepulcrales? No por cierto, la tierra misma que lo sostenía, tenía parte en ellos. Más digo: los mayores honores que se le hubieran podido hacer, no igualarían jamás al que recibía de estar tendido sobre el polvo por el nombre de Jesucristo. Lo que el mundo llama oprobio, lo que comúnmente pasa por una injuria entre los hombres, viene a ser el colmo de la gloria cuando se sufre por Jesucristo. Verdad es que el lugar en que estaba este sagrado cuerpo, no tenía cosa considerable en la apariencia; pero los ángeles lo guardaban, y el mismo Jesucristo estaba en él. Y si algunos amos agradecidos no se avergüenzan de asistir al entierro de algunos esclavos suyos, Jesucristo, el más agradecido de todos los Señores, y el más tierno de todos los Esposos, ¿rehusará honrar con su presencia las exequias de una Esposa, que acaba de dar la vida por él? Esta virgen no tiene más sepulcro que un poco de arena, que ni siquiera la cubre, pero su epitafio contiene la historia gloriosa de su muerte. Está vestida de una ropa más preciosa que la púrpura de los Reyes, en donde entre los lirios de la virginidad, brillan las rosas del martirio. Con estos ricos y majestuosos adornos se presentará ante el trono de Jesucristo.
Procuremos, hermanos míos, hacernos un vestido semejante durante nuestra vida, para ser adornados de él en nuestra muerte. El oro, y la seda, que cubren los cuerpos en este mundo, no adornarán el alma en el otro. Y aun me atrevo a asegurar, que todos esos soberbios adornos, que se ven en nuestros sepulcros, nos atraen menos la consideración de los hombres que sus sátiras. ‘Este Grande’ – dirán ellos – ‘lleva consigo su fausto, hasta más allá de la sepultura, y aun en los brazos de la muerte sacrifica al lujo, y a la vanidad’. ¿Queréis ser alabados cuando ya no existiereis? Haced de suerte que la virtud y la piedad os levanten un sepulcro. Decidme, ¿os detenéis en los de los Reyes por brillantes que sean en oro y piedras preciosas? No por cierto; pasáis adelante hasta llegar a postraros delante del sepulcro una simple doncella, en el que por todo adorno no halláis más que la virginidad, el martirio, y la fe".
Fuente:
-"Las Verdaderas actas de los Mártires". Tomo III. Teodorico Ruinart. OSB. Madrid, 1776.
A 9 de junio además se celebra a
Santos Primo y Feliciano de Roma, mártires.
Beata Diana de Andallo, virgen dominica.