Santos Julita y Quirico, madre e hijo , mártires. 16 de junio.
 
“…queréis saber si se conservan sus actas en Icona, de donde os han dicho que madre e hijo eran originarios. Os quejáis que las que han dado en vuestras manos son poco correctas, llenas de fábulas, de cuentos frívolos y de muchas cosas que no admite la sólida y austera decencia de la religión cristiana…”
 
 
 
 
 
 
Así se inicia la carta que el obispo de Icona, Teodoro, envía a Roma por el año 304, al ser requerido sobre “un cierto martirio” de Julita y su pequeño hijo. Actualmente todos tenemos la misma queja de los que le escriben a Teodoro, no han cambiado los deseos en más de 1700 años: queremos saber lo que pasó, tanto de Julita como de otros mártires. Lamentablemente no siempre se puede y lo que poseemos de muchos mártires corresponde más a fantasías que a hechos reales. No es este el caso; esta carta, según su autor, se basa en averiguaciones entre varios testigos “muy bien instruidos de todas las circunstancias de esta historia: tuvieron la bondad de hacerme la relación conforme la habían oído hacer muchas veces a unos señores de Licaonia, parientes muy cercanos de la santa”.
 
Y esto es lo que nos cuenta: Julita, cuya memoria era celebrada por las casas más nobles de Licaonia, que la tenían por pariente, ante el avance de la persecución decretada por Diocleciano, se retira a Seleucia con su pequeño hijo Quirico (también llamado Ciro o Quirce) y dos doncellas; pero no es allí menor la persecución, llevada a cabo por Alejandro, gobernador de la región. Como era costumbre, todos los ciudadanos fueron llamados a sacrificar a los dioses, con la amenaza de muerte para quien se negara. Julita huyó a Tarso, donde fue abandonada por sus esclavas y apresada junto a su hijo, puesto que Alejandro se había trasladado allí y su séquito la reconoció.
 
Al ser llevada ante el gobernador, Julita ocultó su condición noble, simplemente respondiendo a todo “soy cristiana”. El gobernador mandó que le quitaran el niño y fuera azotada con nervios de bueyes, una de las variadas modalidades de flagelos que usaban los romanos para castigar. Como es natural, costó muchísimo separar al niño de su madre y con solo imaginar la escena ya se puede entender el valor y la fe de esta mujer. Alejandro tomó al niño, que se revolvía contra él, queriendo ir con su madre (las actas posteriores y legendarias ponen algunas palabras piadosas en su boca, así como intenciones de ser mártir, e incluso que soportó el tormento de la rueda, pero no hay que inventarse nada donde lo más natural es que el niño hiciera precisamente eso, querer volver con su madre).
 
Alejandro intentó ganarle con mimos y cariños y llama la atención de este gobernador que no se conduele con la madre, tener estas ternezas con el niño. Este hecho en la narración es buena señal, no se nos intenta poner una situación idílica, sino que se nos narran hechos propios de las debilidades humanas y sus contradicciones. ¿querría ablandar a la madre, entristecerla tal vez, viendo que el niño se olvidaba de ella?... queda en lo secreto de la historia, que continúa diciendo que Quirico repetía las mismas palabras de su madre “soy cristiano”, sin querer aceptar las bondades de Alejandro. No duró mucho la “bondad” del gobernador: tomó al niño de un pie y lo lanzó al suelo, rompiéndole la cabeza contra las gradas del tribunal. Así de impactante y escueto se muestra el obispo Teodoro al narrar la muerte del niño, como si decir más palabras quitaran fuerza a semejante acto de crueldad para con el niño y la madre.

Julita, ante esto, no claudicó, sino que se mostró más intrépida cuando fue amenazada con el potro y mientras le envolvían los pies en pez ardiente, a la vez que el verdugo le conminaba a sacrificar. Ella, más valiente después de perder a su niño, sólo gritaba: “Yo no sacrifico a los demonios. Yo adoro a Jesucristo, único Hijo de Dios”. Viendo Alejandro que no tenía remedio, la condenó, finalmente a la pena capital . Julita inclinó la cabeza, hizo una oración: “Gracias os doy, Dios mío, de que os hayais dignado dar a mi hijo una silla en vuestro reino. Tened la bondad, Señor, de querer recibir también en él a vuestra sierva, por indigna que sea”. Hay que decir que estas y otras palabras que siguen sí es probable que sean añadidas por los narradores que le contaron la historia a Teodoro, los cuales no sabrían en verdad las palabras exactas de dicha oración. No hay que dudar que quien sea capaz de dar la vida, sea capaz de hacerlo con serenidad y en medio de una oración. Y así, al terminar, el verdugo cortó su cabeza, los cuerpos fueron arrojados a la fosa común, de donde serían sacados por las esclavas que estaban escondidas, pero vigilantes. Estas mujeres, dice Teodoro “tuvieron bastante valor y resolución para levantar las sagradas reliquias de su ama y del niño”. Las enterraron en un campo cercano, donde estuvieron hasta que fueron puestas a la veneración, ya luego de la paz de Constantino.

El culto a madre e hijo es muy antiguo y la misma carta cuyos fragmentos se reproducen aquí lo demuestra. En algunos sitios el hijo ha ganado en la veneración a la madre y esta ha pasado a segundo plano, como en Potenza o Cisterino, ambas localidades italianas, donde goza de gran devoción el santo niño. San Quirico es patrón de los niños con dificultad en caminar, según tradición de Nevers, Francia, ciudad cuya catedral les está consagrada a ambos. En ocasiones se le llama Ciro o Quirce, y en la edad Media se le consideraba uno de los santos sanadores, por una confusión con San Ciro, médico mártir. La escultura no ha sido muy generosa con madre e hijo, pero sí lo han sido la pintura y los grabados, motivados por el patetismo del momento del niño llorando por su madre, mientras es atraído por el gobernador, o su martirio. Grabados, miniaturas, pinturas del romanticismo y el neoclasicismo del siglo XIX recogen bellamente esta escena, tan bella que a veces hacen olvidar lo que hay detrás: la dureza de quien se ve vencido y aplastado por la verdad y la bondad.


-"Las verdaderas Actas de los mártires. Tomo Tercero. TEODORICO RUINART. Madrid, 1726.