¿Por qué uno de cada tres sacerdotes propuestos para ser obispos renuncia a su nombramiento? Bajo una pregunta aparentemente administrativa, el cardenal Sarah encuentra una respuesta mucho más profunda, que afecta a la propia esencia de la Iglesia y del sacerdote. En su nuevo libro, Al servicio de la verdad (Palabra), el purpurado ofrece la respuesta a esta cuestión y otras ramas de la crisis del sacerdocio que enfrenta la Iglesia, bajo el curioso formato de unos ejercicios espirituales.
Según datos del cardenal Ouellet, el 30% de los sacerdotes propuestos para ocupar el cargo de obispos, lo rechazan. Lejos de ser una novedad, el problema viene de lejos, y es que cuando el canadiense fue nombrado prefecto de la Congregación para los Obispos, el 10% ya renunciaba a la dignidad episcopal.
Para el cardenal Sarah, caben diversas explicaciones: “Problemas de fe, pecados pasados o presentes que, una vez elegidos obispos, puedan ser más fácilmente descubiertos” o incluso que a muchos le parece un trabajo complejo y sin consuelos.
“En una palabra, esos sacerdotes tienen miedo a la cruz”, afirma, sin esconder que el nombramiento podría traer" como "efecto indeseado pero previsible, el sufrimiento".
Las causas: manos atadas o ausencia de apoyo
Por si fuera poco, añade, entre el clero se da la percepción de que “ser obispo hoy es más difícil, pesado y complicado que en épocas pasadas, a la vez que se reciben menos ayudas y consuelos”.
También existe la impresión de que el obispo de hoy “no puede actuar libremente ni si quiera en su diócesis, teniendo que depender en todo de la conferencia episcopal, cuyas normas son claras pero cuyas dinámicas escapan a una clara comprensión”.
Una última causa que engloba a las demás, reside en la apariencia de que hoy, en la Iglesia, “el auténtico celo por las almas, en lugar de ser alentado y premiado, es obstaculizado”.
“Y a veces, castigado”, añade.
Puede darse el castigo, hasta por hacer lo debido
“Si un buen sacerdote desea promover la sacralidad del culto divino con iniciativas lícitas, es posible que a su obispo no le agrade y hasta que lo reprenda, le ponga obstáculos o le pida que detenga sus iniciativas”, asegura el cardenal.
Incluso Sarah considera que un sacerdote “que defienda la sana doctrina o aplique el derecho canónico, en ocasiones puede ser hasta reprendido”, aun cuando “no solo no hace nada malo, sino algo bueno o incluso debido”.
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La Iglesia demanda buenos obispos capaces de influir
“¿Con qué criterios se elige a los obispos? ¿Se escogen presbíteros ortodoxos, celosos, llenos de Espíritu Santo y habituados a la oración? ¿O se eligen personas ligadas en grupo a otros de dudosa doctrina?”, plantea el cardenal. “Entre varios candidatos, ¿se opta por el mejor, o bien por aquel que es más diplomático y, según la jerga actual, menos divisivo?”.
Para el purpurado, todas las respuestas deberían girar en torno al “deber moral de la Iglesia, no solo de darse obispos”, sino en lo posible de que sean buenos, lo que a su vez es consecuencia “del derecho de los fieles a recibir buenos pastores”.
Para el cardenal, tampoco deben ser “solo” buenos, sino que se les debe dar capacidad de influir. “La Iglesia jerárquica debería hacer todo por poner al obispo en las mejores condiciones para actuar bien, con el apoyo debido”. Sobre todo, “cuando son valerosos y tienen la valentía de predicar la sana doctrina oponiéndose al pensamiento mundano”.
Es necesario que se escuchen las buenas iniciativas
Por esta carencia es precisamente porque muchos renuncian al cargo: se sienten solos, explica, “y con frecuencia es justamente en estos casos cuando a los obispos y sacerdotes celosos se les deja solos, debilitados o deslegitimados”.
Lo ejemplifica con la evidencia de que, a menudo, “el clero alienta iniciativas laicales de trasfondo social, y en cambio, ignora o pone pegas a las que se proponen una verdadera evangelización, un incremento del culto litúrgico o un perfeccionamiento de la vida moral. ¿Podemos nosotros ser en verdad sacerdotes celosos, cuando a menudo es la Iglesia misma la que intenta poner trabas a nuestro celo?”, plantea.
¿La solución? "Multiplicar nuestro celo por la salvación"
Para el cardenal, la situación es difícil y poco propicia, pero “no debe descorazonarnos ni llevarnos a pensar que no hay nada que hacer”. La solución, afirma, está en “ser grandes presbíteros y sacerdotes celosos por la salvación de las almas”.
Entre otras propuestas, destaca que “mientras la Iglesia no prohíba formalmente hacer ciertas cosas buenas y apropiadas”, aunque el obispo no las haga, existe “el derecho y el deber de hacerlas”.
“Los sacerdotes no debemos perder, sino multiplicar nuestro celo por la salvación de las almas”, concluye.
“Esa es la verdadera, la única razón por la que existimos como sacerdotes. Cualquier cosa que llevemos a cabo, es y hemos de realizarla por esa razón. Hay tanto que hacer… pues ¡manos a la obra!”
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