La sociedad está empezando a ver como una atrocidad las 'transiciones de género' de menores de edad mediante tratamientos hormonales y/o mutilaciones quirúrgicas, y algunos países (no todos) han dado marcha atrás para buscar alternativas de acompañamiento psicológico, en vez de fomentar daños corporales.
Pero ¿qué pasa con los adultos? ¿Acaso son menos dañinos para ellos los agresivos tratamientos y operaciones tendentes a cambiar su 'género'? Ante el apaciguamiento moral y la tranquilización de las conciencias que implica luchar solo por los niños, la combativa Sarah Cain recuerda en Crisis Magazine que, al menos quienes combate por un orden social justo, no pueden dar por bueno que cada cual 'haga con su cuerpo lo que quiera'.
La cobardía moral de ignorar a los adultos trans
Parece que la derecha quiere restar importancia a las llamadas "transiciones" de los adultos con disforia de género. El argumento es el siguiente: "No me importa lo que los adultos quieran hacer con sus cuerpos. Pueden cortarse todos los trozos que quieran. Pero que no toquen a los niños, porque son demasiado jóvenes para tomar esas decisiones".
Esta no es una posición tan moral como tantos pretenden que sea. Si aceptamos que la mutilación es malsana y perjudicial, ¿no deberíamos estar dispuestos a decirlo?
Las personas que desean cambiar de género pertenecen al menos a una de estas dos categorías y, a menudo, a ambas: una enfermedad mental les hace creer que deberían ser del género opuesto; sufren un tipo de desesperación, que les impide ver su propio valor intrínseco tal y como fueron creados.
Reforzar sus decisiones autodestructivas no es un acto de caridad, sino de cobardía. Es la postura más fácil. Centrarse solo en los niños es más fácil en una época de relativismo moral, en la que el conservadurismo ha sido sustituido en gran medida por el libertarismo del laissez-faire en lo que se refiere a valores sociales/morales. Al centrarse exclusivamente en los niños, parece que se está adoptando una posición de superioridad moral. No hay que dejarse engañar: se trata de una apelación a los sentimientos disfrazada de probidad moral.
Sara Cain recuerda en su canal de Youtube cómo Mr. Rogers (Fred Rogers, 1928-2003) podía decir con toda naturalidad,en su célebre programa televisivo infantil, cosas que hoy se considerarían delito de odio, como que si se nace chico/chica, siempre se será chico/chica.
Esta concesión moral, emprendida para evitar conversaciones desagradables, y probablemente costosas, con adultos sobre adultos, es similar a lo que ocurrió con la batalla sobre la homosexualidad. Esa lucha pasó rápidamente de "No nos importa lo que hagas en tu dormitorio" a "Las uniones civiles están bien, ¡pero no lo llames matrimonio!" a "Los matrimonios no deberían ser autorizados por el gobierno" hasta, por último, "Simplemente no se lo enseñes a nuestros hijos". Y ahora, aquí estamos...
Un malentendido sobre la libertad
En la actualidad, la gente es reacia a afirmar lo que es moral, y en su lugar se remite al predominio de la conciencia individual (que a menudo está mal formada porque la gente ha sido educada en una época de decadencia). Esta cesión evita el conflicto y podría resumirse mejor con el adagio contemporáneo: "Sé tú mismo". Tales personas pontifican sobre la "libertad" con un aire pagado de sí mismo, oponiéndose completamente a todas las leyes arraigadas en la moralidad y, además, como si tal preferencia fuera de algún modo profundamente estadounidense.
Esto parece deberse a un malentendido sobre lo que es la libertad, ya que la confusión moderna de la libertad con la licencia para hacer lo que uno quiera no era la norma estadounidense en su fundación. En aquella época, la sodomía se castigaba con la pena de muerte (aunque Thomas Jefferson intentó reducir la pena máxima a la castración). La libertad, tal como la describen los sabios de épocas mejores, es la posibilidad de hacer lo que es bueno sin trabas.
Las leyes justas son un reflejo de la verdadera moralidad. Eso es lo que les da su carácter vinculante; las leyes justas apelan a nuestra conciencia porque articulan lo que es verdaderamente bueno y lo que es verdaderamente malo. Las leyes justas que proscriben el comportamiento perverso lo hacen porque reconocen que el mal moral es corrosivo para el florecimiento individual y comunitario.
Las leyes injustas están en contradicción con la verdadera moral, apoyan lo que es malo, impiden lo que es bueno. Por su propia naturaleza, las leyes injustas no apelan a nuestra conciencia. Aunque es cierto que no toda la moralidad debe codificarse en el derecho público, fracasamos como individuos y como comunidad si callamos ante la maldad manifiesta que causa un daño duradero a la sociedad y a sus miembros.
El mito de la neutralidad moral del gobierno
El deseo moderno de un Estado amoral es parte del problema. Mientras que las personas de izquierdas han buscado (y conseguido) un gobierno que promueva sus causas, como se ve por la exhibición de la bandera LGBTQ+ en edificios gubernamentales, muchas personas de derechas solo buscan un gobierno "moralmente neutral".
Si los progresistas imponen sus causas cuando triunfan y los conservadores son neutrales cuando triunfan ellos, ¿quién acaba conformando la sociedad a su antojo? Foto (contextual): Norbo Gyachung.
Sin embargo, un gobierno "moralmente neutral" es una criatura mítica, tan irreal como el hombre amoral. Si se estableciera, derivaría inmediatamente hacia una u otra dirección, ya que no tendría la base moral para resistir la corriente. Por tanto, es totalmente contraproducente. El sueño de tantos conservadores estadounidenses de un gobierno amoral (o al menos de un gobierno de minimalismo moral) es algo que nunca ha existido y que nunca podría sostenerse.
Así pues, si aceptamos que existe y debe existir una base moral para lo que permitimos, volvamos a nuestro dilema actual. Todavía se acepta (lamentablemente, con notables excepciones) que cuando alguien tiene dismorfia corporal y, por tanto, desea extirparse un brazo o quedarse ciego, no es ético que un médico coopere con la petición. Esto se debe a que el problema no es su cuerpo físico, que funciona como debe, sino su mente. El objetivo debe ser ayudar a su mente, no dañar lo que funciona bien (el brazo o los ojos en los ejemplos mencionados).
Si es aceptable que nos neguemos a mutilar a esas pobres almas -sean niños o adultos-, deberíamos estar dispuestos a decir lo mismo de quienes desean mutilarse los genitales, tomar hormonas que provocan cambios irreversibles o extirparse los pechos. De la misma manera, pretenden "tratar" lo que funciona tal como fue diseñado.
Por lo tanto, no son procedimientos médicos porque no son curativos. No tienen el potencial, ni siquiera el objetivo, de curar, sino solo de aplacar una mente enferma. La mutilación perjudica al individuo en apuros, denigra a la profesión médica y enferma a la sociedad.
Quienes exigen que se lleven a cabo los procedimientos son conocidos por ser fervientes e incluso agresivos, pero eso por sí solo no es motivo para ceder a acciones que en última instancia les perjudican. Por mucho que un suicida pida ayuda o permiso para acabar con su vida, no le matamos, sino que nos esforzamos en curarle. Vemos la dignidad y el valor de su persona incluso cuando él no puede.
No hay nada malo en centrar nuestra mirada en las víctimas más inocentes y vulnerables, que son los niños, y trabajar para evitar que se vean expuestos a esta peligrosa ideología; pero no podemos detenernos ahí. Debemos estar dispuestos a afirmar que estos comportamientos son perjudiciales a cualquier edad y que es una acción vergonzosa (y pecaminosa) desempeñar cualquier papel fomentándolos o facilitándolos.
Toda cultura que merezca perdurar debe ser capaz de discernir, expresar y fomentar lo bueno. Debe estar dispuesta a decir 'no' a las perversiones y actividades que causarán su putrefacción. Debemos tener la sabiduría de reconocer que no solo luchamos por los niños de hoy, sino por el mañana que habitarán.