A Hea Woo le costó creer que su marido había muerto como cristiano. No lo era cuando, en los años 90, huyó a China. Allí se había bautizado, pero fue arrestado por las autoridades y devuelto a Corea. Murió seis meses después en prisión. Lo narra María Martínez López en Alfa y Omega. Fueron sus excompañeros los que buscaron a Hea Woo para contarle cómo su marido había dado testimonio de su fe en medio del sufrimiento.
Pronto, ella siguió sus pasos: huyó a China, y allí descubrió el cristianismo y se bautizó. Hace poco visitó España para participar en el Encuentro Nacional de Puertas Abiertas, una entidad evangélica que ayuda a los cristianos perseguidos, por ejemplo, haciéndoles llegar Biblias.
Myoung Hee sí procedía de una familia cristiana. Aún recuerda el día que su padre llegó a casa, pálido. Ese día descubrió que la familia era cristiana, y que su tío había sido ejecutado por ello. Por miedo, muchos creyentes norcoreanos ocultan la fe incluso a sus hijos. Hee no quiso saber nada de la religión de sus padres. Pero, con el tiempo, empezó a darse cuenta de que la vida fuera de Corea era muy diferente y, como a su alrededor cada vez desaparecía más gente, decidió abandonar su país y cruzar a nado el río Yalu hacia China.
Cada mes, cerca de un centenar de personas cruza esta frontera. Huyen de un país donde, según Naciones Unidas, “se han cometido y se están cometiendo violaciones sistemáticas, generalizadas y graves de los derechos humanos”. “Creo que el nivel de opresión, control, lavado de cerebro y aislamiento de Corea del Norte no se ha alcanzado en ningún otro lugar del mundo”, afirma a Alfa y Omega Johannes Klausa, director nacional de Ayuda a la Iglesia Necesitada de Corea del Sur.
Toda la sociedad está organizada en torno al sistema songbun, que clasifica a los ciudadanos en función de su lealtad al régimen, y así determina su acceso a la vivienda, la educación o la alimentación. Cualquier sospecha de hostilidad es castigada con la muerte, a veces en ejecuciones públicas; o con el internamiento en campos de concentración, donde hay al menos 100.000 presos.
Corea del Norte está abonada a los primeros puestos de países que persiguen al cristianismo. Según la ONU, en el país puede haber entre 200.000 y 400.000 cristianos clandestinos. Rezar o tener una Biblia son causa de arresto.
Pyongyang –afirmaba la ONU en un informe de 2014– ve en los cristianos “una amenaza particularmente grave” porque la Iglesia es un lugar de interacción ajeno al Estado y su fe cuestiona el culto a la dinastía gobernante, que comenzó Kim Il-sung en 1948, siguió su hijo Kim Jong-il (1994-2011) y ha llegado hasta su nieto, Kim Jong-un, actual líder supremo. En todo el país hay 30.000 estatuas y retratos gigantes de ellos, y es obligatorio rendirles culto en cada hogar.
Sin embargo, añade Klausa, “en la era de los teléfonos inteligentes e internet, el flujo de información es más difícil de controlar, especialmente en las zonas fronterizas, y empieza a filtrarse algo de información. Así, el número de refugiados aumenta”.
Una vez en China, la vida de los huidos no es fácil. En este país viven entre 200.000 y 300.000 norcoreanos. Este país no los reconoce como solicitantes de asilo, y los trata como inmigrantes ilegales. En cualquier momento corren el riesgo de ser arrestados por policías chinos o por agentes norcoreanos que campan a sus anchas en la región noreste, limítrofe con Corea. Son devueltos a su país, y allí ejecutados sumariamente –una de las causas es el hecho de confesar el haber estado en contacto con cristianos– o recluidos en penosas condiciones.
Es el destino que corrió el marido de Hea Woo, y unos años después ella misma. Estando en China fue detenida y devuelta a Corea. Pasó diez meses en la cárcel, donde sufrió torturas. “Empecé a dudar de Dios. Entonces oí una fuerte voz: ‘¡Mi querida hija, estás caminando sobre el agua!’. Fue Él quien me mantuvo con vida” cuando las malas condiciones de vida en la cárcel la hicieron caer tan enferma que su vida corrió peligro.
De prisión fue enviada varios años a un campo de trabajo. Allí “cada día era una tortura”: trabajos forzosos, reeducación ideológica, y unas pocas cucharadas de arroz al día como todo alimento.
La deportación no es la única amenaza para los refugiados. Como muchos otros compatriotas, Myoung Hee cayó en manos de una mafia. “Fui vendida como esposa a un agricultor chino. No era tan malo como la mayoría. Tuve un hijo con él”. Fue afortunada. Su destino bien podría haber sido el tráfico de órganos o una red de prostitución. Un día, descubrió que su suegra era cristiana evangélica. Empezó a ir con ella a sus reuniones clandestinas, se convirtió y decidió volver a Corea para compartir la noticia de su conversión con su familia, de cuya fe hasta entonces había renegado.
Pero fue detenida al cruzar la frontera. Su destino fue un campo de reeducación. “Nos trataban como si no fuéramos humanos –relató a Puertas Abiertas en un testimonio hasta ahora inédito–. Renuncié a la vida. Pero algo se agitaba en mi corazón. Era Dios. Estaba conmigo y no quería que tirase la toalla”. Pudo escapar cuando fue trasladada a una prisión con menos seguridad. Después de visitar a su familia, volvió a huir a China para reencontrarse con su marido. Esta vez, toda su familia pudo trasladarse a Corea del Sur.
También Hea Woo vive en la actualidad en este país, que da asilo a unos 25.000 refugiados.
Con muchos viajes y testimonios desgarradores a sus espaldas, el padre Philippe Blot no comprende la actitud de la comunidad internacional, que silencia el drama de los refugiados norcoreanos y “no reclama más que algunos cambios, sin cuestionar el statu quo actual” de Corea del Norte. Sin embargo, para el director de Ayuda a la Iglesia Necesitada en Corea del Sur, Johannes Klausa, esta es “la mejor de todas las malas opciones. La guerra no puede ser una opción, y las sanciones no han funcionado”. La reunificación parece inalcanzable de momento, aunque la Iglesia católica en el país sigue promoviéndola y rezando por ella. El 25 de este mes está dedicado a ello.
A pesar de la actual escalada del conflicto, Klausa espera del nuevo presidente surcoreano Moon Jae-in “una postura más suave” hacia el vecino del norte, en la línea del presidente Lee Myung-bak (2008-2013), de cuyo Gobierno Lee formó parte. “Es hijo de inmigrantes norcoreanos, y se puede decir que lleva en el corazón el tema de la reconciliación”. Desde que accedió a la presidencia el 10 de mayo, “ha despachado enviados especiales a Estados Unidos, Japón, China y otros países” para abordar esta cuestión. Hace poco, el presidente de la Conferencia Episcopal Coreana, monseñor Hygin Kim Hee-joong, entregó al Papa una carta del presidente en la que le pide apoyo y oraciones por la paz. Se ha contemplado que el dirigente pudiera pedir la mediación de la Santa Sede.
“Antes de desmantelar las armas nucleares –opina Klausa–, puede que tengamos que desmantelar las imágenes de enemigos y el odio dentro de ambas sociedades. A largo plazo esto quitaría poder al dictador, que solo sobrevivirá en el poder mientras su gente tema y odie a Occidente”.