El 10 de agosto de 2019, el financiero Jeffrey Epstein apareció muerto en su celda de la prisión neoyorquina en Manhattan donde esperaba juicio por las acusaciones de tráfico sexual de menores. Había sido detenido el 6 de julio anterior, en lo que parecía el final de una carrera delictiva y el principio de una cascada de investigaciones que podían suponer también la cárcel para muchos de sus cómplices, miembros de una élite muy poderosa y bien relacionada a la que ofrecía sus servicios para el vicio y luego chantajeaba.
Su arresto y -oficialmente- suicidio ocupó los medios de comunicación durante semanas dentro y fuera de Estados Unidos, porque sus contactos no conocían fronteras. Baste recordar que su relación con él obligó a la retirada de la vida pública al príncipe Andrés de Inglaterra. Pero el caso Epstein es considerado además por el escritor Joseph Pearce, biógrafo de algunos de los más grandes autores católicos de lengua inglesa (G.K. Chesterton, J.R.R. Tolkien, Hilaire Belloc, C.S. Lewis, Roy Campbell, etc.), como emblemático de la corrupción moral de nuestro tiempo. En particular, como una manifestación del pecado capital de la soberbia o el orgullo, con derivaciones ideológicas como el transhumanismo en el que Epstein creía y al que financiaba.
Pearce explica todo ello en un reciente artículo en Crisis Magazine:
El diablo devora a sus hijos
La sórdida vida de Jeffrey Epstein, al igual que las sospechosas circunstancias que rodean su muerte, sirve para subrayar la decadencia de la época deplorable en la que nos encontramos. La red de vicio y crueldad que puso en marcha estaba muy extendida, y no solo servía para atrapar a chicas menores de edad, sino también a los ricos y famosos que se aprovechaban de ellas. Con el señuelo del sexo con menores para atraer a su red a sus adinerados socios, Epstein les grababa de forma oculta abusando sexualmente de ellas, y convertía luego a sus “socios” en víctimas de chantaje.
Epstein parece haber creído que los poderosos a quienes atrapaba con su “póliza de seguros” tendrían un interés personal en mantenerle a salvo de la ley, una estrategia que funcionó durante algún tiempo. En 2008, Epstein fue condenado en Florida por abusar sexualmente de una niña de 14 años, recibiendo una sentencia escandalosamente leve, pero gracias a un acuerdo con la fiscalía no fue acusado de haber abusado sexualmente de otras 35 niñas a quienes los agentes federales identificaron como víctimas.
Tras otros diez años durante los cuales Epstein orquestó el tráfico de jóvenes para satisfacer los apetitos pornográficos y pedófilos de sus poderosa red de amigos, finalmente fue acusado en julio del año pasado de tráfico sexual de menores en Florida y Nueva York. Un mes después fue encontrado muerto en su celda. Aunque el forense determinó inicialmente su muerte como un caso de suicidio, tantas anomalías y misterios rodean las circunstancias de la muerte de Epstein que mucha gente coincide con sus abogados en que pudo no haber sido un suicidio.
Lo que sí es cierto es que la muerte de Epstein acabó con la posibilidad de plantear cargos criminales. No habrá juicio, y por tanto los poderosos socios de Epstein no serán desenmascarados por sus víctimas ante un tribunal. Visto a esta luz -o a la sombra de este posible encubrimiento-, es tentador contemplar la “póliza de seguros” de Epstein como su certificado de defunción. Era demasiado peligroso como para que se le permitiese vivir cuando las vidas de tantos otros dependían de su oportuna muerte. No es sorprendente que “Epstein no se suicidó” se haya convertido en un meme enormemente popular, ni que la HBO, Sony TV y Lifetime tengan entre sus planes producciones dramáticas sobre la vida y la muerte de Epstein.
"Epstein didn't kill himself" [Epstein no se suicidó], un lema convertido en objeto comercial. Foto: Etsy.
Un aspecto de la vida de Epstein sobre el que no es probable que se centre ninguna serie televisiva es su obsesión con el transhumanismo. Para quienes sepan poco sobre este fenómeno relativamente reciente, el transhumanismo suele definirse como el movimiento filosófico que defiende la transformación de la humanidad por medio del desarrollo de tecnologías que re-configurarán intelectual y fisiológicamente a los humanos de modo que trasciendan o sustituyan lo que ahora se considera “humano”. En el orgulloso corazón de este movimiento está un desprecio hacia todo lo que es auténticamente humano y un deseo sórdido de sustituir la fragilidad humana por una fuerza sobrehumana o transhumana.
El transhumanismo pisotea la dignidad de la persona humana en su búsqueda del superhombre tecnológicamente “creado”. Su espíritu fue sintetizado por David Bowie en la letra de una de sus canciones [Oh you Pretty Things, 1971]: “El Homo sapiens ha quedado superado por el uso… Dejemos paso al Homo superior”.
La mayor parte de la denominada “filantropía” de Epstein se orientaba a la financiación y promoción del transhumanismo. La Jeffrey Epstein VI Foundation donó 30 millones de dólares a la universidad de Harvard para establecer el Programa de Dinámicas Evolutivas. También financió el proyecto OpenCog, que desarrolla software “diseñado para producir inteligencia artificial genérica equivalente a la del hombre”.
Además de su apoyo a la aproximación cibernética al transhumanismo, Epstein también se sentía fascinado con la posibilidad de crear el “superhombre” por medio de la eugenesia. Aspiraba a ayudar de forma práctica con planes para “sembrar la raza humana con su ADN” dejando embarazadas hasta a veinte mujeres a la vez en un proyecto de “rancho de bebés” en su finca de Nuevo México. También apoyó la pseudo-ciencia de la criónica, en cuyo nombre se congelan cadáveres y cabezas cortadas con la esperanza de que los avances tecnológicos hagan posible con el tiempo resucitar a los muertos. Él mismo había planificado preservar de esa forma su propia cabeza y sus genitales.
Además de su extraña vinculación con los sectores más salvajes del ateísmo tecnológico, Epstein también organizó una conferencia con su amigo, el ateo militante Al Seckel, conocido (entre otras cosas) por ser el creador del denominado “Pez de Darwin”, que llevan algunos vehículos como pegatina, y que representa el pez evolutivamente “superior” de Darwin comiéndose el símbolo Ichthys o “pez Jesús” de los cristianos.
Seckel huyó de California cuando su vida de engaño y fraude empezó a cercarle. Fue hallado a los pies de un acantilado en Francia, muerto aparentemente tras haber caído. Nadie parece sabe si resbaló, saltó o le empujaron.
Aparte de su enfermizo interés en el cientificismo ateo, Jeffrey Epstein fue también una figura importante en el seno de la élite globalista. Según su abogado, Gerald B. Lefcourt, era “parte del grupo original que ideó la Clinton Global Initiative”, que obliga a los países subdesarrollados a adaptarse a los valores de la cultura de la muerte. Y lo que es aún más siniestro, Epstein era miembro de la Comisión Trilateral y del Council on Foreign Relations, dos de las instituciones clave responsables de animar y organizar el control globalista sobre los recursos del mundo.
Si reflexionamos sobre el sórdido y miserable mundo de Jeffrey Epstein y sus “socios”, no podemos dejar de ver su vida como una historia cuya moraleja es demasiado evidente. Muestra que el orgullo precede a la caída y se ceba en los débiles y los inocentes. Muestra que quienes creen que son mejores que sus vecinos se convierte en peores que sus vecinos. Muestra cómo el Übermensch de Nietzsche se convierte en la Raza Superior de Hitler y luego en el monstruo transhumano. Muestra que quienes admiran al Superhombre se convierten en subhumanos. Muestra también que el subhumano no es bestial sino demoniaco. Muestra que quienes creen que están por encima del bien y del mal se convierten en lo monstruos más malvados de todos.
Quienes hemos crecido con historias con moraleja como el Frankenstein de Mary Shelley o Esa horrible fuerza de C.S. Lewis sabemos que la ficción suele prefigurar la realidad. Vemos que la figura de la vida real de Jeffrey Epstein es un Viktor Frankenstein moderno, sembrando la destrucción con su desprecio al prójimo y su fe en el poder del cientificismo para conceder la inmortalidad a sus servidores.
También podemos ver que el transhumanismo que Epstein financiaba es la imagen especular del cientificismo demoniaco del hermético Instituto Nacional para Experimentos Coordinados en la profética novela de Lewis. Incluso puede resultarnos enormemente divertido el hecho de que el “líder” de las fuerzas cientificistas demoniacas en la historia de Lewis sea una cabeza cortada a quien aparentemente se la ha devuelto a la vida.
La patética vida de Jeffrey Epstein nos enseña una última lección. Nos muestra que el adagio “el diablo cuida a los suyos” no es verdad. Es una mentira que cuenta el mismo diablo. El diablo odia a sus discípulos tanto como odia a los discípulos de Cristo. Una vez que se ha salido con la suya, dispone de ellos con despiadada e informal indiferencia, en buena medida como Jeffrey Epstein se deshizo de sus víctimas.
Traducción de Carmelo López-Arias.