El día de Todos los Santos estuve en la diócesis de Pittsburgh, en un pueblo al norte de la ciudad. Me encontraba allí para hablar a un grupo juvenil parroquial sobre mi conversión y sobre cómo encontré la paz y la alegría en las enseñanzas de la Iglesia católica sobre la homosexualidad.
Lo que más me apasiona de mi ministerio es hablar con la gente joven. Recuerdo cuando era joven: estaba en una iglesia evangélica y me atraían los chicos en vez de las chicas. No sabía qué hacer ni si había alguien con quien pudiera hablar de ello. Sentía una vergüenza horrible, pues instintivamente sabía que esos deseos no reflejaban la forma como Dios me había creado ni la forma en que se debía usar el sexo que Él había creado.
Ahora que he vuelto a la casa del Padre tras vivir como el hijo pródigo, mi deseo es compartir la buena nueva del magisterio de la Iglesia con tantos jóvenes como pueda, en particular chicos y chicas como yo que podrían estar preguntándose qué hacer con su atracción por el mismo sexo. Quiero llevarles esperanza y que sepan que no están solos.
Daniel Mattson vivió durante muchos años un estilo de vida homosexual.
Después de mis charlas le pido al encargado del grupo juvenil que reparta unas cartulinas para que los asistentes escriban sus preguntas. Pido que todos planteen alguna, de forma que nadie se sienta identificado haciendo una que pueda suponerse personal.
Una pregunta de aquel día me obsesiona desde entonces. Me la llevé a casa y a menudo la cojo, la miro y rezo por la persona que la hizo.
La tengo ahora en mis manos.
Comienza con un "Si" condicional, seguido de un "alguien": el arranque de una pregunta. Pero el "alguien" está tachado y sustituido por un "yo".
La cuestión, pues, no es hipotética. Es personal. Es sobre él. O ella. No sé si era un chico o una chica.
La pregunta dice: "Si siento atracción por el mismo sexo, ¿significa que soy gay?".
Doy gracias a Dios por haber estado allí.
"No", dije: "¡No! A pesar de lo que veas en la televisión o escuches en la escuela, sentir atracción por el mismo sexo no significa que seas gay. De hecho, ¡no tiene nada que ver con lo que tú seas!".
Entonces les conté la historia de una mujer a quien conocí una vez y que ahora tiene setenta años. Llevaba años felizmente casada y tenía muchos hijos y nietos.
"Cuando ella era adolescente", seguí, "se enamoró de una compañera de clase. Se hicieron buenas amigas y durante un tiempo se enrollaron. Como buena católica, se confesó y fue perdonada. Pero tuvo la buena suerte de crecer en una época en la que nadie la engañó haciéndole creer que aquellos sentimientos la definían en modo alguno. Ella ni siquiera una vez se planteó la cuestión: ´¿Esto significa que soy gay?´. Porque se educó sin escuchar nunca que hubiese ninguna forma de sexualidad distinta de ser una chica".
Y añadí: "Aunque la cultura actual nos dice que nuestros sentimientos son los que definen mejor nuestra sexualidad, la Iglesia, sabiamente, nos dice que la verdad sobre nuestra sexualidad nos la revela Dios por medio de nuestros cuerpos".
Al explicarles el pensamiento de la Iglesia sobre este tema les planteé: "¿Sabíais que la Iglesia no considera que una persona sea heterosexual u homosexual e insiste en que cada persona tiene una identidad fundamental: ser criatura de Dios y, por la gracia, hija suya y heredera de la vida eterna? Yo encontré una gran liberación en este verdad sobre quién soy como ser sexual. Aunque pueda sentirme atraído por el mismo sexo, eso no significa que sea un tipo de hombre distinto de cualquier otro en la historia".
Esta cuestión, y el apuro que pueda suponer para los niños que podrían plantearla, pesan mucho sobre mí.
La sabiduría de los Proverbios nos enseña cómo debemos responderla: "Espinas y lazos en la senda del malo, el que cuida de su vida se aleja de ellos. Instruye al joven al empezar su camino, que luego, de viejo, no se apartará de él" (Pr 22, 5-6).
Hoy a los niños se les satura con las "espinas y lazos" de la visión mundana de la sexualidad del hombre, "la senda del malo". Esas "espinas y lazos" no son cosa del pasado. Cuando un chico confundido que piensa que es una chica puede obligar a un colegio a permitirle usar el baño de las chicas, o cuando un hombre llamado Bruce piensa que se ha convertido en una mujer llamada Caitlyn, es que nuestros jóvenes son bombardeados con minas antipersona de confusión.
Para salvarles, necesitan la verdad que sólo viene de Jesús.
Cuando estuvo entre nosotros, encarnado como hombre, dijo: "¿No habéis leído que desde el principio los hizo hombre y mujer?" (Mt 19, 4).
Debemos proclamar esta verdad desde las cimas del mundo. Pero tenemos que empezar por casa, por nuestros púlpitos, por nuestra pastoral juvenil, por nuestras escuelas. Hay miles de chicos que se preguntan en silencio la misma cuestión que yo tenía en mis manos: "Si siento atracción por el mismo sexo, ¿significa que soy gay?".
El mundo les susurra: "Sí. Confía en tus sentimientos, ellos te dicen la verdad sobre ti mismo".
Si les amamos y queremos orientarles por el camino correcto, no podemos permanecer callados ante esas mentiras. Hemos de decirles la verdad.
(Publicado en National Catholic Register, traducido del inglés por Carmelo López-Arias)
Trailer de El deseo de los collados eternos