La pregunta sobre nuestro origen obliga a una respuesta que, a través del "cómo", intenta decirnos "por qué" nacemos. Esto tiene unas consecuencias decisivas en la estructuración psicológica de los hijos y abre una diferencia sustancial entre la familia natural y otro tipo de convivencias a las que se pretende equiparar con la que forman hombre y mujer.
Lo analiza a fondo el filósofo Egisto Mercati en Tempi (los ladillos son de ReL):
La obsesión por fabricar una familia sin tener en cuenta el destino de los hijos
Sigmund Freud fue el primero en comprender la sutil y compleja trama de esas relaciones que él mismo explicó en sus teorías sobre la sexualidad infantil. Los aspectos más conocidos son los que aventuran una interpretación de los mecanismos de las preferencias asimétricas entre hijo y madre, entre madre y padre, entre hijo y padre. El complejo de Edipo, desde Sófocles a Lacan, sin olvidarnos de Shakespeare, tiene una historia que ha atraído la atención de muchos sobre el eterno problema de la verdadera y única gran pregunta del hombre. Dicha pregunta está implícita en nuestra naturaleza porque es la más pertinente al motivo de nuestra existencia. ¿De dónde venimos? Lo que pulsa dentro de nosotros no es la curiosidad, sino una suerte de urgencia aclaratoria.
Solo podemos percibir la naturaleza del hombre, también en su historicidad, partiendo de la grandeza de esos factores que, desde lo más hondo de nuestro ser, urgen para que se tome nota de una pregunta que no puede ser desatendida. El niño lleva dentro de sí, desde siempre, esta pregunta a pesar de no tener aún el lenguaje para expresarla; es por esto por lo que, simbólicamente, es decir, con imágenes, la pregunta sobre el origen obliga a una respuesta que, a través del "cómo" se nace, intenta decirnos "por qué" se nace. Por consiguiente, se trata, por su naturaleza, de una pregunta metafísica. Literalmente.
Saber de dónde se viene y por qué
En este sentido, la idea que el niño se hace de la relación/vínculo entre su padre y su madre incide de manera muy fuerte en el equilibrio de su persona y, por ende, en el desarrollo de su futura personalidad. El acto de amor que está en el origen de la concepción entrega al hijo a su destino, es decir, a un camino que es el inicio de su cumplimiento. Este cumplimiento es el acontecer de un diseño misterioso que, a imagen y semejanza de Dios, nos hace partícipes de su naturaleza paterna y progenitora.
Al percibir que el hecho de recibir el ser equivale a recibir un bien (ens et bonum convertuntur), en la memoria psíquica del niño se introduce la idea de que es hijo de una gratuidad y no de una causalidad accidental, independientemente de la conciencia intencional del acto generador.
Esto es tan cierto que cualquiera que sea nuestra condición desde el punto de vista sexual, religioso o cultural, no podemos eludir de nuestro corazón el deseo de una vida que tiende a la fecundidad. Se puede ser fecundos generando hijos, pero también de otros modos: por ejemplo, acogiéndolos como propios o eligiendo la castidad, es decir, una forma generadora de vida que prescinde del acto sexual y, en virtud de una entrega, saca la energía y la alegría de una fuente cuyo fluir implica la presencia de Otro.
Una obsesión no resuelta
Hay en la familia humana una inagotable germinación de posibilidad de amor, donación y sacrificio que transfiguran la carnalidad y consiguen incluso transformar el movimiento instintivo en ímpetu creador. Pero es precisamente la familia la obsesión no resuelta de una tendencia cultural que se mofa de ella porque la considera una institución arcaica y coercitiva mientras, al mismo tiempo, la reclama como figura jurídica y social apta para garantizar tutelas que equiparen la familia homosexual a la familia surgida del matrimonio entre un hombre y una mujer. Desde «cuando las nupcias, tribunales y aras dulcificaron de la humana gente las ásperas costumbres y piadosas tornáronlas» (palabras del laico anticlerical, libertino y genial poeta de Los sepulcros, Ugo Foscolo), ¿qué ha cambiado?
Leyendo el Informe 2020 del Centro Internacional de Estudios sobre la Familia –La famiglia nella società post familiare (desde 1989 se publica un informe cada dos años, del que es responsable desde el inicio el profesor Pierpaolo Donati, sociólogo y académico)– se percibe el profundo movimiento telúrico que ha sacudido hasta los cimientos las formas, las concepciones y la praxis de la familia.
Cambios que han sorprendido por su rapidez y profundidad
Los cambios en las costumbres, la sensibilidad y la mentalidad no son, hoy en día, una novedad, pero aquí se trata del desplazamiento radical de un eje que redefine equilibrios y reflejos de esa revolución sexual que, en los años 60 del siglo pasado, echó raíces sobre todo en los países de Occidente. Esa liberación de los vínculos y tutelas que para algunos eran, tal vez, demasiado opresivas y expresiones de políticas autoritarias y conservadoras, parece pertenecer a la prehistoria de esos movimientos de liberación que hicieron del divorcio, el aborto y la liberación sexual la bandera de una lucha para la emancipación y el progresismo.
En los cincuenta años que hemos dejado atrás se ha llevado a cabo un vertiginoso proceso de cambio que ha sorprendido a todos los observadores, no solo por la irradiación planetaria de este fenómeno, sino por la rapidez con la que hemos llegado a la metamorfosis de nuestro mundo vital, cultural y civil.
El viejo Occidente, cada vez más debilitado por los golpes de las distintas secularizaciones, pero siempre tranquilizador en el fondo -aunque contradictorio-, ha sido sustituido por la rápida y precipitada civilización que se presenta como el nuevo orden mundial de una posmodernidad cínica y contenta como el nihilismo que la impregna.
Relaciones en precario
Entre los muchos fenómenos, está ese de origen puritano que se ha hecho pasar y se ha impuesto con la expresión "políticamente correcto", regulador global de pensamientos, comportamientos y juicios. Nada y nadie es inmune a este dominio que penetra a todos los niveles: político, cultural, religioso o afectivo. Una suerte de "servidumbre voluntaria" mundial que le gusta a la gente que quiere gustar, y que encuentra especialmente en el mundo juvenil un terreno fértil para sembrar un desconcierto lleno de dificultades e incertidumbres de distinto tipo (afectivo, profesional, cultural, de orientación sexual).
Si antaño crear una familia significaba el establecimiento de una decisión que tendía a durar y que era capaz de resistir, a veces, a las inevitables dialécticas de una relación de pareja, hoy se documenta un fenómeno de improbables vínculos cada vez más inéditos y azarosos que son el retrato doloroso de una nueva especie de precariedad. El intento de dar legitimidad a la familia homosexual nace de un error de perspectiva: es como poner al mismo nivel, dentro de un marco, elementos que adquieren sentido y valor respetando ciertas dimensiones y proporciones. Cada hombre o mujer tiene el derecho sacrosanto a ser considerado siempre como fin y nunca como medio sin, por eso, incomodar a Kant.
El matrimonio es lo que es: la ley no cambia la naturaleza
El matrimonio presupone, desde siempre, la diferencia sexual tanto para actuar la condición generadora del acto copulativo, como para cultivar y permitir, de manera armónica y ordenada, la recíproca gestualidad y expresividad afectiva. La intimidad de las parejas, en el ámbito familiar, es más profunda e intensa cuanto más custodiada en el pudor. Esta diferencia de los sexos no puede ser sustituida por la diversidad de los roles: un/una asume el rol de amante-progenitor masculino; el otro/la otra el de amante/progenitora femenina.
La neuropsiquiatría infantil nos enseña que fingir ser lo que no se es reduce los actos comunicativos de los progenitores a prestaciones que, tal vez, expresan el máximo de dedicación sin conseguir producir un apego adulto-niño recíproco. La llamada familia homosexual no puede trasladar ese conjunto simbólico de significaciones que atañe a la naturaleza de la afectividad.
Es obligatorio reconocer, con el máximo respeto por las uniones civiles, que, en virtud de una ley, no se puede pretender que una forma jurídica cambie una sustancia. Natura non facit saltus decía con genial perspicacia el gran Leibniz.
En Estados Unidos, el debate sobre las problemáticas éticas, jurídicas, psicológicas y filosóficas agita las aguas desde hace al menos veinte años (J.M. Finn, Martha Nussbaum, Judith Butler y otros muchos) y difícilmente se llegará a compromisos razonables dadas las sensibles diferencias entre los intelectuales y el lobby LGBT. Y, de nuevo, el tiovivo de opiniones da vueltas sobre la cabeza de los niños. Para ellos siempre seguirá siendo un secreto el origen de su vida.
(Traducción del italiano de Elena Faccia Serrano para ReL)