David B. Rivkin Jr. y Lee A. Casey fueron funcionarios del Departamento de Justicia durante las administraciones de los presidentes Ronald Reagan (19811989) y George H. W. Bush (19891993), y entre 2004 y 2007 miembros de la Subcomisión de las Naciones Unidas para la Promoción y Protección de los Derechos Humanos.
Actualmente son socios del despacho de abogados Baker Hostetler LLP de Washington, D.C., y el pasado lunes escribieron un artículo en The Wall Street Journal, bajo el título Se utiliza la excusa de la “tortura” para ir contra la Iglesia católica, donde defienden eficazmente a la Santa Sede de las acusaciones de lobbys anticatólicos que "presionan a la ONU para que se condene al Vaticano utilizando un tratado destinado a combatir los abusos de los estados represivos".
Por su interés y por la contundencia de la argumentación, lo reproducimos en su integridad.
El comité de las Naciones Unidas supervisor de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes está recibiendo presiones por parte de varias organizaciones no gubernamentales poderosas para que el Vaticano sea condenado cuando el comité se reúna esta semana en Ginebra.
Estos grupos, entre los que se incluye el Centro para los Derechos Constitucionales, la Red de Supervivientes de abusos por sacerdotes y el Centro de Derechos Reproductivos, reclaman que el trato dado por parte de la Iglesia católica a las acusaciones contra los sacerdotes que han abusado de los niños, como también su posición en lo que se refiere a métodos anticonceptivos y el aborto, equivale a violaciones de la Convención contra la Tortura.
Si el comité de la ONU accede a las peticiones de estos grupos y concluye que el Vaticano ha violado la Convención contra la Tortura, esto representaría una interpretación insoportable y perversa del tratado, y debilitaría su eficacia. Representaría también un flagrante ataque a la libertad religiosa.
Es indudable que durante muchos años la Iglesia católica ha fracasado en el modo de manejar el tema de los abusos infantiles por parte de sacerdotes, pues no lo ha hecho de manera oportuna y eficaz. Sin embargo, recientemente, la Iglesia ha admitido sus errores y ha iniciado reformas fundamentales para arrancar de raíz este problema, que no atañe únicamente a los católicos. Según la ficha técnica n. 150 sobre maltrato infantil de la Organización Mundial de la Salud, organismo perteneciente a las Naciones Unidas, "aproximadamente el 20% de las mujeres y el 510% de los hombres han sido objeto de abusos sexuales en la infancia."
Nadie duda de que los abusos sexuales infantiles sean un mal, pero intentar incluirlos obligatoriamente dentro de la Convención contra la Tortura es legalmente incorrecto. Por muy inflexible que parezca la Iglesia católica, no es un estado soberano y el Vaticano, que sí lo es, no tiene autoridad legal sobre la jerarquía de la iglesia o sobre los millones de creyentes católicos del mundo.
Aunque el papado tiene una enorme autoridad spiritual, su poder secular y legal —que es a quien está dirigido el tratado— se extiende sólo a las 44 hectáreas de la Ciudad del Vaticano, que tiene unos 800 habitantes. La Santa Sede adhirió en 2002 a la Convención contra la Tortura para "el Estado Ciudad del Vaticano" y asumió "su aplicación en la medida en que ésta sea compatible, en la práctica, con la naturaleza peculiar de ese Estado". Las reivindicaciones que acusan al Vaticano de ejercer un control obligatorio sobre todas las instituciones y los particulares católicos sobre los que tiene alguna responsabilidad por sus acciones reflejan no haber comprendido el funcionamiento ni del tratado ni de la Iglesia.
El tratado exige a los estados miembros que se abstengan de la tortura y que tomen medidas para prevenirla y castigar a quien la cometa dentro del propio territorio. Cuando los católicos, incluyendo el clero católico, cometen crímenes fuera de la Ciudad del Vaticano, el juicio y la pena corresponden a los países donde se cometieron los crímenes. Si los representantes de la iglesia en esos países son cómplices de los delitos, abordar este tema sigue siendo un problema de la ley interna del país en cuestión. Esta es una praxis internacional conocida y aceptada.
Internacionalizar el grave crimen del abuso infantil definiéndolo una “tortura” es desacertado. El tratado define de manera muy limitada qué es la tortura y está dirigido a los estados por una razón: para centrar la atención sobre los gobiernos represivos que utilizan la tortura como forma de terror y como medio para mantener al régimen de turno en el poder.
Nada de esto importa a los activistas que quieren acusar a la Iglesia católica de violar la Convención contra la Tortura. Entre los más decididos están aquellos cuyas reivindicaciones son un intento apenas velado de usar el foro de la ONU para atacar a la doctrina católica, especialmente la posición de la Iglesia sobre los métodos anticonceptivos y el aborto.
El Centro de Derechos Reproductivos ha reclamado incluso que estos aspectos clave de la fe católica sean considerados equivalentes a la tortura psicológica. ¿Por qué? Porque estos aspectos quieren moldear de manera insidiosa el comportamiento humano, hacen que las personas que utilizan métodos anticonceptivos o que recurren al aborto sientan vergüenza y utilizan de manera inapropiada la gran autoridad spiritual de la Iglesia para influenciar a muchos gobiernos con el fin de limitar el acceso a los métodos anticonceptivos y al aborto.
Según esta lógica absurda, cualquier fe religiosa —y según esto, cualquier doctrina secular— podría ser condenada por practicar la tortura si intenta motivar a sus seguidores para que vivan su vida de una determinada manera. Este intento de apropiarse de la Convención contra la Tortura por motivos políticos degrada la definición de tortura y socava los esfuerzos del tratado para acabar con estas prácticas terribles.
Incluso quien critica la doctrina católica debería estar de acuerdo con el hecho que la Convención contra la Tortura no es el instrumento adecuado, ni el comité de supervisión de la ONU el foro apropiado, para desafiar las convicciones religiosas de cualquiera. Si un estado soberano actuara de este modo e intentara suprimir o penalizar las creencias religiosas, su comportamiento violaría otros instrumentos internacionales importantes, incluyendo el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de la ONU y la Declaración Universal de los Derechos Humanos, con su protección explícita de la libertad religiosa.
Si el comité de la Convención contra la Tortura amplia el tratado para condenar una institución religiosa al completo por el comportamiento criminal individual de unas personas que pertenecen a ella, la credibilidad del tratado disminuiría drásticamente. Esto es muy negativo. Pero si la Convención contra la Tortura se usa para señalar al Vaticano y condenarlo, los católicos y el clero católico del mundo estarían marcados como responsables a nivel colectivo de delitos individuales, lo que dejaría a gente inocente indefensa ante los ataques y la persecución, especialmente en países donde la libertad religiosa está amenazada. Esta no es la misión de la Convención contra la Tortura, ni tampoco de las Naciones Unidas.