Fauzia (pongamos que así se llamaba) quería abrazar la fe católica. Pero si vives en Paquistán, si eres una mujer que nació y creció en una familia islámica y te casaste con un hombre musulmán, la cosa se vuelve espantosamente complicada.
Ella, de 42 años, licenciada con cuatro hijos, hace algunos años quedó soprendida al conocer a una mujer occidental en una tienda en la ciudad de Lahore. Se hicieron amigas. Esa mujer tenía una luz particular: le contó qué era el cristianismo. Pero Fauzia se quedó sorprendida sobre todo por el estilo de vida de su nueva amiga.
A partir de ese día empezó a bombardearla con preguntas. Un día, la mujer occidental se fue. Entonces, Fauzia tomó una decisión: «Quiero ser cristiana y lo lograré». Tuvo la mala idea de decírselo a su marido. Sufrió una paliza.
Según fuentes locales de Vatican Insider, incluso sus familiares se enfadaron con ella: «Si se te ocurre hacer algo parecido, te matamos», le dijeron.
Hace un año, sopresivamente, su esposo murió. Fauzia quedó viuda y con cuatro hijos (de 10, 12, 15 y 18 años). Entonces, viendose más libre, comenzó a dialogar con sus hijos. Al final todos juntos decidieron que se convertirían al cristianismo. Quedaba solo una posibilidad: huir, desaparecer.
Había llegado el momento de llamar a ese número que la amiga occidental le había dejado. La viuda y sus cuatro hijos escapan de noche, como ladrones. En realidad, el verdadero ladrón era un Estado que te prohíbe ser libre.
Un país en el que cada año alrededor de 700 mujeres cristianas son secuestradas, violadas y obligadas a convertirse al Islam. Ahora, Fauzia y sus hijos viven en Filipinas. Tienen una casa, ella trabaja y ellos estudian. Una vida normal. Justamente la que no pueden tener los cristianos en Paquistán.