Cuando en 2008 Colleen Oakley, una escritora free lance de Atlanta, y su novio Fred, con quien salía hace tres años, decidieron casarse, ella se encontró con un problema: el Padrenuestro que había que rezar en la ceremonia.

"Para mí fue como un shock", confiesa: "Ambos íbamos a la iglesia sólo con mi familia en Navidades, y mi experta mano de editora había tachado concienzudamente todas las referencias a Dios y a Jesús de los votos matrimoniales que nos había propuesto el pastor progre que habíamos elegido". La razón, sobra decirlo, es que Colleen era atea.

-¿Realmente es necesario el Padrenuestro? -le pregunté a Fred.

-Sí -contestó con tranquilidad su inmediato marido-. Es importante para mí.

Fred, sobra decirlo también, sí creía en Dios.


Colleen atribuye su ateísmo a que fue educada como presbiteriana por unos padres hippies y aquello no le convenció mucho (aunque la llevaban a los oficios cada domingo), y a que en la adolescencia iba a la iglesia de su mejor amiga, a reuniones pentecostales "que asustaban", donde "la gente hablaba en lenguas y eran ´salvados´".

"Cuando era joven, pensaba que Dios y el cielo eran ideas pacificadoras para proteger a la gente del miedo a la muerte", continúa Colleen: "Y aunque mis juicios sobre el cristianismo y la fe han evolucionado hacia una comprensión más matizada, mi falta de fe no ha cambiado".

En cualquier caso, decidió hacer un sacrificio por su novio y salvar el Padrenuestro de la tijera. Por sorprendente que parezca, en tres años de convivencia nunca habían hablado de religión: "Como no íbamos a la iglesia y Fred nunca hablaba de Dios, asumí que pensábamos igual". Era momento de profundizar.

-¿Así que crees en Dios?

-Sí.

-Sabes que yo no, ¿verdad?

-Sí.

-¿Y no te importa?

-No.

"Afortunadamente, no le quiero por su locuacidad", bromea Colleen ante la parquedad de las respuestas que iban recibiendo.


Pero durante los meses siguientes profundizó en la fe de su marido: "Su discreta creencia en un poder superior era sorprendentemente atractiva. Él creía que un ser omnisciente nos contempla, que cuando muriésemos nos reuniríamos de nuevo en el más allá y que rezar por los demás es una parte importante de preocuparse de ellos".

"Él no iba a la iglesia, no leía la Biblia todas las noches (de hecho nunca le vi con una en la mano) y no se sentía obligado a imponer sus ideas a los demás. Era un cristiano light: lo justo para mí para respetarle y, lo que es más importante, para convivir con él", añade Colleen.

Pero dos años después de casarse, un sábado por la mañana mientras desayunaban, Fred le anunció que había dejado de creer en Dios.

-¿Qué?- Colleen dice que se quedó con la boca abierta.

-Últimamente he estado pensando mucho en ello y no sé si realmente he creído alguna vez.

Fred entonces le explicó sus conflictos y emociones, y ella sintió que eran los mismos que le habían llevado a ella al ateísmo once años antes. Ella le iba dando la razón, pero...

"En mi interior había una gran agitación. De repente, estábamos de acuerdo sobre la religión, y como es sabido, estar de acuerdo con tu pareja se considera algo generalmente bienvenido. ¿Por qué entonces su revelación me hacía sentirme tan incómoda?", admite Colleen.


Y añade: "Comprendí que me gustaba la tranquilidad de que otras personas creyeran, especialmente mi media naranja. Me hacía sentirme segura. No creer en nada, o no tener una fe a toda prueba en aquello en lo que crees, puede ser terrorífico. Convierte esas fastidiosas cuestiones existenciales de la vida en más difíciles de responder, en especial cuando te despiertas a las cuatro de la mañana sin respiración pensando en la finalidad de la muerte. La fe de Fred era mi red de seguridad en caso de que todo lo de Dios realmente fuese cierto. Con él existía siempre la posibilidad de que al llegar a las puertas del cielo, si mi nombre no estaba en la lista, pudiese decir: ´Bueno, conozco alguien ahí dentro´... Y ahora no lo tenía. De alguna extraña forma, mirar cara a cara a mi marido me estaba haciendo sentir muy sola".

La confesión es impresionante. Fred se vio asaltado durante las siguientes semanas sobre las consecuencias que tendría su nuevo sistema de creencias en su vida de pareja.

-¿Qué crees que pasará cuando nos muramos? -le preguntaba Colleen.

-Nada.

-¿Crees que las almas se siguen queriendo?

-No.

-¿No crees que estaremos juntos cuando nos muramos?

-No... a no ser que el infierno sea real, y entonces estarás allí haciéndome treinta millones de preguntas por toda la eternidad -bromeó Fred con la parquedad que ya nos es familiar.


El caso es que Colleen siempre había pensado que eso de amarse después de la muerte, "aunque algo romántico, era una idea ridícula": "Pero aunque yo no lo creía, quería que él lo creyese, que tuviese fe en algo en lo que yo no la tenía. Me sobrecogían la inocencia y la ingenuidad. Lloraba por haberlas perdido. Y ahora él era tan cínico como yo".

A los pocos meses, Colleen y Fred tuvieron su primer hijo, Henry. Para ella, tocaba decidir qué le dirían al pequeño sobre la vida, sobre la muerte, sobre Dios. Aprovechó otro desayuno sabatino para plantear la cuestión.

-¿No crees que deberíamos empezar a buscar iglesias? -sugirió distraidamente mientras untaba el bizcocho de mermelada.

-Que deberíamos hacer ¡¿qué?! -exclamó Fred.

-Para darle algún fundamento espiritual... -sugirió Colleen-. Algo de educación cristiana para que sepa luego con qué estar de acuerdo o no estarlo.

-¿No sería hipócrita convertir la iglesia en una prioridad cuando ninguno creemos en lo que se enseña en ellas? -él era ahora la voz de la lógica-. Sentiría que le estoy engañando.

-Bueno... Nosotros creemos que hay que amar a los demás, que no hay que mentir ni matar ni cometer adulterio -hablaba de nuevo la flamante mamá.

-¿Crees que Jesús murió en la cruz por nuestros pecados? -Fred era ahora implacable.

-Bueno... no.

-Pues ya está.

Pero tras un momento de silencio, Fred cedió y remató la faena:

-Si quieres ir a la iglesia, tienes todo mi apoyo. Creo que es bueno para Henry saber algo sobre religión y espiritualidad. Pero creo que en nuestra familia deberíamos ser siempre honestos con él sobre nuestras creencias.

"Pensé en ello mientras jugaba con el tenedor en la mermelada", concluye Colleen: "Nuestras creencias. Nuestra familia. Después de todo, no me sentía tan sola".

Pinche aquí para leer el artículo entero de Colleen Oakley publicado en The New York Times.