Ser católico y sentirse arraigado a la propia tierra, lejos de ser contrario al Evangelio, es posible e incluso necesario, explica Laurent Dandrieu en un libro reciente sobre el que Anne-Laure Debaecker le ha entrevistado en Valeurs Actuelles:
¿Podemos negarnos a acoger a algunos de los inmigrantes cuando pertenecemos a una religión que nos llama a todos hermanos? Laurent Dandrieu se hizo esta pregunta cuando publicó su anterior libro, Iglesia e inmigración. La gran inquietud. Esto llevó a nuestro colega a una importante investigación. Apoyándose en Simone Weil, Santo Tomás de Aquino, Chantal Delsol y Pierre Manent, el escritor católico y crítico de cine muestra cómo el apego a nuestras pequeñas y grandes patrias contribuye al bien común y nos aleja de nuestros egoísmos. Pero algunos clérigos ya se han dejado seducir por el espíritu del mundo...
Este nuevo ensayo, Roma o Babel. Por un cristianismo universalista y arraigado, es muy rico, escrito con una pluma magnífica, y prologado por Mathieu Bock-Côté, y puede resonar en el mayor número de personas, en un momento en que todos nos enfrentamos a un mundo que busca la uniformidad total y la nomadización.
-En su libro recuerda que durante las manifestaciones que pedían el regreso de la misa en otoño de 2020, algunos clérigos denunciaron estas iniciativas de los fieles. ¿Por qué destaca esta actitud y de qué es síntoma?
-Desde hace unos sesenta años, existe en la Iglesia una tendencia a la desencarnación, que se tradujo, en los años sesenta, en una caza de todo lo que tenía que ver con la piedad popular: las procesiones, los exvotos, el culto a las reliquias, las devociones marianas, etc., que se consideraban parte de una religiosidad arcaica y supersticiosa. Ya en aquella época, el padre Serge Bonnet, sociólogo dominico no especialmente conservador, advertía que esta destrucción del catolicismo popular conduciría a un catolicismo apátrida. Pero esto es precisamente lo que estamos viviendo. El desprecio a una fe arraigada en ritos y sacramentos y a una fe arraigada en una cultura nacional van de la mano.
»Hacer de la fe un fenómeno puramente espiritual, pensar que la relación con Dios hace que el culto y el rito sean secundarios y la cultura católica accesoria, es una traición al catolicismo. Y esto es un error fundamental, tanto porque la fe personal necesita apoyarse en una cultura, de lo contrario corre el riesgo de asfixiarse, como porque esta cultura católica constituye un vínculo muy fuerte con los que no tienen fe: es un caldo de cultivo formidable para la evangelización, especialmente entre las clases populares que, incluso inconscientemente, permanecen impregnadas de catolicismo.
»En realidad, este debate, que parece externo a mi tema, está en el centro del mismo: es una de las formas de confrontación entre una visión arraigada del catolicismo y una visión desencarnada, fuera de la realidad. Este es el tema fundamental de mi libro, el duelo entre el universalismo católico y el globalismo.
-Su libro sitúa al catolicismo bajo el signo de una elección entre Roma y Babel: ¿por qué?
-Para algunos, el catolicismo parece haberse convertido en otro nombre para el globalismo. La cuestión es si el universalismo cristiano, que afirma que todos los habitantes de la Tierra son miembros de una familia humana común por paternidad divina, nos llama a ir más allá de las naciones, las patrias, las comunidades naturales y a abolir las fronteras para lograr la unidad política de la humanidad. O si, por el contrario, se puede ser católico y seguir apegado a su identidad, cultura y patria. Yo diría que no solo se puede, sino que se debe.
»La tentación globalista, expresada en el mito de Babel, es la utopía de una humanidad uniforme, que comparta la misma lengua, la misma cultura, el mismo gobierno. El universalismo cristiano es exactamente lo contrario. Tiene su primera manifestación concreta en Pentecostés: arrebatados por el Espíritu Santo, los apóstoles se dirigen a los representantes de diversos pueblos y cada uno los escucha en su propia lengua. Este fue el primer acto de inculturación, que Pío XII llamó "la estrella guía del apostolado universal".
»Juan Pablo II lo definió así: "La encarnación del Evangelio en las culturas indígenas, y al mismo tiempo la introducción de estas culturas en la vida de la Iglesia". Desde el principio, la evangelización se ha llevado a cabo arraigando en las culturas de los diferentes pueblos. La inculturación es la traducción en acción de la doctrina de Santo Tomás de Aquino, según la cual "la gracia no destruye la naturaleza sino que la corona".
»El catolicismo, siguiendo a Aristóteles y perfeccionado por Santo Tomás, reconoce que la naturaleza humana presupone que el hombre, para realizar plenamente su humanidad, necesita arraigarse en una cultura, una historia, una tradición. Por ello, la Iglesia se extenderá por todo el mundo, respetando y valorando la identidad de los pueblos que va a evangelizar.
»El universalismo cristiano no es la disolución de las identidades particulares en una identidad común, sino la comunión de estas diferentes identidades en un destino espiritual común, que respeta su diversidad y su propio carisma. Es a través de la singularidad de cada cultura que el hombre alcanza la universalidad de la gracia. La uniformidad que propugna el globalismo es exactamente lo contrario.
»Por esta razón, la Iglesia siempre ha alabado el amor a la patria como un acto de piedad filial, y como un acto de caridad, porque contribuye al bien común. "Si el catolicismo fuera un enemigo de la patria, dejaría de ser una religión divina", dijo San Pío X. Este amor a la patria no nos aleja de lo universal; al contrario, nos conduce a él desprendiéndonos de nuestros egoísmos inmediatos mediante la solidaridad con una comunidad más amplia.
»En mi libro, me refiero mucho a la filósofa Simone Weil, que justifica el patriotismo por la necesidad de responder a la "necesidad vital del alma humana" que, según ella, es el arraigo. Su posición es tanto más interesante cuanto que en un principio era muy reticente al patriotismo y a su triunfalismo. Respondió con un patriotismo de compasión: el amor a la patria en toda su fragilidad, sus heridas y su dolor. Esto era obvio cuando ella escribió esto en 1942, pero es igual de obvio hoy, cuando nuestro país parece estar en proceso de disolución.
-Hablando de arraigo, usted señala que la estandarización producida por la globalización es el resultado de una lucha a muerte entre el arraigo y la emancipación. ¿De qué se trata?
-Chantal Delsol explica muy bien en El odio al mundo que esta dialéctica entre emancipación y arraigo es constitutiva de la condición humana, y fructífera. Pero subraya que la especificidad de nuestra época es que nos ha llevado a la "era de la emancipación", convirtiendo este impulso natural de emancipación en un arma de guerra total contra el arraigo. Ya no hay dialéctica: la emancipación se ve como el bien absoluto, el arraigo como el mal absoluto, así como todo lo que es límite, restricción, fronteras, identidad.
»Sobre este prometeísmo de la emancipación se construye la ideología globalista, que tiende a empujar la lógica de la globalización hacia una humanidad liberada de todas sus raíces y totalmente unificada bajo la tutela de una única gobernanza. Un mundo sin fronteras ni culturas específicas, relegando las identidades de los pueblos a una dimensión folclórica. Al hacerlo, se cree que el hombre se libera de todas sus trabas y vicios: pero el hombre así liberado no es más que una simple mónada, sin carácter ni especificidad, que ha perdido todo lo que hacía rica su humanidad. Es el gran animal del que hablaba Platón el que de hecho se ha liberado, más que el hombre.
-Defender la identidad mediante el arraigo, ¿no es arriesgarse a la esclerosis?
-Esto es siempre un riesgo, pero más bien teórico, porque en la historia hay muy pocas sociedades que hayan vivido realmente en autarquía. El riesgo contrario me parece mayor: no habrá un verdadero universal si no hay arraigo. Porque no hay universalidad sin cultura, y no hay cultura si no está arraigada en una historia, un pueblo, unas tradiciones. Y cuanto más arraigada esté esta cultura, más podrá llegar a lo universal.
»No hay nada más inglés ni más universal que Shakespeare. No hay más toscano que Fra' Angelico, y no hay pintor que se acerque tanto a la esencia de las cosas, dando gloria a la dimensión sobrenatural de la realidad. No hay un pintor más local que Vermeer, que pasó toda su vida pintando diminutas escenas de género del microcosmos de la ciudad de Delft, y sin embargo su meticuloso realismo abre la puerta a la eternidad.
»En cambio, el arte contemporáneo ofrece a menudo un ejemplo perfecto de una cultura globalizada, fuera de la realidad, que solo es universal en su vacío: es el universal del denominador común más pequeño e insignificante.
»El riesgo de esclerosis es precisamente contra lo que nos protege el universalismo cristiano. Sin quitarle nada a nuestros apegos ancestrales ni a nuestras solidaridades naturales, nos hace comprender que nuestro legítimo arraigo solo se equilibra con la apertura a la fraternidad universal. En la medida en que la unidad propugnada por el universalismo cristiano, que es puramente espiritual, no presupone una traducción política, es por definición respetuosa con las diversidades, las patrias y las culturas particulares. Pero dentro de este amor que la Iglesia nos anima a tener por nuestra patria, el universalismo es un recordatorio constante contra la tentación de idolatrarla.
-Usted explica que la especificidad y la belleza del universalismo cristiano es esta capacidad de conciliar eslabones invisibles de una misma cadena...
-En su Tratado sobre el libre albedrío, Bossuet explica que el genio del cristianismo radica en su capacidad para sostener los dos extremos de la cadena entre dos verdades aparentemente irreconciliables, a través de eslabones que no vemos o ya no vemos, especialmente en nuestra era binaria. He escrito este libro para hacer visibles los vínculos ocultos entre el arraigo y el universalismo cristiano. A menudo se cita a Chesterton: "El mundo está lleno de virtudes cristianas enloquecidas", pero rara vez el final de su frase: enloquecidas "por haber sido separadas unas de otras". Pero si separamos el patriotismo, en un extremo de la cadena, del universalismo, que está en el otro extremo, se vuelve peligroso. El globalismo es en gran medida un universalismo cristiano que se ha vuelto loco porque se ha separado de la idea de las raíces.
»Los eslabones que unen los dos extremos de la cadena son, para mí, cuatro: 1) El catolicismo no lucha contra las identidades particulares. 2) Incluso las valora y se apoya en ellas como base del universalismo. 3) La Iglesia invita a estas identidades particulares a una unidad espiritual ajena a las construcciones políticas humanas. 4) Con ello, el universalismo cristiano ofrece el mejor antídoto contra las quimeras de una unificación política planetaria.
-Sin embargo, ¿dice usted que en la actualidad la Iglesia tiende a dejar que el universalismo cristiano se contamine con la ideología globalista?
-El espíritu de Babel se ha extendido a algunos cristianos e incluso a la jerarquía de la Iglesia, debido a un empobrecimiento del pensamiento teológico, que ya no incluye la reflexión sobre el bien común. Hay también, entre algunos, un oportunismo, la idea de que no hay que perder el tren de la historia, que iría inevitablemente hacia una unidad del género humano. Hacia los años 60, la unidad del género humano comenzó a derivar del plano escatológico al político, de la esperanza a la "militancia". Esta contaminación del espíritu de Pentecostés por el espíritu de Babel fue alentada por la esperanza de que, al convertirse a "la religión de la humanidad", como decía Pierre Manent, la Iglesia mantendría el oído del mundo.
»Vemos entonces aparecer en ciertos textos pontificios el llamado a una gobernanza mundial para resolver problemas que se han vuelto planetarios. Esta contaminación del universalismo cristiano por el globalismo es la matriz de las posiciones miopes de la Iglesia sobre la inmigración.
[Lee en ReL: Católicos identitarios: una reacción militante contra el globalismo y el multiculturalismo]
»En estas posturas hay, en primer lugar, una disolución de la noción de bien común en los derechos del individuo; pero, sobre todo, hay una especie de mesianismo humanitario que considera la inmigración masiva como un medio providencial para avanzar hacia la unidad concreta de la familia humana. El emigrante se convierte así, como emigrante, en una especie de redentor a través del cual la raza humana alcanzará finalmente la unidad.
»Lo fascinante y preocupante es que, al dejarse contaminar por el globalismo, la Iglesia está echando una mano a una ideología que es su peor enemigo, ya que quiere arrancar al hombre de todos sus anclajes naturales, humanos y también religiosos. Si quiere salir de su decadencia, la Iglesia debe redescubrir urgentemente que el camino de la salvación universal pasa por una civilización cristiana arraigada.
Traducido por Verbum Caro.