Cuando la esposa del disidente soviético Andrei Sajarov se encontró con San Juan Pablo II, quedó impresionada hasta las lágrimas. "Todo él es luz", dijo Elena Bonner, que no era creyente.
Para preparar el centenario del nacimiento de Karol Wojtyla, que se celebra este lunes 18 de mayo, George Weigel contó la trastienda de ese encuentro, así como una explicación sobre el impacto que producía el Papa polaco, en un artículo publicado en Wall Street Journal:
La espía soviética de Juan Pablo II
Los estudiosos de las malas artes de la Guerra Fría saben que los servicios de inteligencia comunistas penetraron profundamente en el Vaticano en los años 70. Sin embargo, pocos saben que el Papa Juan Pablo II, cuyo centenario se celebra este 18 de mayo, tuvo su propio agente secreto en la Unión Soviética durante los años 80. Esa relación condujo a un encuentro personal relevante que ayuda a explicar qué hizo al Papa ser el hombre que fue.
La improbable 007 de Juan Pablo II fue Irina Ilovayskaya Alberti, nacida en Rusia y viuda de un diplomático italiano. Antigua asistente personal de Alexander Solzheitsyn en Vermont [Estados Unidos], conoció al Papa casualmente durante una audiencia papal a principios de los 80. Se hicieron amigos enseguida.
Irina participó en el Meeting de Rimini de Comunión y Liberación en 1998.
Cuando el deshielo de Gorbachov facilitó la entrada en la URSS, Alberti empezó a viajar al país varias veces al año. “Si sabía algo interesante”, me contó años después, “llamaba al Papa, nos encontrábamos y se lo contaba”. A los diplomáticos vaticanos, a quienes gustaba tener esos temas bajo control, no les gustaba esa especie de “canal opaco”. Pero Juan Pablo II solía sortear a sus mandarines cuando pensaba que hacerlo podía suponer una información útil. Obviaba a los responsables tradicionales y se mantenía al tanto con su operativa clandestina.
Sucedió que Alberti era también amiga de Elena Bonner, la tenaz esposa del físico nuclear soviético y activista por los derechos humanos Andrei Sajarov. En 1985, estando en arresto domiciliario, Sajarov empezó una huelga de hambre exigiendo a los funcionarios soviéticos que permitieran a su mujer abandonar el país para recibir la atención médica que necesitaba urgentemente [riesgo de ceguera]. Finalmente las autoridades accedieron, pero Sajarov quedaba como rehén del buen comportamiento de Bonner fuera del país. Eso significaba que no habría encuentros con líderes mundiales ni con la prensa.
El físico y disidente Andrei Sajarov (1921-1989), con su esposa Elena Bonner (1923-2011), activista antisoviética: los comunistas asesinaron a su padre y condenaron a su madre a 17 años de trabajos forzados.
Sin embargo, Alberti pensó que Bonner podría ver al Papa. Cuando llegó a Roma para su tratamiento médico, Alberti organizó un señuelo que mantuvo a la prensa romana con los hijos de Bonner mientras ella conducía de incógnito hasta el Vaticano a la disidente convaleciente.
Endurecida emocionalmente por décadas de lucha con la KGB, Bonner no era dada a sentimentalismos. Tampoco era religiosa. Sin embargo, de su encuentro de dos horas cara a cara con el Papa Juan Pablo II salió sollozando. Le dijo luego a Alberti: “Es el hombre más increíble que he conocido. Todo él es luz. Es una fuente de luz”.
La relación entre Bonner y Juan Pablo II continuó durante años y finalmente desembocó en un largo encuentro privado entre el Papa y Sajarov, quien buscaba consejo sobre su papel político en el final de la Unión Soviética.
Pero es aquel primer encuentro con Bonner -y su reacción ante ese polaco, un hombre a quien no conocía y líder de una fe que no compartía- lo que vale la pena considerar en el centenario de Juan Pablo II.
¿Qué hacía el Papa Juan Pablo II para tocar de aquella manera el espíritu y el corzón incluso de los no creyentes? Era un hombre de una inteligencia acreditada, un pastor experimentado, un políglota y un astuto actor en la escena mundial. Su compromiso con los derechos humanos fundamentales, independientemente de la convicción religiosa o de la ausencia de ella, lo había demostrado una y otra vez durante sus años como arzobispo de Cracovia y como Papa. Pagó el precio de esa defensa con su propia sangre, sobreviviendo a un intento de asesinato que siempre sospechó que había tenido su origen en Moscú.
Pero el currículum vitae y la credibilidad no explican por qué una no creyente pudo decir, entre lágrimas: “Todo él es luz. Es una fuente de luz”. O por qué, en sus últimos años, destrozado por la enfermedad de Parkinson, aún podía arrastrar grandes masas de gente y elevar el espíritu de quienes sufrían.
El Papa Juan Pablo II no puede ser explicado ni comprendido a menos que se le asuma como lo que él dijo que era: un discípulo de Cristo convertido radicalmente. Él creía que Dios se había revelado en la historia, primero al pueblo judío y luego en Jesús de Nazaret. Creía que la resurrección del nazareno crucificado era el punto axial de la aventura humana: un acontecimiento dentro y más allá de lo que conocemos como “historia”, que reveló que el amor apasionado de Dios por la humanidad era más poderoso que la misma muerte.
Creyendo eso, vivió sin miedo. Y viviendo sin miedo, inspiró en otros la valentía. Fue una “fuente de luz” porque consumió su vida permitiendo que lo que él había experimentado como luz divina brillase a su través.