Este lunes fallecía en París a los 89 años Michael Lonsdale, uno de los grandes actores de cine y teatro salidos de Francia. Multifacético y carismático, este artista llegó a ser el villano de James Bond, el abad en El nombre de la Rosa o uno de los monjes mártires de Tibhirine en De dioses y hombres, con el que ganó un premio César en 2011, papel que espiritualmente le marcó profundamente.
Pero además de un gran actor, Lonsdale era reconocido como un ferviente católico, religión en la que fue bautizado a los 22 años y de la que daba testimonio constante, incluso en los medios de comunicación. Le Monde, por ejemplo, titulaba así una entrevista con él: "La religión es una parte esencial de mi vida". Y así era.
Este actor franco-británico nació en París en 1931. De padre militar en el Ejército inglés pasó sus primeros años de vida entre Francia, Inglaterra y Marruecos, donde su padre había sido movilizado. A su regresó a París desarrolló pasión por el teatro y luego por el cine. Y tras una dilatada carrera logró trabajar para directores de la talla de François Truffaut, Orson Welles, Steven Spielberg, Marguerite Duras, o Jean-Jacques Annaud, entre muchos otros.
Con respecto a su fe, este actor hablaba de Dios de una manera apasionada recordando cómo “Cristo le dio un vuelco a mi vida” cuando se convirtió en su juventud. “La belleza salvará al mundo”, la cita célebre de Dostoievski le fascinaba, aunque él la adaptaba para decir que “será el amor el que salvará al mundo”.
Uno de los papeles más conocidos de Lonsdale fue su interpretación de villano en “Moonraker”, una de las películas de James Bond
“No tenía ganas de vivir”
Sobre este encuentro explicaba Lonsdale: “Mis padres no eran practicantes, y yo no fui bautizado. Vivimos durante diez años en Marruecos, y fue un musulmán el que primero me habló de Dios, de una manera que realmente me impresionó. Pedí el bautismo a los 22 años, pero no fue hasta 1987 cuando realmente me encontré con el Señor".
"Yo estaba muy mal, había perdido a mis padres, a algunos de mis amigos, ya no tenía ganas de vivir. Y le pedí al Señor que me ayudara. La respuesta fue inmediata. Al día siguiente, mi padrino me llevó a conocer a un grupo de oración de la Renovación Carismática. Al entrar, quedé impresionado por los cantos, la oración y el amor que se percibía allí...”, agregaba.
Cuando este actor explicaba cómo vivía su fe explicaba: “Mi día está lleno de oración, en un diálogo constante con Él”. Y confesaba que “existe una intimidad, un intercambio inmediato con Dios. Pero, sobre todo, intento amar a todos aquellos que tengo cerca, porque el mensaje de Cristo pasa por el amor al prójimo. Y cada vez descubro más la gracia y la felicidad de saber que Dios está en cada persona. Lamentablemente, no siempre le abrimos nuestra puerta...”.
Su apostolado entre los artistas
Por otro lado, Lonsdale destacó por su valiente testimonio en el mundo del espectáculo y su incansable labor para llevar el Evangelio a los actores. Así, en L’amour sauvera le monde (Editions Philippe Rey, París, 2011) hablaba sobre la proximidad esencial entre el arte, el cine y la fe:
“El cine es, respecto a cualquier otro ambiente, el más propicio para testimoniar la fe. Durante mucho tiempo, los actores creyentes no han admitido serlo porque muchas gentes del cine, las más apasionadas, eran de izquierdas y despreciaban la fe, considerándola un retroceso de la inteligencia. Cuando yo evocaba a Dios, se me echaban encima: ‘¡Deja ya de tocarme las narices con eso!’, me increpaban. Y así, nosotros, creyentes, atemorizados, no decíamos nada. Uno de mis grandes amigos, monseñor Dominique Rey, hoy obispo de Toulon, me dijo hace mucho tiempo: ‘Cuando se posee un tesoro como la fe, no debemos conservarlo para nosotros mismos, sino que es necesario compartirlo, hablar de él con los demás a nuestro alrededor’. Entonces, bajo su guía, fundamos un grupo de oración para los artistas que duró unos veinte años. Fue una increíble experiencia de acogida, de compartir y de rezar los unos por los otros. Muchas personas se acercaban con graves situaciones de infelicidad. Les hemos ayudado, hemos rezado por ellas, se han levantado, sabían que ya no estaban solas...”.
Y recordaba también que “en el fondo, los artistas no están tan lejos de la fe: buscan la belleza, la verdad, la expresión, la emoción. Pero desempeñan un oficio lleno de tentaciones: gloria, vanidad, dinero... En mi vida no he establecido jamás una frontera entre el arte y la fe. Soy artista y creyente. Se me pregunta a menudo cómo he podido hacer con convicción teatro de vanguardia, el de Beckett, por ejemplo. ¿No había, en aquella obra, un cuestionamiento de la idea de Dios? En Esperando a Godot se le espera durante mucho tiempo... En nuestra época lo espiritual se encarna, a menudo, como en Beckett, en la desesperación, en una mirada pesimista, en ocasiones llena de humor, sobre la condición humana, elevando así la miseria humana. Es una mirada de increíble compasión”.
El papel que ha marcado su vida
Pero si ha habido una interpretación que ha marcado su vida fue la que hizo del hermano Luc, uno de los trapenses asesinados en Argelia, y que dio origen al filme De dioses y hombres. Esto decía de aquel rodaje:
“El rodaje de De dioses y hombres ha sido una etapa muy importante en mi vida, aunque solo haya sido porque me ha permitido conocer al figura de frére Luc di Tibhirine. Él encarna mi ideal: no ocuparse más de uno mismo, dedicarse constantemente a los demás. He aquí una de las más hermosas directrices de la fe. Frére Luc es un personaje rico, magnífico de interpretar. Me conmovía muy a menudo, por ejemplo cuando improvisé la escena en la que se le ve acercarse a una reproducción del Cristo flagelado: de aquel modo, así, de golpe, ha expresado su amor por Cristo, aceptando compartir su sufrimiento. En esa película no tuve la impresión de recitar: lo he vivido. El Hermano Luc, que era un fraile, no un sacerdote, estaba presente, todo el tiempo, y me ha prestado su espíritu para interpretar el papel. Me guiaba en mis palabras. Poco antes de rodar la escena en la que la joven argelina me planteaba cuestiones sobre la vida y el amor, el director, Xavier Beauvois, me dijo que no estaba contento con el texto y me pidió que improvisara. Entonces, dí libertad a mi voz y las palabras llegaron solas... La vida ejemplar del Hermano Luc ilustra perfectamente esta frase de la Biblia: “No hay amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. Este hombre ha ofrecido su vida a Dios, pero también a todos aquellos a quienes ayudaba a diario. Luc amaba a los argelinos. Rechazó dejar el monasterio y llegó hasta el sacrificio...”.