¿Alguien se ha beneficiado de la pérdida de libertades, del hábito de sumisión al control social, del hándicap educativo infantil y adolescente y de los problemas de salud física, mental y relacional que han acarreado los confinamientos que decretaron globalmente hace dos años casi todos los gobiernos? Pues algunos beneficiarios indirectos sí hay. Es el caso de Guilhem de Sambucy.
Un golpe devastador
Guilhem tiene veinte años y estudia ingeniería de sonido en Lyon. Tuvo una infancia “muy feliz” hasta que descubrió que era adoptado: nació en Colombia, y cuando apenas era un recién nacido fue a Francia con sus nuevos padres.
La forma en la que conoció sus orígenes le traumatizó. No fue de una forma tranquila y razonada, sino brutal. Alguien le dijo que no tenía por qué obedecer ni respetar a sus padres: “No saliste del vientre de tu mamá, ¿qué le debes?”
Enterarse de este hecho cambió por completo su visión de la vida, con una sensación creciente de abandono: “Cuando uno se entera de que es adoptado y de que quien le ha traído al mundo no podía o no quería ocuparse de ti… Yo lo viví verdaderamente como un abandono. Fue complicado de digerir”.
Esta ruptura interior acabó llevándole, cuando tenía 12 o 13 años, a “desafiar a la autoridad”: “Inconscientemente, yo pensaba, a fin de cuentas, no le debía nada a nadie”.
A esto se sumó que empezó a sufrir acoso escolar, en algunos momentos con violencia física. Lo cual influyó también en su fe. Él mismo explica por qué a Découvrir Dieu: “Yo había oído que Dios era una figura de amor, que te apoyaba, que siempre estaba presente para nosotros. Pero yo no veía correspondencia entre lo que vivía en mi realidad cotidiana y lo que me contaban en la iglesia. Por lo que mi relación con Dios se rompió. Yo tenía la impresión de que Dios me había abandonado, de que me había arrojado al foso de los leones, como diciendo: ‘Arréglatelas como puedas, eres lo bastante fuerte’”.
Descarrilando...
Pero él no lo sentía de esa manera. Así que se le hizo “extremadamente complicado” rezar, y abandonó por completo la oración. Fue el inicio, “poco a poco”, de un “descenso a los infiernos”.
Empezó a pasar cada vez más noches con otros jóvenes, bebiendo alcohol en grandes cantidades: “Un consumo abusivo, como para escapar de algo. Yo no quería afrontar la realidad”.
Pronto llegó el cannabis: “Mucho, mucho cannabis, que mata la voluntad y, como es sabido, no ayuda precisamente a tener ideas sanas y claras. Cuando no tienes las ideas claras y tu espíritu no está bien, cuando no estás consciente al 100%, es muy fácil caer en los placeres de la carne, en la lujuria. De todo ello hubo mucho en un cierto periodo de mi vida”.
Entre el alcohol, la droga y tanto desenfreno, aparecieron “ideas negras”: “Es fácil que no piense ‘Si esto es vivir, ¿para qué seguir?’”. Porque, además, tanta salida nocturna no había hecho desaparecer ni el acoso escolar, ni la traición de algunos amigos, ni la mala voluntad de algunos compañeros.
Encerrados... ¡la liberación!
Y entonces llegaron los confinamientos. Paradójicamente, para Guilhem fue una buena noticia: “Me hizo muy feliz ver que nos confinaban un mes, dos meses, tres meses… Porque yo estaba en un instituto que no me convenía en absoluto. Y de golpe… ¡fantástico! Más tiempo en casa, más tiempo para oír música. Poco a poco también le cogí gusto a eso, porque las cosas comenzaban a aclararse, incluso a nivel familiar”.
Se acercaba la Pascua y, para prepararla espiritualmente, los padres de Guilhem decidieron que toda la familia seguiría unos vídeos de oración en directo a través de internet. Confiesa que al principio se resistía, pero le fue convenciendo el ver que no era una triquiñuela de sus padres. Al final, deseaba realmente que llegase el momento porque para él “era una bocanada de aire fresco”.
Una escuela con teología
Un día, al finalizar una de esas transmisiones litúrgicas en streaming, vio un anuncio de una escuela católica que incluía en su currículum la teología y la música y muchas cosas que a Guilhem le parecían en consonancia con sus intereses. “Podría ser interesante…”, meditó, deseando encontrar algo con la suficiente fuerza para hacerle cambiar.
“Es el momento de cambiar”, se decía a sí mismo, “ya has hecho bastantes tonterías en el pasado, ya te has torturado bastante el espíritu. Es tiempo de cambiar”.
Y estaba en estas cavilaciones, cuando escuchó que su madre subía corriendo las escaleras: “Algo inhabitual, porque tiene mucho miedo de caerse”. Pero ella venía muy excitada, entró en tromba en su habitación y le dijo: “Guilhem, hay una escuela que está hecha para ti. No sé cómo lo he sentido, pero creo que hay algo que te está esperando en Lyon. ¡Vas a ir!” Era justo la que había llamado su atención en el anuncio…
Una nueva esperanza
“Vi en sus ojos una nueva esperanza”, confiesa el joven, consciente de que sus padres habían sufrido mucho por su causa: “Algo que había cambiado, una llama, un fuego que llevaba mucho tiempo apagado. Eso me impresionó enormemente”.
“¡Y así es como llegué a Lyon!”, concluye: “Mi relación con Dios en ese momento era pequeña, pero empecé a interesarme de nuevo en ella, a llevar mi pequeña cruz, al principio con pasos tímidos. Esta escuela me ha ayudado a reconstruir una relación con Dios, aunque Dios siempre había estado ahí. Era yo quien tenía que rehacer el camino hacia Dios. Tras este redescubrimiento de Dios, soy un hombre mucho más estable que antes, más feliz y más capaz de hacer cosas”.