Las dominicas de Santa Rosa de Lima, más conocidas como las dominicas de Hawthorne, tienen un carisma muy particular. Esta pequeña congregación fue fundada por Rose Hawthorme, cuyo nombre religioso era Madre María Alfonsa. Esta religiosa es hija del importante novelista Nathaniel Hawthorme, autor de La letra escarlata. Se convirtió al catolicismo en 1891, y años después, tras quedarse viuda, decidió servir a Dios de una manera singular, cuidando en Manhattan a los enfermos de cáncer incurables.
Un siglo después estas religiosas continúan con este carisma dominico al que se añade el cuidado particular de los enfermos de cáncer ya desahuciados. Y lo hacen en la casa madre de Hawthorne, en Nueva York, y en algunas otras ciudades de Estados Unidos.
Una de las hijas espirituales de la fundadora es la hermana Marie Diana Andrews OP, una religiosa de esta congregación que al igual que ella también es conversa al catolicismo. Hace apenas tres años que profesó sus votos perpetuos, lo que sellaba un camino que la llevó desde su infancia mormona, a la indiferencia religiosa y sus visitas esporádicas a distintas iglesias cristianas. Roma, literalmente Roma, cambió su vida. Allí fue a visitar a su novio, y observando la piedad de Miguel Ángel en la basílica de San Pedro, halló la fe. Ahí empezó su conversión y su futura llegada a la Iglesia Católica.
“Era ‘espiritual pero no religiosa’, y a pesar de hacer incursiones en diferentes religiones y espiritualidades (como el yoga), en gran medida traté de ignorar la religión, excepto para burlarme de ella con mis amigos”, comenta en un testimonio escrito en primera persona para la versión inglesa de Aleteia.
En 2009 vivía en Washington DC y terminaba la carrera de Historia. En abril, en las vacaciones de Semana Santa, viajó a Italia para ir a ver a su novio, que se encontraba destinado en el país. Y al final del viaje decidieron visitar San Pedro.
En su etapa de Secundaria ya había visitado el Vaticano y deseaba ante todo volver a ver la Piedad, la genial escultura de Miguel Ángel en la que la Virgen sujeta el cuerpo de Jesús tras ser bajado de la cruz. “Tenía sólo un valor artístico en mi memoria, ningún significado religioso”, aclara la ahora religiosa.
Ella entró antes en la basílica ya que su novio fue a aparcar el coche en algún lugar habilitado para ello. “Una vez que entré, fui directamente a la Piedad. En un instante, inesperadamente, estaba llorando. No pude evitar llorar. Me sentí abrumada por la belleza del rostro de esta mujer mientras sostenía a su Hijo muerto. Y, sin embargo, su rostro era pacífico, gentil, hermoso, no desesperado. Mi novio llegó unos momentos después y trató de averiguar por qué estaba llorando. Pude dejar de llorar mientras caminábamos, pero apenas podía explicarlo”, comenta.
La Piedad de Miguel Ángel tocó el corazón de esta joven, al punto de llevarla a la conversión
Por su cabeza no paraba de aparecer aquella imagen y un pensamiento asociado: "así es como se ve el amor”.
Tan sólo un año después, en la Pascua, esta joven ya era católica tras haber recibido el bautismo. En todo este proceso de catecumenado fue guiada por los frailes dominicos, espiritualidad en la cual acabaría entregando su vida a Dios.
Pronto empezó a hacerse preguntas: “¿cuál es mi vocación? ¿A qué tipo de vida me está llamando Dios para que pueda responder a este amor que Él ha derramado en mi vida?”.
Dos de las hermanas de Marie Diana, cuidando y dando cariño a uno de los enfermos a los que cuidan / Rosary Hill Home
“Siempre había querido casarme y tener una familia. Al crecer como mormón, nunca dudé de que iría por ese camino. Había conocido a muchas parejas católicas maravillosas y admiraba la forma en que vivían su fe en el mundo. Pero también sabía que cualquier forma de vida a la que Dios me llamara necesitaba vivir al pie de la Cruz. No sabía qué significaba o qué parecía eso, pero pasar mi vida en cualquier otro lugar parecía impensable”, cuenta esta religiosa.
Marie Diana Andrews se involucró profundamente en la vida parroquial y en distintas pastorales. Ella seguía creyendo que terminaría casándose pero sintió que necesitaba al menos considerar la vida religiosa como una opción.
“Había visto lo felices que eran los religiosos consagrados que conocía. Había experimentado la generosidad y la libertad que acompañan a la castidad célibe, la pobreza y la obediencia de los frailes que me habían ayudado tanto por ningún otro motivo que el amor por Dios y su Iglesia. También había conocido a más hermanas desde que entré a la Iglesia y fui testigo de su alegría y su devoción a Cristo, no solo como su Dios, sino como su Esposa”, agrega.
Fue ya a finales de 2011 cuando esta joven repleta de inquietudes empezó a visitar diferentes comunidades religiosas y a discernir activamente sobre la posibilidad real de una vocación religiosa. Fue a ver comunidades de vida contemplativa, también otras dedicadas a la enseñanza, todas ellas de espiritualidad dominica. Pero ninguna terminaba de convencerla.
“Mientras crecía el deseo de ser hija de Santo Domingo, también crecía mi confusión”, confiesa. Entonces oyó hablar de las hermanas dominicas de Hawthorne, una pequeña congregación de Nueva York.
No vivían en clausura ni enseñaban, sino que combinaban el ideal activo y contemplativo de la Orden Dominica de una manera que a ella le parecía única: “servían a los pobres que sufrían de un cáncer incurable. Vivían en las mismas casas que sus huéspedes y realizaban ese único apostolado: brindar atención gratuita, sin asistencia del gobierno, a cualquier persona que el Señor les trajera, durante el tiempo que la persona lo necesitara, independientemente de si vivían durante tres días o tres años después de su llegada”.
Sus padres eran médicos por lo que la atención de enfermería no le asustaba. Tampoco la idea de vivir tan cerca de la muerte, por lo que según ella, “trabajar exclusivamente con los moribundos tampoco me asustó particularmente, parecía ser un privilegio del que nunca podría ser digna”.
“Pero lo que me llamó la atención fue la vida de la fundadora, la Madre María Alfonsa. Era la hija menor de Nathaniel Hawthorne y se había convertido. Al leer sobre ella, me sentí atraída por su pasión por cuidar a los enfermos, su completa dedicación a la vida a la que se sentía llamada, su amor por la Eucaristía, su fervor por el servicio y la verdad, y el hecho de que una vez que se convirtió en una católica, su vida parecía ser un ‘todo o nada’ para el Señor”, afirma.
Pese a todo, la joven se sentía intimidada por la idea de una vida comunitaria, y además seguía creyendo que en el futuro debería ser madre y esposa.
Pero todo cambió cuando fue a visitarlas. “Nunca olvidaré mi primera misa dominical en Rosary Hill, nuestra Casa Madre, en las colinas del condado de Westchester. Ya había pasado unos días con las Hermanas y me sorprendió lo fácil que era estar cerca de ellas. Una de mis dificultades para discernir la vida religiosa había sido que encontraba a las Hermanas a la vez intrigantes y aterradoras. Siempre me preocupaba hacer o decir algo incorrecto y no estaba seguro de poder ser yo misma con ellas. Con las Hermanas en Hawthorne, esos temores se calmaron o desaparecieron rápidamente. Encontré el apostolado desafiante pero increíblemente alegre, e incluso encontré el hecho de que la vida era claramente desafiante y extenuante, física y espiritualmente, muy atractiva. Parecía una invitación a vivir algo real y significativo”, señala.
Siguiendo con aquella misa, la ahora monja asegura que veía a Cristo en todas partes. Se fue de allí sabiendo que esta comunidad era especial. Pero no fue hasta año y medio más tarde, y tras una gran lucha interna, cuando solicitó su ingreso en 2013.
“Recuerdo aquel viaje a Roma años antes. Me di cuenta de que, para aceptar mi vocación, tenía que dejar de lado todas mis ideas sobre cómo pensaba que el amor debería ser para mi vida, ya sea un bien verdadero, un matrimonio santo o las mentiras que había absorbido. Tantos años de la cultura. Tuve que mirar a Nuestra Señora y su Hijo Crucificado para aprender cómo es el amor”, asegura esta dominica.