Criado en una familia católica pero no practicante en los años 60, Alberto Gómez dedicó su infancia y primera adolescencia a labrarse por sí mismo una fe sincera y "muy natural". Sin embargo, ya en aquellos años comenzaba a percibirse un ambiente "muy contestatario" respecto a la fe y las costumbres, que se acentúo en los 80 con su llegada a la universidad. Allí abandonó la fe y lo sustituyó por un ateísmo "de conveniencia" que le acompañaría gran parte de su vida.
Como ha contado en el programa de testimonios Cambio de Agujas, desde pequeño hacía largas caminatas para ir a Misa y vivía su fe de una forma "muy natural" en un ambiente, al principio, "feliz" y propicio para profundizar en la fe.
Aunque ya con siete años comenzó a cuestionarse aspectos de su fe, recuerda que se vio reforzado gracias a la ayuda de sus profesores y el colegio. Sin embargo, algunos cambios introducidos en la Misa le generaron un rechazo que se acentuó al entrar en la universidad.
"Lo peor fue cuando me hice amigo de no creyentes que despreciaban la fe y que presumían de no creer", explica. El ambiente ateo de su carrera, Físicas, unido al de los vicios y descontrol propios de los años 80 terminó por alejarle de la Iglesia.
"Mi caso no fue la droga. Pensaba que si había cosas dudosas, mejor me `apuntaba´ a pequeños vicios y a los 20 años dejé de ir a Misa. La fe ya no era algo que ocupase mi vida. El ambiente de las ciencias era así, me volví escéptico y abandoné la fe de una forma racional. Me alejé", admite.
Ateo por conveniencia: volver a la Iglesia no era una opción
Su rechazo fue "personal", no lo exteriorizaba e incluso pensaba que "la Iglesia era necesaria", pero también hubo un componente de "conveniencia" en su nuevo ateísmo, que asumió "para ser aceptado y hacer cosas que sabía que eran pecado".
Pero Alberto empezó a trabajar y veía cada vez más como "no encontraba la felicidad en ningún lado: leía filosofía, buscaba en todo tipo de cosas en el mundo de la ciencia, a ver si me absorbía y me olvidaba de todo. Volver a casa como el hijo pródigo no se me pasaba por la cabeza".
En ese proceso de búsqueda se topó con la Psicología evolucionista, una corriente que estudia la psicología y la conducta de los humanos y primates desde el punto de vista de su historia evolutiva.
Alberto, durante el servicio militar y en un profundo ateísmo: volver a la fe como el hijo pródigo era la última de sus intenciones.
Buscando un suceso determinante en la historia
Combinando su ateísmo, esta corriente psicológica y sus orígenes en la Iglesia, se propuso el reto de explicar si el sacrificio de Cristo en la cruz había sido algo determinante en la historia de la humanidad, pensando que, si se convencía de ello, "igual hasta creería". Y mientras, "cada mañana hacía intentos para no creer", convenciéndose más tarde que "es más fácil creer que no creer".
Así que comenzó a investigar la cultura de los sacrificios a lo largo de toda la historia, comprendiendo que tanto los sacrificios de sangre en comunidad, como los sacrificios humanos o incluso de posesiones tenían, entre otros, el sentido de cohesionar a la comunidad.
Tras una profunda investigación, la razón que él veía como responsable de haberle alejado de la fe sería la que comenzaría de nuevo a acercarle. Especialmente al estudiar el Sacrificio por excelencia en la historia, que comprendió como "un sacrificio por amor de alguien muy importante que se ofrece por nosotros [y que era] idealmente el mismo Dios al que adoramos. Me di cuenta de que ese fue el sacrificio de Nuestro Señor".
Aquella conclusión le "encajaba perfectamente con la realidad", de hecho se convenció de que "ya tenía la excusa racional para ir a la fe".
Sin embargo, como el mismo explica, además de lo racional necesitaba un motivo emocional y otro de la voluntad.
"Creía pero no quería ir a Misa porque seguía teniendo vicios. Intelectualmente lo había elaborado, pero no pensaba confesarme", relata.
La gracia le concedió "lo imposible"
Los dos motivos restantes que buscaba llegaron cuando su hija empezó a ir a Misa para hacer la comunión… y él la acompañaba.
Al principio lo hizo "de una manera escéptica: Yo pensaba que estaba por encima, había encontrado la causa racional de lo que esa pobre gente hacía de forma instintiva, pero poco a poco me di cuenta de que el sacrificio de Cristo era mucho más que aquella simplificación, mucho más de lo que pensaba".
Alberto lo tenía todo para creer… pero seguía sin querer. Algo que cambió cuando comenzó a leer los artículos de un sacerdote, el teólogo y sacerdote bloguero de Infocatólica, José María Iraburu, que le hizo descubrir el significado de la gracia que como afirma, se veía necesitado.
"Le pedía a Dios la gracia para salir de vicios que tenía y de los que creía que era imposible salir. Y en muy poco tiempo lo conseguí. Me di cuenta de que eso era una acción de la gracia y a partir de ahí empecé a colaborar en la parroquia, como monaguillo, en el coro… me integré completamente en la fe", recuerda.
Dando ejemplo para mantener la fe de su familia
Aún así, recuerda que le faltaba superar un tercer escollo, el "emocional". No tardaría en llegar y fue precisamente por su familia. Por un lado, el nacimiento de su hija y sus catequesis le ayudaron a regresar a la fe y tratar de "dar ejemplo". También explica que contribuyó una "deuda" que tenía con su hermana, al haber causado también su abandono de la fe por la lectura de libros del destacado filósofo ateo Bertrand Russell. "Gracias a Dios ha vuelto a la fe", explica, y darle un buen ejemplo se convirtió en una tarea prioritaria.
Con su regreso a la Iglesia, Gómez valora por encima de todo haber recuperado "la paz de espíritu y de corazón" que nunca tuvo salvo en su infancia.
"Después de la confesión me sentí como cuando era niño. Con esperanza. Con una esperanza que no sabía de dónde venía. De niño pensaba todo lo que me esperaba y tenía por delante, lo que iba a descubrir y tuve esa misma sensación mucho después, al confesarme. Deduje que esa experiencia no era por ser niño, sino por tener fe", concluye.