En 1959, un joven redentorista vietnamita de 31 años llamado Marcelo Van falleció en un campo de concentración comunista. Cumplía condena por su fe y cayó víctima de una enfermedad contraída en aquel infierno. Hoy se ignora dónde se encuentra su cuerpo, y sin embargo se sabe mucho de su alma. Cada vez más. Y así, acaba de publicarse en español la Autobiografía que su director espiritual, el padre Antonio Boucher, le ordenó escribir, prologada originariamente por el cardenal Francisco Javier Nguyen Van Thuan (1928-2002), primer postulador de su causa de beatificación.
La historia de Marcelo Van es una cadena inacabable de causas de sufrimiento físico y moral, aceptadas todas ellas por amor a Dios con una entereza que impresiona: desde los bastonazos que aceptaba a diario como peaje para poder comulgar, a las incomprensiones familiares, el trauma de ver frustrada su vocación sacerdotal o la convivencia con ratones y mosquitos como precio por ingresar en su orden. Se sabe que halló consuelo para todas estas desgracias en sus coloquios con Jesús, con la Virgen María y con Santa Teresita del Niño Jesús.
Pero, a la altura de 1940, todavía solo un niño aunque ya acostumbrado a una cercanía con Dios nada común, el pequeño Marcelo no recibía esas recompensas espirituales y no entendía la razón de sus dolores. Se acercaba el final de año y, en plena noche oscura, Marcelo Van veía quebrar todas sus seguridades. Fue entonces cuando, en la Misa del Gallo de aquella Navidad, recibió una consolación muy poderosa que marcó un punto de inflexión en su vida.
Reproducimos aquí su propia narración, por cortesía de la editorial:
La gracia de la noche de Navidad
Durante ese doloroso invierno, las circunstancias exteriores habían privado mi alma de toda alegría. Me encontraba como la planta que en la estación de la escarcha no puede de dar ni hojas ni flores. Sin embargo, llegará el día en que esta planta producirá flores de una incomparable belleza. La segunda etapa de mi vida fue un invierno muy riguroso, y para rematar esa fría estación Dios permitió que viviera los días más dolorosos, siendo maltratado en el seno mismo de mi familia. No obstante, fue allí donde se manifestó la fuente de las consolaciones divinas. La estación de las grandes alegrías comienza con la tercera etapa de mi vida, en plena noche de Navidad.
Es un dulce recuerdo que llevo grabado en mi memoria, hasta en sus más mínimos detalles, para siempre. No sé si aquel día Santa Teresita intervino de alguna manera; pero el favor que recibí aquella dichosa noche no difiere en nada del que en otro tiempo recibió Santa Teresita. Mi situación no cambió. Navidad se acerca y mi corazón grita de alegría cuando lo pienso. Sueño con el momento en que se me dará a contemplar el dulce rostro del Niño Jesús, sonriéndome en la noche. El solo hecho de verlo espiritualmente me conmueve y mi corazón rebosa de amor.
Aquel año, al acercarse la Navidad, ya no soñaba con los regalos que recibía en los tiempos de mi niñez. Comprendía que esta vez mi regalo de Navidad había sido preparado por todas las lágrimas y sufrimientos que acababa de vivir. Pero el sentido misterioso del sufrimiento se me escapaba del todo y por tanto la razón por la que Dios me lo enviaba. Por eso, en lugar de alegrarme de tener que sufrir, como era natural, me encontraba afligido. Dios me hará comprender que el sufrimiento es su santa y misteriosa voluntad, el regalo del Amor. Mi corazón continúa abrumado por el miedo al sufrimiento; sufro, y aunque instintivamente huya del sufrimiento, ya no soy tan cobarde.
La misa de gallo comienza. Mi corazón se prepara con cuidado para recibir a Jesús. En mi alma hay tanta oscuridad y hace tanto frío como en una noche de invierno. Ya no sé en dónde buscar la luz y un poco de amor para calentar la casa vacía de mi corazón. En ese momento sólo Jesús es toda mi esperanza. Suspiro por su venida… y únicamente por su venida. La hora tan deseada llega... Y abrazo a Jesús presente en mi corazón. Una inmensa alegría se apodera por completo de mi alma; estoy fuera de mí, como si hubiera encontrado el más precioso tesoro nunca hallado en mi vida... ¡Qué felicidad y qué dulzura! En ese momento, ¿por qué me parecían tan bellos mis sufrimientos? Imposible decirlo, imposible describir esta belleza comparándola con ninguna belleza de la tierra. Lo único que puedo decir es que Dios me ha dado un tesoro, el más preciado regalo del Amor.
En un instante, mi alma fue enteramente transformada. Ya no temía al sufrimiento; al contrario, me alegraba y me complacía en encontrar ocasiones para sufrir. En adelante, mi bandera de conquista ondeará sobre la colina del Amor. Dios me ha confiado una misión: la de cambiar el sufrimiento en felicidad. No suprimo el sufrimiento, sino que lo cambio en felicidad. Sacando fuerzas del Amor, mi vida en adelante ya no será más que fuente de felicidad. Ante todo, he podido vencerme a mí mismo. Muy a menudo, mi carácter demasiado sensible me ha hecho sufrir mucho más que los desgraciados acontecimientos exteriores. Ahora sentía ligero mi corazón y afrontaba audazmente cualquier sufrimiento.
Al terminar mi acción de gracias, quería leer alguna de las oraciones fervientes que había escogido de mi misal. Pero al no ser Cruzado, mi lugar estaba muy lejos de los cirios encendidos, de manera que no pude utilizar mi libro durante la misa. Así que esperé a que los Cruzados salieran, con la esperanza de poder acercarme a un cirio que me diera un poco de luz para leer. Debí esperar casi hasta el fin de la segunda misa antes de encontrar un lugar donde hubiese luz. Me acerqué discretamente y abrí mi libro. Naturalmente, puesto que no me atrevía a considerarme como un Cruzado, debía ser precavido y me decía: «Si algún pequeño Cruzado viene a echarme, no tengo derecho a replicar». Después de algunos minutos de tranquilidad, alguien de mi familia vino de pronto y apagó el cirio que me alumbraba diciéndome: «¿Es que eres Cruzado para poder sentarte aquí?» Antes habría protestado, pero aquella noche algo había cambiado. Tranquilamente, cerré mi libro y fui a acurrucarme cerca de una columna. Allí ofrecí a Dios mis lágrimas y mi victoria.
He aquí mi primera acción meritoria, muy pequeña en sí misma y que no merece ser comparada con las amarguras de otras muchas pruebas; sin embargo, por primera vez supe sufrir con alegría por amor a Jesús. Seguidamente, visité el pesebre y ofrecí a Jesús el regalo que había recibido. De vuelta a casa, encontré al que me había apagado el cirio y le deseé una Feliz Navidad como si nada. A partir de esta victoria, cada vez que se me presentaba una oportunidad de ser humillado, normalmente salía vencedor; y en adelante, muchas flores del Amor se abrirán en mi alma y acogeré con una sonrisa los maltratos provenientes de mi familia.
Desde este momento, entré en otra etapa de mi vida. El camino por recorrer es todavía largo y aunque no me encuentre al final de mis sufrimientos, mi alma ha sido transformada al entrar en este periodo lleno de luz, de belleza y suavidad. De nuevo, de una manera espontánea, en el fondo de mi corazón veo de nuevo surgir, como en los días de mi niñez, magníficos sueños, sueños que, desgraciadamente, se habían difuminado durante los tenebrosos días que acababa de atravesar.
Los ángeles se invitan unos a otros a visitar al pequeño Jesús
[Años después, ya durante su noviciado, Marcelo Van compuso este poema navideño.]
Una representación vietnamita de la Virgen con el Niño.
El primer Ángel dice a los demás ángeles:
Hermanitos, hoy el cielo os invita a que vayáis a Belén
para hacer una visita al niño Dios,
nacido durante la noche y acostado en un pesebre,
mientras dormía profundamente la ciudad.
Refrán:
Tinh, tinh, tinh,tinh,ta tinh, tinh, tinh
Nosotros, los ángeles, alegrémonos.
Tinh, tinh, tinh, tinh,ta tinh,ta tinh, tinh
El niño Dios acaba de nacer.
Está acostado en el pesebre, tinh, tinh,ta,Tinh
Tinh, tinh, tinh,tinh, ta tinh, ta, tinh, tinh
Ha nacido el Salvador, ta Tinh
Un angelito dijo:
Esperad, esperad, voy a invitar a los pastorcitos
que guardan sus rebaños en los campos.
Permitid que vaya a anunciarles la noticia:
Jesús os ama, acaba de nacer a este mundo…
Y otro angelito:
Sí, sí, yo voy a ir a Oriente,
y haré aparecer en el horizonte una estrella.
Los tres reyes de Oriente, al ver esta estrella,
vendrán de inmediato con nosotros a visitar al Niño.
Otro angelito:
Traigo mi violón, tocaré una melodía para alegrar a Jesús,
encantarle y procurarle un dulce sueño.
Ajustaré las cuerdas para que resuenen en el cielo,
al sonido de esta melodía, …dormirá en paz.
Otro angelito:
Yo traigo desde el cielo una manta muy suave,
se la daré a María para que arrope al niño;
añadiré una cuna y una almohada,
para que en esta noche tenga un apacible sueño.
Otro angelito:
Aquí está la preciosa oveja de cera que traigo
para que se divierta Jesús cuando esté triste.
También traigo este coche de dos plazas,
que sin duda hará reír a Jesús cuando lo vea.
Otro angelito:
Yo traigo flores, marchitas, por el frio;
pero permíteme que te traiga mi persona y te diga:
aunque mi cuerpo se encuentre reseco como una flor marchita…
vengo a ofrecértelo con una sonrisa.
Entonces, el primer ángel se dio prisa en añadir:
Sí, sí, ¡ya basta! Vayámonos, hermanitos,
Jesús esta ahí esperándonos en la tierra.
Vámonos deprisa, que se queja el pequeño Señor,
al no ver a nadie yendo a visitarle y a acariciarle.
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