A veces parece que Dios no escucha, pero somos nosotros los que no queremos entender sus señales. "Dios estaba ahí y yo no lo sabía", explica Aude en el testimonio que recoge L'1visible:
Estamos casados desde hace 21 años. Al principio, todo va muy bien. Pero pasan los años y no hay niños en el horizonte… Es una dura prueba. Nos sentimos abandonados por Dios. Él está lejos de nosotros, ¡no responde a nuestras llamadas! Poco a poco, ante todo este sufrimiento, abandonamos toda práctica religiosa. Paralelamente, emprendemos todas las gestiones necesarias para adoptar un hijo. Y al cabo de ocho años, cuando ya no lo esperábamos, recibimos una llamada telefónica: un niño nos espera en Rusia. Enloquecemos de alegría.
Encolerizados contra Dios
Año y medio después, nos enfrentamos a una nueva y agobiante prueba: me entero de que estoy enferma de cáncer. De nuevo muy angustiados, nos decimos: “Pero, ¿qué está haciendo Dios?” ¡Sigue pareciendo tan distante de nosotros y tan sordo a nuestros ruegos…! Estamos muy encolerizados contra Él.
Durante un año me aplican quimioterapia, radioterapia y diversos tratamientos durísimos. Paralelamente, y a pesar de todo, decidimos emprender un nuevo procedimiento de adopción para acoger un segundo pequeño. Y tras nueve meses de tratamiento, una llamada de teléfono nos informa de que hay un niño esperándonos. ¡Es la felicidad! Vivimos nuestra primera Navidad juntos los cuatro con una alegría inmensa.
Pero de nuevo, al cabo de un año, todo parece desmoronarse. Me diagnostican un segundo cáncer.
Un primo mío que me es muy querido, y que padece también esa enfermedad desde hace cuatro años, al conocer lo que pasa me dice: “Deberías recibir la unción de enfermos”. Le respondo con un trallazo: “¡No sé de qué me iba a servir eso!”
Pero mi marido consigue convencerme. Y es así como regresamos a nuestra parroquia para una vigilia durante la cual recibo la unción de enfermos. Aquella tarde no pasa nada extraordinario, salvo que siento y vivo una comunión profunda con quienes nos han acompañado.
La confesión y las lágrimas
Poco a poco, a medida que comienza de nuevo el tratamiento, mi marido y yo nos vamos acercando más a la parroquia. Así nos sentimos menos solos en esta dura prueba. Estamos un poco más en familia, y acompañados.
Un día organizan una nueva vigilia. Algunos sacerdotes se ponen a nuestra disposición para confesar. También está expuesto el Santísimo Sacramento (Jesús presente en su Eucaristía), que recorre los pasillos, y por último la Adoración Eucarística, es decir, que se puede rezar ante la Hostia expuesta.
Es entonces cuando me siento empujada a confesarme con un sacerdote que está situado en la fila de al lado. Me dirijo hacia él, un poco como una autómata. Cuando llego hasta él, empiezo a confesarme y suelto todas mis cargas. Es la primera vez que me libero después de todos estos años de sufrimiento, de incertidumbres, de inquietudes, de ira. Y a través de la mirada de ese sacerdote, veo verdaderamente la de Jesús, mirándome. Esta ahí solamente para mí, y me hace comprender que a lo largo de todos estos años siempre me ha acompañado, tanto en mis alegrías como en mis penas. Transformada, me deshago en lágrimas y salgo de esta vigilia como “sonada”.
Han pasado años desde aquella vigilia. Mi enfermedad sigue ahí, con remisiones y recaídas, pero ahora veo a Dios presente y actuante en mi vida, incluso a través de los demás. ¡Mi marido y yo nos sentimos tan llevados, tan acogidos…! Nos maravilla tanto amor. Ahora considero a Jesús como un compañero del camino. Forma parte de mi día a día. Le hablo. Su presencia es como evidente. Cristo es el corazón de mi vida.
Traducción de Carmelo López-Arias.