Este domingo se celebra en muchas diócesis el Día del Seminario y son muchos los testimonios de seminaristas que cuentan los muy diferentes caminos con los que Dios les ha llevado a descubrir su vocación para servir a la Iglesia como futuros sacerdotes. Es el caso de Pedro Casado, seminarista en Madrid, y Anthony Enitame, que es aspirante en Cádiz. Ambos tienen historias completamente opuestas pero están unidos por su llamada al sacerdocio.
Casado es un seminarista de vocación tardía que tenía una profesión de éxito como abogado pero pese a tener aparentemente todo no era feliz. Hizo una experiencia misionera entre los pobres y entonces vio ahí la plenitud de que la vida estaba en darla. A su vuelta a España ingresó en el seminario.
La de Anthony es una historia totalmente diferente. Natural de Nigeria, se convirtió del protestantismo al catolicismo y cruzó todo África a través del desierto para buscar una vida mejor para él y los suyos en España. En Europa fue acogido y ayudado por la Iglesia hasta que consiguió toda la documentación. Este amor recibido le hizo descubrir la llamada y ahora está en el seminario de Cádiz. Fran Otero recoge sus historias en este reportaje de Alfa y Omega:
Dios llama en cualquier momento
Entre otras muchas características que tiene la llamada de Dios al sacerdocio, una de ellas es que puede llegar en cualquier situación y momento, a tiempo y a destiempo. Y otra es que se trata de algo insistente, que no es flor de un día, sino que se mantiene en el tiempo. Algo así han experimentado Anthony Enitame y Pedro Casado, seminaristas de Cádiz y Madrid, respectivamente, con experiencias vitales particulares antes de llegar al seminario. En el primer caso, porque se está preparando para el sacerdocio después de jugarse la vida cruzando África y de vivir sin papeles en España; y en el segundo, porque la respuesta llega más allá de la cuarentena y tras dejar una exitosa carrera profesional como abogado.
La historia de la vocación sacerdotal de Casado comenzó en 2003 durante la visita de san Juan Pablo II, cuyas palabras –«merece la pena dar la vida por la causa del Evangelio»– le tocaron en lo más profundo. Desde entonces, la inquietud siempre estuvo ahí, aunque no veía claro cuándo dar el paso. Y aunque, como él mismo reconoce en conversación con Alfa y Omega, «he tenido todo lo que un hombre puede desear», le seguía faltando la felicidad y la plenitud que veía, por ejemplo, en sus padres. «Sentía que había una llamada dentro, un escozor. Todos los Días del Seminario, cuando en la parroquia hablaba un seminarista, yo salía muy enfadado porque no tenía aquella paz», reconoce.
Así, con la ayuda y el consejo de su hermano, que tenía un amigo jesuita en Uruguay, cruzó el charco para alejarse de su entorno, de las influencias laborales y personales para estar cara a cara con Dios. En principio, iba a hacer un trabajo de oficina y a vivir en un barrio más o menos acomodado de Montevideo. Pero Dios le tenía preparada una sorpresa.
Le pidieron ayuda para acompañar a un sacerdote mayor dehoniano que se quedaba solo en el Santuario de Lourdes, en uno de los barrios más deprimidos de la capital uruguaya. Solo iba a estar dos meses de los seis que duraba el viaje, pero se quedó todo el tiempo y lo amplió seis meses más.
«Había realidades muy complicadas, niños que comían en cartones, infraviviendas, asesinatos… Pero, no me preguntes por qué, allí encontré la plenitud, descubrí que esa era mi vida. Solo puedo decir que fue Dios. Cuando ya decidí quedarme allí definitivamente y ampliar mi estancia en Uruguay, me encargaba de la intendencia de la casa, de trabajar con los chicos del barrio, de dar catequesis en dos colegios y de atender todo tipo de problemas que nos llegaban. Me di cuenta de las diferentes pobrezas que hay, de las materiales y también de la pobreza espiritual», explica.
Casado cuenta con emoción cómo un niño de apenas 12 años, Nicolás, de una familia muy desestructurada, acudía cada semana a él, le daba la mano y caminaban juntos durante 20 minutos. Luego le sonreía y se iba. «Lo comenté con el sacerdote, le dije que no entendía lo que estaba pasando ni sabía qué tenía que hacer. Él me contestó que nada; el chico necesitaba una figura masculina a la que acudir, con quien sentirse protegido, que fuera un ejemplo».
Con esta experiencia de Dios, que además fue muy pastoral, como él mismo reconoce, Pedro Casado volvió a Madrid en marzo de 2016 con la intención de incorporarse al curso introductorio al seminario en septiembre. Al año siguiente, entraría en el seminario y hoy está en el segundo curso. «Desde que encontré el camino, lucho por ser santo cada día, hoy. Si este camino de santidad me lleva a que el Señor quiera que sea sacerdote, el obispo me impondrá las manos dentro de unos años. Si no, el Señor sabrá a dónde me quiere llevar. Yo me he fiado del Señor y de la Iglesia y eso me da una paz terrible», concluye.
Del desierto al seminario
El caso de Anthony Enitame es también significativo de la insistencia con la que Dios llama. Su camino tampoco fue el habitual. Nació en una familia protestante, aunque él se convirtió al catolicismo tras entrar en una iglesia y asistir a una Eucaristía. Ya en Nigeria, cuando era pequeño, con 8 o 9 años, sintió algo dentro que le movía a entregarse a Dios. En este camino de discernimiento, Dios se sirvió de otros sacerdotes que para él fueron un modelo, en Nigeria y, sobre todo, en España, donde fue la Iglesia la que le acogió con los brazos abiertos cuando no tenía la documentación en regla.
Este camino estuvo jalonado por su experiencia vital, por la muerte de su padre y por la decisión de salir del país para buscar un futuro para él y para su familia. Un largo viaje, con un desierto que cruzar y muchos compañeros caídos por el camino. Un recorrido en el que Dios se ha ido haciendo presente a través de pequeños milagros y en el que Anthony Enitame se iba resistiendo a responder a su llamada. Finalmente, dijo sí.
Como caso excepcional, no solo por la experiencia vital sino también por las diferencias culturales, la acogida y el acompañamiento de esta vocación también es particular, tal y como explica a este semanario el rector del Seminario de Cádiz, Ricardo Jiménez Merlo. «Hay elementos de su propia cultura que nosotros tenemos que aprender y, de algún modo relativizar. Se trata de ayudarle a que gane confianza que le permita la apertura, la disponibilidad y la entrega de corazón… No hay que olvidar que esta persona ha tenido que atravesar un desierto, que llega con heridas, desconfianzas…», añade.
En este sentido, recalca que uno de los signos de que hay vocación es que la llamada, la inquietud se mantiene en el tiempo y «no aparece Dios como si te cayera una bomba en la cabeza». Es importante el discernimiento en todos los casos, pues la llamada hay que confirmarla, clarificarla, ver qué elementos muestran que realmente hay vocación.
Anthony no tiene más que palabras para agradecer a Dios por cómo le ha cuidado, por cómo le ha ido poniendo las personas adecuadas en su camino para llegar hasta donde está hoy. «Desde el principio y hasta hoy, Dios ha estado presente, Dios existe, y busco momentos continuamente para darle gracias», concluye.