A veces Dios se vale de los momentos más insospechados para lanzar un hilo con el que reengancharnos a la vida de la gracia. Se trata solo de aferrarse a él, que es lo que hizo Jean-Yves, según cuenta él mismo en L'1visible:
¡Es verdad que Dios existe!
Crecí en una familia católica practicante. Sin embargo, aunque sin renegar de esta “herencia”, no me sentía interesado en un Dios que me vigila y me juzga, es decir, que me condena. Es lo que yo había entendido en esa época.
Cuando me fui de casa de mis padres, prácticamente abandoné toda práctica religiosa. Me casé y tuvimos tres hijos. Mi esposa y yo habíamos continuado la tradición familiar: bautizo, primera comunión y confirmación para nuestros hijos. Y ahí estaba yo, pero sin estar implicado, sobre todo durante la misa, a la que íbamos de vez en cuando más por complacer a nuestros padres que por otra motivación.
Tras unos años de matrimonio, atravesamos una crisis conyugal.
La disputa interminable
Una noche no había forma de entenderse y yo estaba agotado. Decidí decir lo que hiciera falta para apaciguar la situación, y asumir toda la responsabilidad para poder acostarme pronto, ya reconciliado con mi mujer. Evidentemente, era algo cobarde e hipócrita. Tras tomar esta decisión, cada palabra que dije tuvo exactamente el efecto contrario al que yo pretendía.
Fue catastrófico, me sentí completamente perdido, no sabía qué hacer.
No sé por qué entonces hice aquello, pero cerré los ojos e interiormente lancé un grito de desesperación: “¡Te lo suplico, Señor, ayúdame, no sé qué hacer!” Todas las palabras que salieron de mi boca al instante calmaron inmediatamente la situación.
¡Fue increíble!
Me sentí completamente transformado, y comprendí. ¡Así que es verdad! ¡Dios existe! ¡Realmente está ahí!
Dios espera algo de mí
No pudiendo ignorar lo que acababa de pasar, a partir de ese día acudí todos los domingos a misa con una gran alegría interior. Escuchaba todo con mucha atención. Pese a todo, yo era solo un católico de una hora el domingo por la mañana, y el resto de la semana me dedicaba a mis cosas.
Sin embargo, había comprendido aquella noche que Dios esperaba algo más de mí. Pero… ¿qué?
Hablé de ello con nuestro párroco y me respondió: “Solo Dios sabe y puede decirte lo que espera de ti”. Luego nos propuso acudir a una formación en pareja a lo largo de un año.
Durante un fin de semana de retiro, aprendimos muchas cosas sobre la oración, el pecado (que no es una fatalidad), la adoración eucarística, el Espíritu Santo, el lugar que Cristo debe ocupar en el centro de nuestra vida… Al finalizar el fin de semana me dije a mí mismo: “¡Venga! Pon en práctica lo que has escuchado durante estos dos días. De todas formas, no tienes nada que perder”.
Eso me condujo sobre todo a pasar un tiempo con Dios cada día. Y así fue como mi vida empezó a transformarse.
Me abrí a Dios, me dispuse a escucharle y le dije: “Hágase tu voluntad, Dios mío”. Como dijo Juan Pablo II en la Jornada Mundial de la Juventud del año 2000 en Roma, citando a Santa Catalina de Siena: “¡Si sois lo que tenéis que ser, prenderéis fuego al mundo entero!”.
Hoy sé que solo Dios puede hacer que seamos lo que tenemos que ser: transmisores de su amor y de su palabra a todos los que nos rodean. Ese tesoro es demasiado grande para mí, me desborda, lo desborda todo. ¡Necesito compartirlo y anunciarlo!