Giuseppe Ricciotti escribió una obra que es ya un clásico: Vida de Jesucristo. Fue y sigue siendo un modelo de exégesis bíblica, porque conjugaba la competencia científica con un amor real a la Biblia como Palabra de Dios, y a los fieles a quienes va destinada. Luigi Girlanda ha recordado su vida y obra en un artículo en el mensual de apologética Il Timone:
Por qué los biblistas tienen que seguir aprendiendo de Giuseppe Ricciotti
El filósofo francés Jean Guitton solía repetir que se empieza a perder la fe cuando se empieza a tener dudas sobre la historicidad de los Evangelios. No es casualidad que la crítica al valor histórico de los relatos evangélicos nazca durante la Ilustración y en ambientes, no sólo alejados de la fe -que era considerada, según el dogma de la época, opuesta a la razón-, sino en abierta polémica con el catolicismo. Los intelectuales ilustrados y deístas eran muy conscientes de que minar la base histórica del cristianismo, insinuando en el fiel la duda de que nada de lo que cuentan los Evangelios sucedió realmente, forma un todo con la pérdida progresiva de la fe.
Iniciada en ambientes "incrédulos" y utilizada como arma contra la fe durante todo el siglo XIX, la crítica histórica aplicada a los Evangelios ha acabado fascinando también a los estudiosos creyentes. "El resultado", recuerda justamente Vittorio Messori, "es que se ha advertido al creyente 'común', ese que no es titular de una cátedra especializada, de que no puede interpretar su Evangelio tomándose en serio lo que lee, sino que necesita la ayuda de un experto, el único que puede decirle qué hay que comprender realmente con esos versículos".
El entonces cardenal Joseph Ratzinger constataba amargamente: "El protestantismo, cuya intención era poner la Escritura en manos de todos, ha acabado convirtiéndola en un libro cerrado, gracias al culto al experto, que ha sustituido al pastor. También los católicos han aceptado este enfoque. [...] La ciencia de los especialistas ha levantado un alambre de espino alrededor de la Palabra de Dios, que ha sido secuestrada por los académicos".
Erudición, franqueza y buen humor
En este escenario, para nada consolador, existen sin embargo magníficas excepciones. Figuras de estudiosos y de pastores que, en sus obras, han sabido conjugar con sabiduría las exigencias de la investigación científica y de los métodos modernos de investigación exegética con la atención pastoral de quienes buscan en esas obras la posibilidad de profundizar el estudio de la Biblia para, así, alimentar su fe.
Una de estas magníficas excepciones fue, sin duda, Giuseppe Ricciotti, religioso de los canónigos regulares lateranenses -de ahí su título de abad-, del que se cumple este año el 130º aniversario de su nacimiento (Roma, 27 de febrero de 1890).
Figura prominente del panorama cultural católico del siglo XX, conocido y apreciado a nivel internacional, pionero de los estudios bíblicos modernos, fue también docente en las universidades de Roma, Génova y Bari. Autor especialmente prolífico, nos ha dejado una inmensa y valiosísima obra literaria, entre la que hay verdaderas obras maestras que han formado a generaciones de cristianos que, utilizando la hermosa expresión de don Pietro Guglielmi, autor de una fascinante biografía sobre el abad, han crecido "con pan y Ricciotti".
Nos referimos a la monumental Historia de Israel (publicada en dos volúmenes en 1932 y 1934), a Pablo apóstol (1951), a La era de los mártires. El cristianismo de Diocleciano a Constantino (1953) y, sobre todo, a la obra que le dio fama internacional: su Vida de Jesucristo (1941).
Hombre de vastísima cultura, Ricciotti no se parecía en nada al estereotipo del intelectual serio y distante del mundo. Siempre conservó la franqueza de espíritu típica de los romanos. Sus hermanos de comunidad, por poner un ejemplo, cuentan que durante la fatigosa y agotadora redacción de su Historia de Israel conservó siempre su buen humor y que cuando por la noche, exhausto, entraba en el comedor para cenar, decía satisfecho: "Hoy he liquidado a otro rey de Israel", queriendo decir con ello que había terminado de escribir la historia de uno de esos personajes.
Una obra de arte forjada en el encuentro con la muerte
Ricciotti fue también un hombre de acción: tanto que, cuando fue capellán militar durante la Primera Guerra Mundial, fue condecorado con la medalla al valor. Fue precisamente durante la dramática experiencia de la guerra cuando maduró la idea de escribir una vida de Jesucristo.
El autor quiso dar testimonio de ello en el prólogo a esta obra, publicada en 1941, cuando otra devastadora guerra estaba destruyendo el mundo: "La primera vaga idea de escribir este libro me vino hace muchos años, en circunstancias extraordinarias. Me habían llevado a un hospital de campaña [...]: pasé un tiempo entre la vida y la muerte, más cerca de esta que de aquella [...]. Mientras esperaba mi destino, en un determinado momento pensé que, si sobrevivía, podría escribir una vida de Jesucristo. Tenía el Evangelio sobre mi jergón de paja".
Don Giuseppe Ricciotti, durante un debate sobre la eutanasia el 12 de enero de 1950: "La vida es un depósito que hemos recibido y que no hemos creado nosotros. La vida es un puesto en el campo de batalla que nos asigna un Alto capitán, y bajo ningún concepto podemos abandonar ese puesto, aunque sea doloroso y cansado".
Es decir: el origen de la obra maestra de Ricciotti lo tenemos en la relación vital de un sacerdote que lucha contra la muerte con el protagonista de los Evangelios, y esto nos da la posibilidad de subrayar un aspecto fundamental que se olvida a menudo: en el estudio de la Biblia, sólo el hombre de fe es realmente capaz de ser también un hombre de ciencia. No sólo porque, como dice San Pablo, las cosas del Espíritu se pueden juzgar sólo con el Espíritu (cfr. 1 Cor 2, 14), sino también porque ante los Evangelios el verdadero librepensador es justamente el creyente, cuya fe depende del milagro de la Resurrección, no de la veracidad histórica de cada uno de los versículos. Al contrario, el no creyente debe demostrar, so pena la derrota de la propia posición, que todo lo sobrenatural en los Evangelios es invención de la comunidad primitiva.
Los escritos de Ricciotti y, en especial, su Vida de Jesucristo, son un ejemplo de erudición y técnica filológica que no perjudican el amor hacia Aquel que es el protagonista de la materia estudiada. Leyendo y estudiando sus obras estamos al amparo del peligro de reducir a Cristo y la Escritura a mera materia de estudio. Peligro bien descrito por Messori cuando, a propósito de la crítica histórica aplicada a los Evangelios, ha escrito acertadamente: "Jesús, en esas páginas en las que lo que cuenta no son los versículos evangélicos, sino las notas de los expertos a los mismos versículos, ya no es una Persona a la que hay que conocer, rezar y amar, sino sólo un tema, una materia de estudio, un objeto que hay que examinar".
Ese diálogo final con San Pedro
En los últimos años de su vida, el abad conoció también la enfermedad y la decadencia física, que lo obligaron a utilizar una silla de ruedas. Fueron años difíciles, sobre todo para un temperamento dinámico e incansable como el suyo. Y sin embargo, también este último periodo nos puede dar una idea de quién era realmente el autor de la vida de Jesús más bella escrita en el siglo XX. Supo mantenerse alejado de la tentación típica de los exegetas, que es la de creer que sólo sus notas de especialistas son las que cuentan en el estudio de la Biblia. En el ocaso de su vida, a Ricciotti le gustaba imaginar cómo sería el momento de su aparición ante San Pedro. Decía: "Él me dirá: '¡Ah, estás aquí, charlatán! Has acabado de poner en boca de Nuestro Señor lo que tú querías. ¡Veamos, veamos cómo van tus cuentas!'".
En esta ocurrencia vemos todo el realismo católico de un sacerdote que sabe que lo que es importante no son nuestros estudios sobre Jesús, sino su Persona. Ricciotti continuaba contando lo que le habría dicho a San Pedro: "Tienes razón en decirme lo que soy; sin embargo, yo he intentado dar a conocer lo mejor que he podido a Nuestro Señor. En cambio hubo un apóstol, y no digo nombres, que lo negó". Entonces, concluía Ricciotti, San Pedro se ponía el dedo índice sobre la boca como diciendo "Silencio" y lo dejaba pasar.
Ricciotti murió en Roma el 22 de enero de 1964. Nos gusta creer que todo sucedió como él pensaba...
Traducido por Elena Faccia Serrano.