El 10 de septiembre de 2001, Valentina Lazzari se encontraba en el metro de Milán (“sobre 12 centímetros de tacón”, como ella misma explica) esperando a una amiga. Sus ojos recayeron sobre el borde de una papelera, donde había un rosario de plástico, barato y “más bien feo”.
Furtiva y avergonzada…
Valentina llevaba una frenética vida como estilista, un trabajo atractivo que le permitía frecuentar los mejores barrios de la capital de la Lombardía. Era consciente de lo privilegiado de su situación: “Joven, de bella presencia, inteligente, muchos amigos, éxito con los hombres y también profesionalmente… ¡Me envidio a mí misma!, pensaba a veces. Así, ¿quién tiene tiempo para Otro?”
Pero, aunque apagado, Valentía tenía “un lejano recuerdo” de su fe y aquel rosario no le dejaba indiferente: “Tal vez estaba bendecido e iba a acabar entre la basura sin que yo hubiese movido un dedo por impedirlo. Me pesaba el recuerdo de la fe que aprendí de niña. Así pues, entre vacilante y avergonzada (quién sabe por qué), furtiva como un ladrón, miré a su alrededor y me metí el rosario en el bolsillo”.
El 11-S
Al día siguiente dos aviones impactaron contra las Torres Gemelas de Nueva York y el rumbo del naciente siglo XXI dio un giro imprevisto.
En la incertidumbre de los primeros momentos, angustiada por el posible significado monstruoso de aquel acto terrorista, Valentina se acordó del objeto barato que se había metido en el bolsillo el día anterior: “Y aquel rosario me condujo directa a la Nostalgia de Casa. Así comenzó el camino de mi conversión, largo y doloroso, lleno de lágrimas que no sabría definir si fueron de alegría o de sufrimiento”.
Rezar, sí; confesarse, no
Aún pasaría mucho tiempo hasta su primera confesión. Salía un poco antes del trabajo para que sus compañeros no vieran que iba a la iglesia a rezar el rosario: “Pasaba horas ante el sagrario hablando familiarmente con el Señor, hasta el punto de que a veces se hacía tarde y decía: ‘Ahora me voy a casa, pero mañana seguimos’”. Pero año tras año iba retrasando con una excusa u otra el acudir al confesionario.
Hasta que llegó un Sábado Santo y se acercó al templo con la misma intención de siempre: exclusivamente rezar el rosario. Acababa de empezar a hacerlo cuando un anciano interpretó que estaba esperando para confesarse y le preguntó si era la última. “¡Se me escapó un sí! Ahora ya no había marcha atrás. Y me llegó el turno”.
En su testimonio, que ha publicado en su blog el periodista y escritor Aldo Maria Valli, remitido por ella misma, la propia Valentina dice que no sabe cuánto tiempo estuvo ante el sacerdote y ni qué dijo. Eso sí, cuando escuchó que se dirigía a ella como “Hija mía”, cayeron todas las barreras: “Lloré un río de lágrimas por los pecados cometidos durante años con ligereza y obstinación”.
“Cuando salí del confesonario”, recuerda, “caminaba ligera y feliz, en un derroche de emociones celestiales que encontraron en la comunión del Domingo de Pascua el tan anhelado regreso a Casa”.
Soltar lastre
Valentina explica que su conversión se parece a muchas otras: desesperación y conciencia de estar cerca de Dios pero sintiéndose anclada a las cosas humanas. “¡Ese temor a perderlo todo…!”, exclama, sintetizando el miedo a lo que podía pasar si se decidía a seguir a Cristo.
“Y es verdad”, reconoce “poco a poco vas dejando por el camino esas cosas que habían hecho de ti una persona de éxito, admirada, envidiada. Sin embargo, echando la vista atrás, el final te das cuenta de que eran lastres inútiles, y de que seguir la vía estrecha supone nuevos e inesperados desafíos, pero con la certeza de que en cada uno de ellos hay Quien se compromete por ti. Su yugo es ligero (cf Mt 11, 28-30)”.
La historia de la conversión de Valentina comenzó con un rosario y termina con una petición que le hace a la Santísima Virgen: “Si algo bueno hago, tómalo en tus manos y empléalo para alguien que lo necesite, de modo que el día que me presente ante Jesús pueda hacerlo con las manos vacías y, si me salvo, sea solo por su Misericordia, o por compasión hacia el despojo que tendrá delante”.