El 6 de abril de 1994 comenzó un conflicto en Ruanda que, en un centenar de días, llevó a la muerte a un millón de personas. Se trató de un verdadero genocidio, aún hoy desconocido, si bien fue llevado a la pantalla por la notable película Hotel Rwanda (que narra la historia de Paul Rusesabagina, ex director de un hotel que salvó a 1268 hutus y tutsis). Pasados 25 años desde aquellos episodios, publicamos un extracto del libro Santi e demoni d’Africa [Santos y demonios de África], escrito por el enviado de Tempi, Rodolfo Casadei, que recoge algunas desgarradoras historias:
Hotel Rwanda (2004), de Terry George, está interpretada por Don Cheadle, Nick Nolte y Sophie Okonedo. Otra buena película sobre el genocidio ruandés es Disparando a perros (2005), de Michael Caton-Jones, interpretada por John Hurt.
Cuando se conozcan todas las historias de los cristianos de Ruanda en los días del genocidio de 1994, la Iglesia católica probablemente tendrá que reescribir el calendario de los santos para hacer sitio a los mártires y a los testimonios heroicos de la fe rwandeses.
Se ha escrito y se ha leído mucho sobre las culpas de la Iglesia de Ruanda, su jerarquía y sus fieles; nos hemos escandalizado por la implicación directa de miembros laicos y religiosos en las violencias más atroces. Efectivamente, hubo traiciones, y bastantes: por boca de adultos y niños, de misioneros y sacerdotes locales he escuchado historias terribles de infidelidades infames.
Además de los cientos de miles de muertos, el genocidio provocó cientos de miles de desplazados. En 1996, las autoridades tanzanas forzaron a los refugiados ruandeses a regresar a su país. Foto: AP.
Pero, junto a este aspecto lóbrego, la historia de esos días presenta también lados luminosos como el de los “justos”, en su mayoría cristianos, que trabajaron para salvar a gente de la otra etnia arriesgando su vida. Y aún más chocantes son las historias de bautizados que dieron pruebas de virtud heroicas en el momento supremo de la muerte. Me viene a la memoria un expresión de San Pablo en la carta a los Romanos: "Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (5, 20). En mi breve estancia en Ruanda he escuchado numerosas historias que llevan este sello.
La "fiesta" del encuentro con el Señor
El padre Willy Redoble, joven rogacionista filipino de la parroquia de Mugombwa (diócesis de Butare), que por motivos de seguridad encontró amparo en Nyanza, me narra un episodio que le contó el párroco de Musha (archidiócesis de Kigali), el croata Danko Litric. Dentro de su iglesia y de los locales parroquiales se produjo una de las masacres más atroces de la guerra: 1170 hombres, mujeres y niños asesinados por los interahamwé y por la guardia presidencial. Las víctimas estuvieron asediadas durante mucho tiempo antes de la masacre final, condenadas a una terrible agonía. En los días inmediatamente precedentes al asalto decisivo, el padre Danko observó una mañana a un grupo de mujeres jóvenes ataviadas de fiesta. Se acercó y les preguntó la razón de tal vestimenta: "¿Por qué vestís así? Hoy no es domingo". "Es verdad, no es domingo -le respondió una de ellas con una sonrisa estática-, pero igualmente es fiesta: hoy vamos al encuentro de nuestro Señor".
"Donde todo es paz"
La misma idea la encontramos expresada en muchas cartas de “condenados a muerte”, que por suerte llegaron a sus familiares y amigos desde los lugares donde aquellos estaban recluidos. Sentada en un sofá, y solemne en su melancolía, Godelive Mukanguranga, una espléndida enfermera tutsi que ha vuelto a su país después de transcurrir siete años en Italia, me lee algún pasaje de una carta de su hermana. Le llegó cuando su hermana, su madre y un hermano, atrincherados durante mucho tiempo en los locales del politécnico de Kigali con centenares de personas, ya habían sido asesinados. "No os preocupéis -dice la carta-, la moral está alta. Nos estamos preparando para ir a un sitio donde todo es paz. Rezad para que Dios nos acoja".
Con las manos juntas
La misma serenidad sobrehumana ante la muerte, tan imponente como para traspasar la exaltación, emerge de la historia que narra una monja benebikkira (una congregación local) sobre una masacre de profesores. No entiendo bien el nombre de la localidad, que se encuentra en la provincia de Butare, pero la historia de la monja, interrumpida continuamente por risas neuróticas, habla de personas que se dirigen hacia sus verdugos en fila india y con las manos juntas, cantando las alabanzas del Señor como si se tratase de una procesión eucarística. Los asesinos obligan a los desafortunados a tumbarse a medida que llegan y los matan a golpe de palos y machetes. Los himnos se apagan poco a poco mientras los ejecutores cumplen su trabajo, hasta que ya sólo queda el silencio. Parece un relato de las persecuciones de los primeros cristianos, y en cambio es un relato de hace pocos meses.
Una fosa común acoge decenas de cadáveres en julio de 1994. Foto: Reuters.
La conciencia tranquila
En otra localidad de la provincia de Butare, dos jóvenes tutsis, en vez de huir, llegaron a una iglesia llena de refugiados que esperaban una muerte segura. A una monja asombrada que los mira le dicen: "Somos inocentes, no hemos matado a nadie: aquí moriremos con la conciencia tranquila".
Muerte en Pentecostés
El padre Pierre Simons, misionero fidei donum de Lieja, desplazado con sus jóvenes discapacitados a Gatagara después de una increíble odisea, narra la historia terrible y conmovedora de Gilbert y de sus hermanos. "Eran siete jóvenes: 5 años el más pequeño, 17 el mayor, que se llamaba Gilbert. Como decenas de personas, habían encontrado refugio en mi centro en Cyotamakara. De sus padres, conocidos opositores, no tenían noticias, pero probablemente ya los habían matado. Un día un oficial del ejército me quiso ver en privado. 'Saben que los siete hermanos están contigo -me confió-. Vendrán a cogerlos y están dispuestos a todo: si intentas defenderlos pagarás las consecuencias, tú y tus otros jóvenes'. Volví al centro destruido, llamé a Gilbert y le conté la situación: 'Huid, la frontera con Burundi no está lejos'. Se quedó en silencio durante unos minutos, después me contestó con firmeza: 'No, padre, no vamos a huir. Cada cien metros hay una barrera de interahamwé y es casi seguro que nuestros padres están muertos. Estamos cansados de ser cazados: cuando vengan, nos entregaremos. No se preocupe, no les pondremos en peligro'. Los siguientes dos días fueron tranquilos. El día de Pentecostés llegaron unos sesenta, acompañados por dos militares. Gilbert los vio antes que yo y fue enseguida a su encuentro, después reunieron a todos los hermanos. Seguramente Gilbert los había preparado, porque ninguno intentó esconderse y ni siquiera lloraron o gritaron. El más pequeño estaba en la cama enfermo: lo cogieron y se lo llevaron a cuestas a la camioneta. Sé que durante el viaje Gilbert hizo un último intento para salvarse ofreciendo dinero, pero no les sirvió: los llevaron a Nyanza y allí los mataron".
Un pasaje del Nuevo Testamento
"Un episodio parecido -sigue contando el padre Simons-, se repitió con otro joven que se había escondido con nosotros, un tal Jean-Paul. Habían venido a buscarle, pero no lo encontraban. Se estaban poniendo muy nerviosos y amenazaban con matar a los chicos, que juraban no saber dónde estaba escondido. Cuando la tensión se hizo insoportable, Jean-Paul salió de la nada diciendo simplemente: 'Aquí estoy'. Antes de ir con ellos quiso leer en voz alta un pasaje del Nuevo Testamento. No me pregunte cuál, me sentía tan aturdido…"
Morir por corregir al que yerra
Entre los muchos que hicieron de su muerte un sacrificio consciente hubo quien intentó despertar la humanidad de los ejecutores, quien intentó poner en práctica el mandamiento cristiano de la corrección fraterna. El padre Henri Blanchard, un padre blanco francés que vivió una terrible odisea en el barrio de Nyamirambo, en Kigali, me cuenta la historia de Jean-Marie Vianney Giakumba, jefe de catequistas en una comunidad cristiana en la periferia de Kigali, de etnia hutu. Por su oposición declarada a las violencias contra los tutsis le destruyeron la casa y tuvo que buscar refugio en otro barrio. Al saber que quien dirigía la banda de asesinos que operaba en su zona era uno de sus catequistas, se fue sin dudarlo a su cuartel general y puso a su hermano en la fe ante su tremenda responsabilidad. Pero este no se sintió mínimamente interpelado por esta advertencia severa y conmovedora, y ordenó a los suyos arrastrar a Jean-Marie y matarle. Llegados al lugar del martirio, el jefe de los catequistas tomó por última vez la palabra: "Esperaba vivir más tiempo, pero muriendo joven soy feliz de morir con 33 años, que es la edad de Nuestro Señor. A vosotros que tomáis mi vida os confío a mi familia". Quiso leer un pasaje de las Escrituras y recitó una oración. Su cuerpo se tiró al río Nyabarongo.
***
¿Cuántos Gilbert, cuántos Jean-Paul, cuántos Jean-Marie Vianney, cuántas mujeres como las de Musha y del politécnico de Kigali han iluminado la oscura noche de Ruanda? Sólo Dios lo sabe, sólo Él lleva la cuenta.
Traducción de Elena Faccia Serrano.