El cardenal George Pell, prefecto emérito de asuntos económicos en el Vaticano, pasó 13 meses en prisión en Australia considerado culpable de abusos sexuales a 2 menores, hasta que por unanimidad los 7 jueces del Tribunal Supremo australiano decretaron que no había pruebas para mostrar su culpabilidad.
El caso era asombroso: la condena se basaba sólo en la palabra del denunciante, que aseguraba algo más que extraño; que el cardenal se abalanzó sobre él completamente revestido, después de su primera o segunda misa en una catedral a la que acababa de llegar, en la sacristía y con la puerta abierta, cuando lo común tras una misa es que todo tipo de gente pase por la sacristía a saludar o comentar cosas con el celebrante, y más si es obispo.
Ahora, en un artículo en la influyente revista de pensamiento cristiano First Things, Pell ha detallado cómo vivió su paso por prisión.
La celda y los otros presos
"Me impresionó la profesionalidad de los guardianes, la fe de los prisioneros y la existencia de un sentido moral incluso en los sitios más oscuros", escribe Pell.
Condenado en diciembre de 2018, pasó 10 meses en una prisión de Melbourne y 3 en la prisión de Barwon (en esta, dice con humor, el uniforme permitía "el color rojo brillante de un cardenal").
La celda, explica, tenía 8 metros de largo y dos de ancho, con un colchón "no muy grueso" y dos mantas, estanterías bajas, una tetera, televisión, una ducha con "buena agua caliente" y una lámpara sobre la cama "eficiente para leer". Se ayudaba de un bastón porque le habían operado ambas rodillas, y le permitían tener unas sillas especiales por esa situación.
No llegó a ver a los otros 11 presos de su pabellón, aunque los oía. Algunos, afectados por la droga (sobre todo cristal), se ponían a patear puertas y paredes durante horas. A veces los guardias venían con gas o perros a controlar algún alborotador.
Opiniones divididas: un preso le escupió
"Yo estaba aislado por mi protección, como otros condenados por abusos sexuales a niños, especialmente clérigos, que son vulnerables a ataques físicos y violencia en prisión. Se me amenazó de esta manera sólo una vez", detalla. A través de un tabique con un espacio abierto, un preso le escupió y empezó a insultar, llamándole "araña negra" y otras cosas. El cardenal dijo a los guardianes que no saldría a ese espacio mientras estuviera este preso, pero un día después le dijeron que lo habían trasladado porque había hecho "algo peor" a otro preso.
De las 16.30 de la tarde a las 7.15 de la mañana, cuando todos permanecían confinados, a veces los presos debatían desde su celda a favor o en contra de la inocencia del cardenal, con intensidad. Algunos lo insultaban con grosería. "La opinión sobre mi inocencia estaba divida entre los presos, igual que en la mayor parte de la sociedad australiana, aunque la prensa, con algunas excepciones espléndidas, me era agriamente hostil".
"Alguien que me escribió y había pasado décadas en prisión me decía que era la primera vez que oía que un sacerdote encarcelado tuviera algo de apoyo entre los presos. Y sólo recibí amabilidad y amistad de mis tres compañeros presos en la Unidad 3 de Barwon. La mayoría de guardianes en ambas prisiones reconocían que yo era inocente".
La moralidad y la religiosidad entre los presos
La ferocidad de los presos contra los violadores de niños hace reflexionar a Pell sobre los impulsos morales del hombre. Lo considera "un interesante ejemplo de la ley natural que emerge a través de la oscuridad. Todos nosotros estamos tentados de despreciar a los que definimos como peores que nosotros. Incluso los asesinos comparten el desdén hacia los que violan a jóvenes. Aunque sea irónico, este desdén no es del todo malo, ya que expresa la creencia en la existencia del bien y del mal, que a veces aflora en las cárceles por vías sorprendentes".
En todo este tiempo, y estando aislado, Pell sólo pudo ir a misa en 5 ocasiones, y lamentó que no pudo hacerlo en Navidad ni Pascua. Le llevaban la comunión cada semana y rezaba cada día con su breviario (aunque era de la temporada equivocada).
Muchas mañanas, pero no todas, escuchaba la oración matinal salmodiada de los presos musulmanes. "El lenguaje en prisión era grosero y repetitivo, pero casi no se oían blasfemias y maldiciones. Consulté eso con un preso que me dijo que era un signo de creencia en Dios, no de su ausencia. Sospecho que los prisioneros musulmanes, por su parte, no toleraban las blasfemias", detalla.
Mucho correo y charlas con guardianes
Muchos presos escribían al cardenal, algunos con regularidad. A menudo eran presos que habían recibido sus visitas en cárceles. Uno, por ejemplo, se declaraba hundido en la oscuridad y perdido. ¿Podía recomendarle un libro? Pell le recomendó el Evangelio de Lucas y la Primera Carta de San Juan.
Un preso que le escribió le dijo que había un consenso entre los criminales de carrera de que el cardenal era inocente y lo habían "enmarronado", añadiendo que era curioso que los criminales pudieran reconocer la verdad y los jueces no.
Pell, como clérigo, había hablado antes en muchas ocasiones con presos, y no le sorprendía mucho todo esto. En cambio, sí le sorprendió que casi todos los guardianes en ambas prisiones, excepto un par de ellos, estaban convencidos de su inocencia. Podía hablar con ellos, lo que era una forma de socializar. La hermana Mary O'Shannasy, religiosa responsable de la capellanía penitenciaria en Melbourne, hablaba bien de los funcionarios de la Unidad 8, y Pell lo corrobora.
La apelación y la liberación
Pell explica que cuando perdió su apelación en el Tribunal Supremo de Victoria, se desanimó y pensó en dejar de apelar: "si los jueces iban simplemente a cerrar filas entre ellos, no tenía yo que cooperar en una farsa cara", pensaba. Pero el jefe de la prisión de Melbourne le insistió en que perseverara y apelara al Tribunal Supremo australiano. Pell lo agradece, porque allí los 7 jueces por unanimidad le dieron la razón.
Finalmente, la televisión anunció la sentencia que le liberaba, con "un joven reportero sorprendido en Canal 7, y más perplejo por la unanimidad de los 7 jueces. Los otros 3 presos en mi unidad me felicitaron y pronto fui liberado a un mundo confinado por el coronavirus". Un par de helicópteros de prensa le siguieron un par de días por cientos de kilómetros mientras él acudía a Sydney.
La fuerza de la fe
"La vida en prisión me quitó cualquier excusa de estar demasiado ocupado para rezar y mi horario de oración regular me apoyó", explica. "Mi fe católica me sostuvo, especialmente entender que mi sufrimiento no tenía por qué ser inútil sino que podía unirse a los de Cristo Nuestro Señor", escribe, quizá pensando en muchos lectores de First Things que son cristianos no católicos y no conocen este enfoque de ofrecimiento del dolor.
"Nunca me sentí abandonado, sabiendo que el Señor estaba conmigo, aunque no entendía que hacía Él durante la mayor parte de estos 13 meses. Por muchos años yo había enseñado acerca del sufrimiento y dolor del Hijo de Dios en sus pruebas en esta tierra, y ahora eso mismo me consolaba. Así, oré por amigos y enemigos, por los que me apoyaban, por mi familia, por las víctimas de abusos sexuales y por mis compañeros presos y guardianes", concluye.