Los padres de Frédéric era profesores de los llamados “húsares negros”, denominación debida al escritor Charles Péguy para referirse a los maestros prototípicos de la III República Francesa, con su laicismo característico. Funcionarios moldeados por las leyes de enseñanza de finales del siglo XIX y principios del XX, eran adalides de una supuesta neutralidad religiosa, concebida con la única finalidad de sustituir a la educación católica tradicional en el país.

Al describirles así, Frédéric quiere decir que, provenientes de las escuelas públicas, como profesores “habían conservado el carácter laico de su educación, y eran defensores de la neutralidad religiosa en el ámbito de la escuela”.

En consecuencia, y por seguir “las costumbres de  la época”,  le bautizaron cuando tenía un mes e hizo la Primera Comunión al cumplir los 10 años. Pero nada más: “De vez en cuando iba a misa con mi abuela ‘para contentarla’, me decían, pero eso y poco más fueron mis puntos de contacto con la Iglesia en mi infancia”.

En busca de la felicidad

Frédéric empezó a pensar en Dios en la adolescencia, al reflexionar sobre “la búsqueda de la felicidad”: “Mi propia experiencia moral del bien y del mal me había hecho plantearme esa cuestión, y llegué a la conclusión de que si esa bondad y esa belleza podían existir de forma permanente y plena, eso debía ser lo que se denominaba ‘Dios’. Es decir, hice un recorrido intelectual hacia la noción de Dios”.

Años después conoció a quien hoy es su esposa. “Ella se había 'cocinado' desde pequeña en la olla cristiana”, bromea Frédéric, al contar esta historia a Découvrir Dieu: “Iba a misa, había hecho escultismo católico… Para ella, evidentemente, ir a misa era una costumbre, y yo la acompañaba”.

En su casa, donde conocían la poca religiosidad de su hijo, estaban sorprendidos.

-Pero ¿por qué va a misa? -se interrogaba su madre.

-Bueno, ¡van a casarse! ¡No querrás que no hagan las cosas juntos! –respondía su padre.

Organista

Frédéric no se aburría en misa porque había estudiado piano y pronto le asignaron al órgano, donde acompañaba los himnos. Y esa belleza en ese lugar empezó a cambiarle: “Aquello me dulcificaba, por decirlo de alguna manera. Enseguida me di cuenta de que las cuestiones que me planteaba encontraban allí su respuesta”.

Pasaron los años, su novia y él se casaron, tuvieron hijos y se instalaron en Rambouillet, a unos treinta kilómetros al suroeste de París. Allí se intensificó su participación en la vida de la Iglesia, siempre por razón musical, y eso le daba a él en su parroquia una relevancia cada vez mayor.

Como él no ocultaba su poca formación y escasa práctica –aunque a misa iba todos los domingos para tocar-, algunos fieles comentaban: “¡Este Fréderic…! Hace muchas cosas, pero no ha concluido su educación cristiana”.

La confesión, un obstáculo

En efecto, nunca había llegado a recibir el sacramento de la Confirmación. Cuando se lo propusieron, se mostró de acuerdo. Le explicaron que debía prepararse, para lo cual en el mes de mayo acudiría a un retiro al efecto convocados por los obispos del departamento de Yvelines. 

Ya allí cuando llegó la fecha, surgió el problema: “Había una etapa de esa preparación que no me obligaban a hacer, pero yo sabía que formaba parte del pack. Había que ir a un sacerdote y confiarse a él, contarle todo lo que uno había hecho mal, comentar con él cómo encauzar la propia vida. Y dije que no estaba dispuesto: todo lo demás que quisieran, sí, pero contarle mi vida a un sacerdote… renegaba de ello. Así que me confirmé… pero sin haber pasado por esa etapa”.

Que, a pesar de su buena disposición hacia la religión, él lograse sortear el sacramento de la Penitencia en un camino de asentamiento y fortalecimiento de la fe, no dejaba de ser una grave anomalía espiritual, y la Providencia se iba a encargar de resolverla.

Un empujón

Ese mismo año, su esposa le propuso otro retiro espiritual.

-Pero ¿qué es esto? –protestó–. ¿Es que aún no he hecho bastantes cosas?

La protesta no sirvió de mucho, y el matrimonio, acompañado por los cuatro hijos que tenían entonces, se puso en marcha: “Pasó día y medio durante el cual ni me acordé de esa historia de ir a contarle mi vida a un sacerdote. Cuando, de repente, sentí una imperiosa necesidad de hacerlo, como si una fuerza me hubiese propinado un golpe en la espalda para empujarme, diciéndome: ‘Frédéric, no te irás de aquí sin haberlo hecho’. Se había convertido en una urgencia”.

“Es lo que en la jerga cristiana llaman la ‘confesión’”, cuenta, algo que él no conocía en la práctica pero que supuso “una liberación enorme”: “Comprendí que Dios podía renovarme, otorgarme de nuevo toda su confianza, fuese cual fuese lo que yo hubiese hecho”.

Comunicando la fe

La gracia le renovó tanto, en efecto, que cambió su concepción de la fe de pasiva a activa: “A partir de ese momento, sentía el deseo de anunciar esta alegría a los demás, en particular en mi ámbito profesional”.

Frédéric trabaja en el sector del automóvil y suele hacer frecuentes viajes en avión: “Sentado junto a un compañero durante una hora o dos horas surgen las palabras. Y he podido constatar que las cuestiones de la fe, del sentido de la vida, están presentes en el corazón de muchos hombres y que la conversación se dirige de forma natural hacia esos temas”.

“¡Y éste es el resumen de mis 63 años de existencia!”, concluye Frédéric: “No ha habido un Big Bang ni grandes cambios de la noche a la mañana. Han sido etapas progresivas en las que el Señor ha intervenido en mi vida y me ha conducido para conocerle cada vez más de cerca”.