La historia de Manuel es como la del hijo pródigo, así al menos lo ve él. Pronto se alejó de la fe y se fue ver mundo. Trabajó por decenas de países realizando cientos de vuelos por el sector tecnológico y de extracción de gas y petróleo al que se dedicaba. Pero la muerte de su padre primero y de su esposa seis meses después de la boda derribaron los cimientos donde tenía apoyada toda su vida.
Fue entonces cuando volvió a mirar a Dios, y encontró paz y consuelo. Recientemente acaba de recibir la Confirmación que de adolescente se negó a recibir y sigue alimentando su fe con los sacramentos y con la formación católica. Recoge su testimonio íntegro la web del Opus Dei:
El viaje de vuelta a Dios, 35 años después
Me llamo Manuel y tengo 52 años. Soy ingeniero mecánico y mi vida ha sido muy poco ejemplar hasta el día de hoy. Me gustaría contar mi historia, llena de giros, en la que -ahora lo sé- Dios nunca me abandonó.
Nací en Lisboa en abril de 1968. Soy hijo único de un gestor comercial y de una profesora de Dibujo y quizás eso me hizo una persona más bien reservada, aunque de niño ya alimentaba el sueño de tener una moto y de viajar por todo el mundo.
Y los viajes empezaron... Cuando tenía once años, mi padre obtuvo un trabajo mejor en Coimbra. Nuevos amigos, nueva escuela: me costó adaptarme. Precisamente en el colegio un compañero de clase me habló por primera vez del Opus Dei. Me invitó a unas clases de radiomodelismo en el Club Prisma, una iniciativa del Opus Dei en Coimbra. Por comodidad le dije que prefería mis actividades de electrónica que ya tenía como hobby.
Sueños profesionales y de viajes al extranjero
Mis padres buscaban transmitirme la fe. Fui bautizado en Lisboa e iba a Misa los domingos. En el octavo curso, tuve una crisis de fe, típica de la adolescencia. Mi madre, con espíritu de libertad, me preguntó si deseaba recibir la Confirmación, y le contesté que no. Sin embargo, no fui un rebelde: eran frecuentes las buenas conversaciones con mis padres, que me enseñaron mucho y siempre me trataron con cariño y respeto.
Se acercó el momento de ir a la Universidad. Me inscribí en Ingeniería Mecánica en la Universidad de Coimbra en septiembre de 1986. Siempre tuve facilidad para estudiar materias técnicas. Me gustó y obtuve buenas calificaciones. El ambiente estudiantil fue especial: hice grandes amistades en las clases, en los laboratorios, en los cafés, etc. Amigos para siempre, que nos reencontramos en cenas de compañeros de curso.
Terminé la carrera con buenas notas y con horizontes elevados. Pero como tenía el sueño de viajar y me gustaba el mundo marítimo, mi primera experiencia profesional fue diferente a la de mis compañeros. Me fui a trabajar en la manutención de un navío de cruceros en el Caribe durante seis meses. Debía orientar y ejecutar trabajos muy sencillos de manutención técnica: desde aspectos técnicos del navío hasta arreglar las ollas de las cocinas o reparar las ruedas de las sillas de quienes sufrieran una discapacidad.
En ese navío conocí a la primera persona que me habló de la industria offshore de extracción y producción de petróleo y gas. Eso me interesaba más que estar en aquel navío. E, ingenuamente, decidí hacer un máster en Glasgow en esa área. Cuando lo finalicé no tenía trabajo porque el mercado estaba pasando por años difíciles y yo no tenía experiencia profesional.
Una llamada de teléfono fatídica
Regresé a Portugal para capacitarme profesionalmente. Trabajé en el sector de montajes industriales y en un astillero en la zona de Lisboa y Setúbal. Sabía que era por un tiempo limitado, porque seguía empeñado en volver al extranjero apenas se presentara una oportunidad. No pensaba en el noviazgo ni en formar una familia: mi vida se reducía a mí y mi carrera profesional.
En abril de 1996 fui contratado por una empresa para trabajar en Leiden, una ciudad en el sur de Holanda. Me integré en un equipo de proyecto de una unidad flotante de almacenamiento y transferencia de petróleo. Era feliz en el trabajo y en mi nuevo país, pero pasados seis meses recibí una llamada telefónica: “Manuel, tu padre tiene un cáncer en fase terminal”.
Supuso un mazazo. Ahora que todo parecía encaminarse, tuve que tomar la difícil decisión de volver a Portugal para acompañar a mi padre. Estoy seguro de que hice lo que debía. Pero, pensaba: “Dios, ¿y dónde estás Tú?”. Me sentía muy perdido. Mi padre falleció pasados unos meses, un tiempo más valioso que cualquier línea de mi currículum.
La muerte de mi padre me llevó a relativizar algunas cuestiones en mi vida. Después de algunas pequeñas experiencias en el extranjero, volví a estudiar y a vivir en Coimbra, donde además tuve una novia. Durante el doctorado en Ingeniería Mecánica me encontré con un profesor, cristiano, que al conocer un poco el zigzag de mi vida me habló de Dios y de los escritos de san Josemaría. Por entonces, la posibilidad de volver a Dios estaba descartada, pero recuerdo que leí con gusto algunos textos del fundador del Opus Dei.
Mi doctorado y el noviazgo no fueron muy bien... Necesitaba volver al extranjero. En 2001 me fui a Estados Unidos (Dallas) para trabajar en la construcción de plataformas de perforación. Allí viví el atentado de las Torres Gemelas, el 11 de septiembre de 2001, en un despacho, terminando un proyecto importante. Era tal mi obsesión por el trabajo que solo al día siguiente me enteré de lo que había pasado. Y con la misma empresa me mudé a Singapur.
La conversación sobre Dios con un compañero hindú
Volvía a Portugal con frecuencia. Por entonces retomé el contacto con una amiga de Bachillerato, y empezamos un noviazgo a distancia, que culminó en la boda, en 2003. Busqué un trabajo y pensé que mi vida discurriría plácidamente en Portugal.
Pero Dios tiene sus caminos, a veces difíciles de comprender. Mi mujer falleció al cabo de seis meses. Me desplomé y esta revuelta interior se prolongó varios años. Volví a aferrarme al trabajo, muy desmoralizado.
Acepté una propuesta de una empresa danesa en el área del offshore con proyectos en Noruega y Tailandia. Más tarde trabajé en las plataformas en alta mar. Estuve en Escocia, Angola, Canadá y Brasil. El trabajo era muy intenso y me enfrenté a grandes desafíos técnicos para sacar y mantener en funcionamiento las plataformas: incendios a bordo, tempestades, inundaciones, fugas de gas. Lo más alejado a lo que algunos piensan de “andar de helicóptero todo el día”.
Me encontraba tranquilo con un trabajo que compaginaba cuatro semanas intensas y luego varias para mí, con bastante egoísmo. En mis semanas libres aprovechaba, siempre que podía, para viajar a Portugal, pasar unos días con mi madre y salir en moto, afición que fomenté con algunos amigos portugueses. También leía mucho, pero no siempre esas lecturas eran las que más me convenían.
En una unidad offshore se vive una gran multiculturalidad. Tenía compañeros de todos los puntos del mundo con los que tenía grandes conversaciones en las pausas o en los finales de turnos. Un día a bordo del “Cidade de Saquarema”, en la Bacia de Santos (Brasil), el tema “Dios” salió a una conversación con un compañero indio que era hindú, una persona de una gran fe. Aún antes de saber de los desaires de mi vida, me dijo: “Nadie te quiere tanto como tus padres. Si ellos te formaron en la fe católica, es porque quieren tu bien”. En aquel momento pensé: “¿Quién soy yo para dudar de todo esto? ¿No será que vivo con una gran arrogancia?”. Aquella conversación, en alto mar fue crucial. Fue el comienzo de la segunda parte de la parábola del hijo pródigo.
Al cabo de 530 vuelos profesionales de avión (guardo todas las tarjetas de embarque) volví a Portugal en 2019. ¿El motivo? Me diagnosticaron un problema de salud vascular congénito, que se manifestó debido al exceso de viajes de avión y helicóptero. Los médicos me recomendaron que no viajase con tanta intensidad y, por eso, me instalé definitivamente en Portugal.
Por esas mismas fechas, falleció un familiar al que yo quería mucho. Le quería casi como a un padre. Llegué a Lisboa a tiempo para el funeral. Las palabras del sacerdote fueron tan apropiadas e inspiradas, que me calaron profundamente.
Mientras tanto, Dios convirtió el corazón de mi antigua novia de mis tiempos de investigador en Coimbra. Ella supo perdonarme. Su buen ejemplo y oraciones supusieron un gran testimonio para mí.
Pasados unos días del funeral, fui sometido a una intervención quirúrgica programada. Se trataba de una operación sencilla, pero que tuvo algunas complicaciones y una recuperación lenta. Nueva ocasión para meditar y colocar toda mi vida en ecuación. Las piezas del puzle parecían esbozar una imagen.
Finalmente, el viaje del hijo pródigo
Cuando me recuperé de la operación, resolví acompañar a mi madre a Misa los domingos. Fue como si le preguntase si podría hacerle compañía en un paseo. En la Parroquia de las Mercês me sentí en casa, como si no hubieran pasado décadas desde que abandonara la práctica religiosa. Y el Señor, en su bondad, quiso enviarme otra señal: la lectura del Evangelio de ese domingo era nada menos que la parábola del hijo pródigo.
Manuel se confirmó recientemente
A partir de ahí retomé mi práctica sin interrupción y recomencé un periodo de catequesis. Tuve a alegría de recibir en octubre pasado la Confirmación, en una ceremonia que se retrasó unos meses debido a la pandemia. Mi madrina fue la amiga de la que he hablado. Quizás por eso me haya parecido aún más valiosa esa venida del Espíritu Santo, aunque cuatro meses de retraso no parezcan tener gran significado cara a las cuatro décadas transcurridas desde la pregunta inicial de mi madre.
Y es que en esos cuatro meses volví a contactar con el profesor del doctorado en Coimbra, que es del Opus Dei. Recibió con entusiasmo la noticia de mi conversión. Como los retiros mensuales y los círculos del centro de Coimbra se tenían de modo virtual, empecé a participar “desde lejos”. Terminada la primera ola de la pandemia, empecé a frecuentar otro centro de la Obra, más próximo, en la región de Lisboa. Acepté el desafío de buscar un director espiritual.
Vivo con mi madre en Lisboa y ahora soy consultor en el área energética. Esta historia estaría incompleta si no hablara de Nuestra Señora. Fui bautizado, hice mi primera comunión y ahora recibí la confirmación en la Parroquia de Nuestra Señora de Fátima en Lisboa. Después de la conversión, volví al Santuario de Fátima con los ojos nuevos de un creyente y pensé: “¡Que bueno es estar aquí!”. Sé que Ella no desistió para que, como en la parábola de los trabajadores de la viña, yo fuese uno de los contratados de las “cinco de la tarde”. Espero llegar a merecer mi denario. En este recorrido sinuoso, con no pocas dificultades, estoy muy agradecido a mis padres, a mis amigos, a la Iglesia en Portugal y al Opus Dei.
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